Música para hipopótamos


Sale de la ducha chorreando agua y mientras se seca el pelo con una toalla oscura, camina hasta el living. Luego se deja caer en el sofá, cruza las piernas; por un rato mira las paredes, después el balcón con las plantas, las dos sillas un poco sucias e iluminadas por un tubo de luz que hace un ruido estridente y se demora unos instantes en cobrar fulgor. Al levantarse nota la humedad que ha dejado su cola mojada sobre el cuero del sofá. Clara camina hacia la habitación (antes se miró de reojo en los espejos del pasillo, pensó que estaba linda, que tiene que ir al flebólogo): elige una falda oscura, unas sandalias, una musculosa violeta. Así estás bien Clara, así estás bien, repite para sí misma. Entonces lo nota: desde siempre los pies le dan impresión, de chica, para no verse, solía bañarse en el río con las medias puestas.

Antes de salir chequea unos mails, alguien le escribe que quiere verla, se acuerda del cumpleaños de un amigo que no visita hace mucho, no te olvides de escribir, no te olvides, se dice, el lunes se entregan los trabajos, mañana es lunes, cosas así. El cursor del mouse vaga por la pantalla, traza figuras imperfectas que saltean íconos sobre un fondo de mar, caribe y palmeras. A los quince minutos baja por el ascensor. Son las nueve y media de un domingo de verano y nadie la ve salir. Camina cinco cuadras. La vemos andar nerviosa, prender un gitanes. Fuma mirando el cielo encapotado, suspira y gira, otras dos cuadras, diez, veinte, treinta pasos. Al llegar aprieta el sexto B en un bloque plateado que esconde huellas táctiles a contraluz. Espera uno, tres, seis segundos, dice soy yo, pausa, viene a verte, pausa, la puerta se abre y camina hacia el ascensor; sube con un padre cuarentón que en su mano izquierda lleva un paquete de empanadas y en la otra arrastra la mano diminuta de una nena de seis años, con trenzas y vestida con un carpintero precioso. La puerta del sexto B está entornada. Desconocemos su nombre pero se besan ahí nomás, la puerta se va cerrando, despacio, se cierra, se cerró. Nos quedamos fuera mientras el pasillo se oscurece y escuchamos las voces, cada vez más distantes. Las cosas permanecen quietas, aletargadas, podríamos aburrirnos pero no, esperamos, miramos los objetos, el tono de la noche que baja hasta que al fin nos acostumbrarnos a la ceguera, de a poco, imperceptiblemente. De pronto, unas horas después, la puerta se abre. Clara sale apurada y es tan lindo ver como se aleja, como se pierde mientras la luz de una bombita le cae en la espalda dibujándole una sombra que no corrige nada, esta monísima la hija de puta, que linda es Clara. Camina contenta y todo gana en colores, naranja, celeste y amarillo, colores por todas partes que se mueven como manos que se tocan. No sabíamos que los colores pudieran tocar tanto. Clara tampoco sabía. Abre la puerta de su departamento mientras revisa el celular que acaba de vibrar: que mal me hace verte, es la última vez dice el mensaje de texto. Entonces, así como así, los colores se borronean. Clara se mueve apenas, lo mínimo indispensable para apretar play con el mouse y elegir una canción de Nick Cave. Le sube desde el pecho hasta la garganta, como si pecho y garganta fueran una misma cosa, las ganas de tirarse en la alfombra y empezar a agitar los brazos, patalear. Siente como la pieza se va quedando sin aire, que el aire falta en todo el segundo piso, en todo el barrio de Caballito. Algo chupa el aire del mundo: una gran aspiradora de metal inflándose hasta reventar. Luego el silencio. Clara busca una cerveza en la heladera, la abre, llena un vaso, en un marco hay una foto y en la foto hay una sonrisa, la suya, que parece estirarse cada vez más. Quiero robarme esa sonrisa, piensa Clara. Podría tener un gato pero en su vida no hay espacio para mascotas. Sin embargo abre una tableta, se tira en la cama vestida y comienza a llorar: espantan esos gemidos entrecortados, un poco huecos, pero más espanto aún verla y no poder hacer nada. Clara se levanta con el rimel corrido y avanza hacia el balcón. Levanta el rostro a la oscuridad y se deja caer. Rayones y figuras perpendiculares se suceden a una velocidad excesiva. Nosotros no perdemos tiempo y nos tiramos con ella, uno a uno porque no podemos dejar de mirarla, de seguirla, nos lanzamos hasta que el primero de nosotros siente el golpe y estalla.