Gunnar

En mis sueños escuché una voz
- ¿Habib, te gustaría esta cebolla
o solo un trozo de ella?
Ante esto me sentí con una gran inquietud
¡Esta enigmática pregunta
era la pregunta de mi vida!
¿Preferiría la parte al todo
o el todo a la parte?
No, quería ambos
la parte del todo así como el todo
y que esta elección no involucrara una contradicción.

Gunnar Ekelof
.

Nube limada

Uno

Salgo a matar palomas a la intemperie
para sacarme el mambo de la ciudad
asesinando cosas. La fascinación
como un humo potente
se despliega: ahora mismo
te cambiaría la sed
el garrón y el aburrimiento
por un gran tiburón blanco
si me arranca el corazón
¿que tal?


Dos

Me gusta mirar como encienden el fuego
la pirámide de madera
y el tubo de papel de diario
en su interior
una buena imagen espiritual
una cosa esencial dentro
de otra cosa
hasta que al fin llegan las luces
y estallan
como un poltergeist cotidiano.


Tres

Los cordones de la zapas se van manchando
de sangre y barro. Un balde
verde sin manija
donde se arroja la grasa
diáfana de la parrilla
donde se escupe el sueño
y los cartones de vino Bowen.
Lo que ahora persiste
es la transpiración
humo
y fútbol. Salvo Rubén
quien lee a Auden
apoyado en una banqueta
a la que le falta una pata
y tambalea: hilos de madera seca
anudada en Misiones
por un descendiente de Quiroga
con la piel curtida y veinte
kilos de mate en la garganta.


Cuatro

El hijo de Rubén le acaricia la rodilla
a su padre que deja de leer a Auden
sentado en la banqueta
y le pregunta papá
porqué el viento
no hace sombra. Rubén
sabe que Auden no podrá ayudarlo
y si aun viviera le diría darling
yo no sé nada
toda mi vida amé a un ingles llamado Chester.


Cinco

En el borde de la pileta
uno de los chicos observa
como sus pensamientos
flotan en el agua
como pelotas de goma.


Seis

Lo que haría falta
en esta quinta de Leloir
es que lleguen de una vez por todas
containers gigantescos
repletos de sensaciones exóticas
desde algún lugar de Hungría
o Finlandia.


Siete

Es la hora de la siesta
los cachorros de rottweiller dormidos
sobre la cerámica del living
parecen chiches.


Ocho

Me fui a caminar por el jardín
y me senté en el pasto a fumar
entonces algo
reventó en mí
recordé una colección de barcos
abandonados sobre el río
y fotos de piletas en desuso
con imágenes de pequeñas ballenas
estampadas en el mármol
de la casa paterna.


Nueve

Pego el auricular con cinta scoch
a la base del mp3 y el sonido
arde. Los restos del asado
y los platos sucios
se acumulan sobre la mesa.
Más allá la gente nada crol.
Mi frontera personal la camuflo
calzándome una gorra de Los Ángeles
Lakers para evadirme
de toda percepción,
me desalojo hacia lo íntimo
y pido una cosa
estallo, qué
baje el sol al fin
que la noche venga y dispare
ondas de choque
en mi dirección.

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Berlín

Conocerte es lo único que me faltaba para completar mi educación. Quiero más de la vida hardcore a tu lado, en discotecas y bares, arrastrarme por el piso para que en un momento de iluminación me digas: "si estoy dispuesto a violarte en el baño". "Pero solo por un breve lapso". Y: "Por favor no me llames".
Quiero más de la vida hardcore de Berlín. Gente apretada como ratas en una lectura de poesía que tiene lugar en un sótano. Los poemas son buenos, estoy entusiasmada. Ahora vamos por una avenida, son las tres de la mañana. El clima es cruel. Aparentemente esta es una zona de vientos.
Quiero más de tus manos duras, quiero más alcohol y drogas.

Cecilia Pavón en Pink Punk

El encuadernador salvaje

Todo trabajo es el destino. Finalmente
me estoy convirtiendo en el espacio
donde practico mi profesión: mientras
otros se transforman
en bóvedas heladas
o vagones de tren
a mi se me encastran
los cuños de plata en los dedos
y son estos dedos
los que doran fechas y nombres
indelebles sobre el cuero
rústico de mi jornada laboral.
Hay que aprender a tolerarse
a uno mismo con paciencia.
Sin embargo esto asusta
cada día más: me encorvo como
estos rodillos de cartón, como el
moaré púrpura
me vuelvo delicado al tacto
al huracán de los cambios
y la intemperie. Sin embargo sé
que nadie podrá
interceder ante mí:
el ritmo de trabajo
de un encuadernador
es imperturbable.
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Erica García

Así fue que un día le pregunté
a mi amigo Felipe si sabía
en qué andaba Erica García;
me contó que trabaja
en un bar de Reykiavich
que toca su guitarra y canta
los viernes por la noche
rabiosas versiones de los Talking Heads.

Parece que Erica
sigue editando discos calientes
para las gélidas almas
de los muchachitos de Europa;
se ha cambiado el color de pelo
por un rojo exuberante y se hace
llamar Anneli
cuando toca en pelotas
su guitarra eléctrica.

Algunas noches compone
historias de surfers brasileños
otras se gana un sobresueldo
en la zona roja
de la capital de Finlandia.
Su novio es un mercenario polaco
de ojos celestes llamado Jarro Bongo
amante del heavy metal
y del sexo duro.

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Eno

Además de ser un conducto hacia el rock para cierta sensibilidad de escuela de arte británica de los sesenta, Eno fue también una figura clave en la emergencia de un abordaje pictórico' de la grabación. Junto con Robert Wyatt y Pink Floyd estaba en la vanguardia de la exploración de las posibilidades espaciales y texturales abiertas por el estudio de grabación. En sus intervenciones y escritos se abre paso un consistente impulso por traducir el sonido al registro visual, ya sea hablando de la cinta como de un lienzo sobre el cual uno puede pintar una capa de sonido sobre otra, ya sea refiriéndose a su producción para grupos como U2 en términos de 'paisaje dentro del cual las canciones acontecen'. La esencia de la producción de la grabación consistía para Eno en la retirada del tiempo real: en lugar de grabar un evento musical, se construye un pseudoevento fantasmagórico que bien podría no haber sucedido nunca como actuación real en un momento específico.

Simon Reynolds en Después del rock
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Los interiores

Desde abajo Nicolás Almada alcanza a percibir, arrumadas en los colgantes de metal que cruzan el techo del patio, algunas palomas gordas y grises que se aprietan unas a otras para combatir el frío. Después avanza por la galería del colegio parroquial y observa las canaletas y las lozas. El patio parece el mismo, sin embargo han cambiado las baldosas por otras de cerámica azul y remodelaron completamente el exterior de las aulas. En las columnas de la galería caen, pegados con cinta de papel, carteles dibujados con prolijidad: tirar la basura en los tachos, no correr, feliz día del maestro, en Dios confiamos. Al frente distingue la sala de música, el campanario y la librería.

Un momento más tarde, cuando Nicolás escucha el sonido del timbre, se obliga a si mismo a despabilarse y, antes de tomar conciencia de lo que hace, se descubre caminando a paso rápido hacia la zona de los baños. Se detiene. Enfrente tiene el gimnasio, a su derecha el subsuelo con las máquinas y su ruido ensordecedor, más allá la escalera que lleva al primer y segundo piso del instituto. Primero piensa en subir pero al volver a escuchar un crujido que rápidamente se convierte en un conjunto impreciso de gritos y pasos que se acercan, se introduce en el baño y se apoya sobre la puerta ejerciendo presión. Del otro lado avanza una fila india de chicos con equipo de gim y zapatillas deportivas. Nicolás se pone boca abajo y espía por la rendija de la puerta sin preocuparse por el riesgo, por el absurdo de que un hombre de cuarenta años esté acostado en el baño de un colegio primario, en posición de alguien que se dispone a hacer su rutina de lagartijas. Cuando escucha cerrarse el portón del gimnasio se pone de pie, sacude el polvo de su camisa blanca y mira la hora: las ocho y cuarto de la mañana.

Una vez que sale del baño camina hacia las escaleras. En el descanso se encuentra con la capilla: dos filas de bancas de madera llevan hasta un altar, con una pequeña cruz que sostiene a Jesús y pequeñas figuras de santos. Al acercarse los objetos comienza a perder densidad y la sombra de interés que antes irradiaban se desvanece por completo. De pronto nada le da curiosidad sino desgano. Nicolás intenta explicarse este cambio en su percepción pero no puede, con lo cual decide continuar hasta el primer piso. El pasillo que lo recibe de frente es extenso y dado que ha superado la altura del techo, distingue las nubes finas y alargadas y un sol difuso, blanco, que irradia muy poca luz. Comienza a caminar, dejando atrás, una por una, las puertas de las aulas e intenta imaginar que clases se están dando en su interior: imagina a los profesores de matemáticas, derecho y catequesis explicando sus respectivos temas. En la anteúltima aula antes de la dirección descubre por la ventana que los alumnos están charlando y jugando a las cartas, otros durmiendo sobre sus pupitres o escuchando música. Un poco inseguro abre la puerta e ingresa con cara de cansancio y aburrimiento. Algunos chicos se lo quedan mirando; otros no le dan importancia y siguen en la suya.

Con naturalidad apoya su portafolio en el escritorio. Después, sin sentarse, observa el parte de asistencias: una hoja blanca con cruces y algunas líneas en blanco. Lo ojea rápido, casi sin prestarle atención, y pide con voz suave, apenas audible, un cuaderno. Una chica rubia de los primeros bancos le ofrece el suyo y Nicolás lee: revolución industrial, Inglaterra, división internacional del trabajo. En el fondo del aula recomienza el barullo: son pibes de doce o trece años, vestidos con camisa celeste, cardigan y pantalones grises; las chicas usan pollera cuadrillé y medias de lana casi hasta las rodillas.

Almada devuelve el cuaderno y, con el parte de asistencias en la mano, uno a uno comienza a nombrar a los alumnos, mirándoles las caras, ubicándolos en el espacio. Cuando llega al último, un morocho que se apellida Zambrano, hace una pausa y dice en voz alta:

– Melina Correa, pase al frente por favor.

Los chicos se retuercen, giran y dirigen la mirada hacia el fondo del aula. Almada también observa fijamente a la chica sentada en la última fila, con sus anteojos de marco oscuro y su colita de caballo, pálida, rodeada de pibes, sin saber que hacer, apretando con fuerza los bordes de su asiento. Entonces ocurre un impasse: desde el pasillo se escucha el tintineo de la campana que llama a confesiones. Almada imagina a los curas sentados en la banca de madera del confesionario, escuchando la rutina de pecados de todos los adolescentes del instituto. El poder de perdonar, piensa Nicolás y se retuerce.

– Que nadie se mueva – dice – la estoy esperando – y repite su nombre con una seguridad que lo sorprende.

– ¿Al frente?

– Si. ¿No me escuchó? Pase al frente.

Finalmente Melina se pone de pie y camina nerviosa. Una vez allí baja la vista y aguarda. Nicolás decide tomarse el asunto con paciencia.

– Expliquele a la clase porque la Revolución Industrial ocurre en Inglaterra.

Un nuevo terror, especialmente porque cada alumno presiente que el próximo podría ser cualquiera. Pero esto no le interesa a Almada, es decir, no le interesa dar el salto al futuro, a lo hipotético, lo único que le importa de la situación son las reacciones de la chica que está parada delante de todos, la chica de pollera hasta la rodilla que abre bien grandes los ojos detrás de los marcos de sus lentes, como si no terminara de entender la pregunta.

– ¿Cómo?

Nicolás repite lo que acaba de decir, marcando con fuerza cada sílaba.

– Pero no sabía… nadie nos dijo…

– ¡Si no responde tiene un uno!

Melina se queda en silencio. Nicolás, explotando hacia dentro una felicidad secreta, se encamina hacia el centro del aula.

– ¿Y? Seguimos esperando.

Entonces la chica comienza a tartamudear y alguien se ríe.

– Hable bien que no se le entiende – dice Nicolás, disfrutando esa constelación de poder que ejerce sobre los alumnos. Humillarla, piensa, humillarla mucho, que nunca se olvide de esto.

– In… ingla… glagla… terra tenía pupupu erto

– En mi clase no se tartamudea – arroja.

¿Si la dejo así durante horas? ¿O será mejor cambiarla por otro? Porque hay otros, lo sabe, pero decide aguardar todavía un momento, sabiendo que la chica está a punto de largarse a llorar. Ya ni siquiera intenta hablar, sencillamente sufre.

– ¿Usted es o se hace? ¿Cómo llegó a tercer año? ¡Tartamuda! – grita, completamente sacado.

El que antes se había reído ahora baja la cabeza. La chica llora, primero despacio, sofocándose, como si no tuviera fuerzas más que para encerrarse en una de esas capsulas que van al espacio, pero después, especialmente porque Nicolás no afloja la tensión, Melina empieza a toser, a ahogarse hasta ponerse roja y correr hacia la puerta.

– Ah, me imaginaba, no sabe nada, una vergüenza.

Todos la observan luchar con el picaporte plateado y salir al pasillo, al sol de la mañana, a las palomas. Ninguno la ayuda, nadie se rebela porque rebelarse, comprenden, es exponerse. Nicolás se acerca al escritorio, busca una birome y finge anotar algo. Cuando la puerta vuelve a abrirse e ingresa una mujer con guardapolvo blanco, Nicolás levanta la vista.

– ¿Qué está pasando acá?– pregunta girando la cabeza para abarcar a toda el aula, esperando respuestas. Luego mira al hombre que la mide con odio, mordiéndose el labio inferior de la boca – ¿Y usted quién es?

– ¡Hizo llorar a Melina! – grita la chica que antes le había prestado el cuaderno de clase a Nicolás.

La preceptora se da cuenta que el último banco de la segunda fila está vacío; siente que nunca ha estado en una situación parecida, que debería dominarse. Almada ya no la mira, aunque amontona sus cosas en su portafolio, una por una, con calma, hasta se diría que con delicadeza.

– Soy el profesor sustituto – dice muy sereno – ahora mismo voy a hablar con la directora.

Una vez dicho esto Almada pide permiso y sale del aula. Avanza por el pasillo pero en lugar de dirigirse a la dirección baja las escaleras del colegio parroquial. Después saluda al portero con un hasta luego, que tenga buen día y camina hasta la parada de la línea 96.

Gilles

Escribir es muy simple. O bien es una manera de re-territorializarse, de adecuarse a un código de enunciados dominantes, a un orden de cosas establecidas: y ese no es solo el caso de las escuelas y de los autores, sino de todos los profesionales de la escritura incluso no literaria. O bien, por el contrario, es devenir, devenir otra cosa que escritor, puesto que aquello en que uno deviene, deviene otra cosa que escritura. Todo devenir no pasa por la escritura, pero todo lo que deviene es objeto de escritura, de música o de pintura. Todo lo que deviene es una pura línea que ya no representa nada.

Gilles Deleuze

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Como una autobomba desbocada

Escuchemos música
y bailemos toda la noche
hasta embalsamar
nuestros pensamientos.
Mirá como salto
con este hit
más arriba que nadie
realmente
parezco una autobomba
desbocada. Ahora mismo
no me importa nada
el calentamiento global
ni el futuro
ni el dinero.

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Zombis

Anoche soñé que era un zombi
que atravesaba La Matanza
buscando cuellos venosos
y carótidas y hombros tiernos
para despedazar. Caminaba
un poco de coté
y arrastrando las suelas
de mis borcegos. En eso
éramos muchos
los zombis: había
zombis bien vestidos
perros zombis
zombis dinosaurios
todos juntos
sin decir palabra
como una turba unificada
no ya por una ideología
o un grupo de rock:
nos unía la esencia
de ser zombis
y con eso nos bastaba.
¿Es que nosotros
no tenemos nada más hondo
en común? ¿Es que puede
haber algo más profundo
que esto que compartimos?
Eso me preguntaba
y pensaba también
pero muy por fuera de mí
que este caos no es mas
que una porción de maravilla
que les ofrecemos a los otros.
¿Serás conciente
de lo que esto significa
para la vida de este planeta?
¿Cómo va a cambiar tu cultura
tus prioridades, lo que te parece
bello o lo que te parece
justo? Los zombis
cruzábamos las calles muy despacio
y algunos coches
nos pasaban por encima; las putas
del Camino de Cintura escaparon
al ver la masa zombi. Las viejas gritaban
desde sus terrazas
¿Qué es lo que viene ahí?
Son zombis, vieja boluda
somos los zombis que venimos
para arrasar con todo esto
para siempre como una gran ola
que un día llega desde el Atlántico.

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Sasha

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Revuelvo el agua tónica con una cuchara

Revuelvo el agua tónica con una cuchara
una y otra vez
hasta que al fin pierde
cada molécula de gas;
entonces recupero la fe
en lo que puedo
y no puedo lograr
basta la paciencia
para volver al tiempo elemental
de los brotes sanadores. Bebo
el agua simplificada
por el humo de los damascos
fascinantes de la química
y trago
y paso la lengua
por los bordes del vaso
hasta secarlo
por completo.

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La reinvención del amor

Mi idea sobre la reinvención del amor quiere decir lo siguiente: puesto que el amor se refiere a esa parte de la humanidad que no está entregada a la competencia, al salvajismo; puesto que, en su intimidad más poderosa, el amor exige una suerte de confianza absoluta en el otro; puesto que vamos a aceptar que ese otro esté totalmente presente en nuestra vida, que nuestra vida este ligada de manera interna a ese otro, pues bien, ya que todo esto es posible ello nos prueba que no es verdad que la competividad, el odio, la violencia, la rivalidad y la separación sean la ley del mundo. El amor está amenazado en la sociedad contemporánea. Esa sociedad bien quisiera sustituir el amor por una suerte de regimen comercial de pura satisfacción social, erótica, etc. Entonces, el amor debe ser reinventado para defenderlo. El amor debe reafirmar su valor de ruptura, su valor de casi locura, su valor revolucionario como nunca lo hizo antes. No hay que dejar que el amor sea domesticado por la sociedad actual - que siempre busca domesticarlo. En otros tiempos, las sociedades clericales y tradicionales buscaron domesticarlo por el matrimonio y la familia. Hoy se busca domesticar al amor con una mezcla de pornografía libre y de contrato financiero. Pero debemos preservar la presencia subversiva del amor y apartarlo de esas amenazas. Y ellos es extensivo a otras cosas: el arte debe también apartarse de la potencia del mercado, la ciencia igualmente. Allí donde hay un pensamiento humano activo y desinteresado hay un combate para liberarlo de los intereses.

Alain Badiu
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Prendo la radio del coche

Prendo la radio del coche,
cierro las puertas y ventanas
y me alejo.

Que los ruidos
se gasten solos
mientras camino entre los árboles.

A veces siento
que alguien nos encerró
con llave
en este mundo.
Lo mismo que hice yo
pero a lo grande.

Héctor Viel Temperley
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Cocina salteña

Verónica, estoy asando una cabeza de vaca
en una olla de tierra, solo
hace catorce horas
en unos minutos
quitaré los ladrillos
la horma de barro
y finalmente la arpilla, luego
pondré un plato de madera
sobre la mesa, pero ahora
miro este pozo
con la cabeza de vaca
hundida en su interior como
una manzana azucarada
y tomo un vaso de vino
y recuerdo los hechos
elementales que marcaron
nuestra relación. Dentro de
algún tiempo otros
pisarán esta misma tierra
y cocinarán sobre las brasas
de mis pensamientos.

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Sistema Iosi

Soy libre cuando soy autor. Como escritor soy medio patético, como la mayoría de los escritores. Tenés tus vicios, tenés tus miedos, tenés tu pose, tenés tu celos, tenés tu ambición. El autor no. Si le doy mucho lugar al escritor, el autor puede llegar a contagiarse, y eso es algo que me parece muy peligroso, sobre todo si uno quiere seguir siendo libre, seguir escribiendo con libertad, contar historias.

Iosi Havilio

Nestor Kirchner (1950-2010)

,
.

Gregory Isaacs (1951-2010)
...gg

Conversaciones con Truffaut

Estamos hablando, tal vez haya una bomba debajo de esta mesa y nuestra conversación es de lo más normal, no ocurre nada especial, y de repente: bum, una explosión. El público está sorprendido, pero antes de que lo estuviese se le ha mostrado una escena corriente, sin interés alguno. Ahora examinemos el suspense. La bomba está debajo de la mesa y el público lo sabe, probablemente porque ha visto al anarquista que la colocó. El público sabe que la bomba explotará a la una y sabe también que es la una menos cuarto, hay un reloj en el decorado; la misma insignificante conversación se convierte de pronto en muy interesante, porque el público participa en la escena. Tiene ganas de decirle a los personajes que están en pantalla: No deberían hablar de cosas tan triviales, hay una bomba debajo de la mesa y pronto va a estallar. En el primer caso, hemos ofrecido al público quince segundos de sorpresa en el momento de la explosión. En el segundo caso, le ofrecemos quince minutos de suspense.

Alfred Hitchcock

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Guzmo


Cuando escuché la palabra accidente supe que tendría que ir, no solo a la comisaría y al lugar del choque, sino también al hospital municipal para verificar la historia clínica, lo que demandaría al menos una o dos horas extras de trabajo. Primero viajé en la línea 96 y en la estación de Constitución tomé el Roca que va hasta La Plata. En el vagón un viento helado se colaba por las ventanas entreabiertas y para distraerme y no pensar en el frío comencé a desflecar los bordes del boleto.

Antes del mediodía estoy preguntando en la oficina de admisión por los papeles de Rubén Valdez, atendido en la guardia el día sábado después de sufrir un choque frontal a la salida de la disco El Bosque. Me atiende una mujer de pelo enrulado, con ojeras, que habla mecánicamente, sin pausas, y después de quince minutos de espera en unas sillas de plástico color beige me alcanza los papeles sin demasiadas preguntas.

Vuelvo a las seis de la tarde, con una llovizna muy fina que cae arremolinada de un cielo casi complemente oscuro, de pie delante de una de las puertas. Cuando el tren pasa frente a la cancha de Racing comienzo a enumerar los futbolistas del club que jugaron en la selección en los últimos años. Alcanzo a contar apenas tres y curiosamente me siento un poco decepcionado, triste, preguntándome si es culpa mía por desentenderme de las cosas que antes me importaban o si mi olvido, en realidad, es obra de una debacle futbolística bastante notoria.

Al abrir la puerta del departamento me encuentro con Palo y Julián sentados en uno de los puff del living. Mientras conversamos me acerco hasta la cocina, prendo una hornalla y me refriego las manos, las froto, entrecruzo los dedos encima de una llama color cobre. Después me quito la campera, el buzo y el resto de la ropa y la pongo a secar en una percha de plástico encima de la estufa de mi habitación. Cuando vuelvo en jogging Palo está picando marihuana en la tapa púrpura de un libro de poemas de Sylvia Plath.

Después de fumar comemos una pizza con queso y tomate recalentada en el horno y jugamos a enumerar las cosas que no nos gustan. Palo menciona la vejez, extrañar, las canas, que le crezca el vello púbico, hacer dieta, que le ladren y la persigan los perros, levantarse temprano, el invierno. Julián el acné, mientras se rasponea la cara con los nudillos, que se terminen las vacaciones, el dolor de muelas, la resaca, correr el colectivo y no llegar. Cuando me toca el turno comento que ya no queda birra y propongo bajar a buscar. En una bolsa de almacén que encuentro al lado de la heladera pongo los envases y recién en el ascensor noto que el culito tibio de una de las botellas traspasó la tela de nylon y me mojó el pantalón a la altura de la rodilla. Saludo a Maxi y compro tres heineken y un paquete grande de chizitos. Después de llenar los vasos hasta el tope, con mucha espuma, vacío el cenicero y digo dos cosas: primero que me molesta la hiperactividad de los chicos y luego que odio mi trabajo.

– Tu trabajo no está tan mal, mirá el mío, el problema es trabajar a secas – agrega Julián.

– Yo quisiera ser maquinista

– ¿En serio?

– Posta

– O sereno

– Ese es un trabajo de jubilados al borde de la muerte.

– Yo tengo un tío que era domador de leones – y les cuento la historia de Enrique Jali, quién en los ochenta dirigió un circo bastante famoso en la ciudad de Cali, Colombia. Les cuento que Enrique viajó por el mundo y que un día un borracho se acercó demasiado a la jaula de los leones y le arrancaron un brazo a la altura del codo. Que el borracho levantó su miembro y corrió hasta caer desmayado al frente de la boletería. Les hago creer que los tres dedos de una mano que le faltan a mi tío están asociados a su antigua profesión cuando en realidad se los cercenó a finales de los ´80 con la sierra de una carnicería, en José C Paz.

A las dos de la mañana me acuesto y me tapo con una frazada de lana hasta la nariz; me hago bolita y me duermo enseguida. Tengo unos sueños raros y profundos, llenos de imágenes luminosas, que por la mañana no logro recordar. Tengo memoria de que con Palo y Julián arreglamos para salir el sábado por la noche a un bar de Almagro, un bar donde pasan buena música y la cerveza es muy barata. Podemos invitar a Verónica, aclaran, para convencerme y obvio, me convencen, soy un chico fácil en realidad.

En la calle me mareo por la helada o el cansancio; cruzo Rivadavia y en un kiosco compro un alfajor triple de chocolate y una Sprite de medio litro. Pongo todo dentro del morral y prendo un cigarrillo mientras espero el 136. En la ranura de la máquina coloco una moneda de peso, dos de veinticinco y tres de diez centavos. A pesar de que hay asientos individuales libres me siento en uno doble al lado de la ventanilla y escucho en el ipod los doce tracks del último disco de Arcade Fire.

Me bajo cerca de la estación de Bella Vista y camino hasta la Plaza San Martín por un calle arbolada, que huele a frutilla. La primer encuesta del día se la hago al dueño de una fiambrería, un muchacho rubio de treinta y dos años llamado Aníbal, muy alto, que sisea al hablar.

***

El sábado al mediodía comemos un asado en Hurlingam; bajamos del Sarmiento y caminamos, mirando un plano fotocopiado, tres cuadras hasta una farmacia y luego por una calle angosta, repleta de claridad y de casas americanas con jardines.

Tocamos el timbre y después de abrazarlo al Rey cruzamos un pasillo húmedo lleno de vigas y tambores oscuros de metal hasta una escalera caracol. En los descansos hay malvones y macetas con cactus.

– Arranquen por acá muchachos – dice el Rey y nos señala otro pasillo con sillones de mimbre, acrílicos plateados y telares de gamuza colgando de ganchos enormes y oxidados que descienden del techo.

Ya en la terraza nos sentamos en unas banquetas ubicadas en ronda, de cara al sol y a una parrilla de ladrillo a la vista donde a fuego lento se cocen las tiras de asado y las achuras. Respiro hondo y siento el olor de cada uno de los amigos, el olor de la carne, un aroma a menta y a pis de gato. A medida que transcurre el tiempo comienzo a encontrar mi lugar de pertenencia en el grupo, lo que se espera de mí y a partir de entonces construyo mis frases, cada comentario, mis reflexiones y risas. Un momento después el Rey trae una mesa plegable con una sombrilla que no termina de abrirse, de colores gastados, amarillo, rojo y verde. Tomamos vino tinto, comemos una picada de queso y salame y jugamos al truco. Pierdo los dos chicos así que después del almuerzo tengo que lavar los platos mientras mi pareja, un pibe de pelo largo y pecas que no conozco, se ríe de las cargadas de los amigos. En el momento en que nos lanzan un paquete de escarbadientes y me pega en la cabeza, el pibe de pecas me dice que no sea boludo, que están todos borrachos. No seas boludo, repite y me da una palmada en el hombro que rechazo para seguir lavando, raspar, untar la rejilla con detergente.

En la sobremesa uno de los chicos explica que para hacerle la cola a su mujer primero se humedece el dedo gordo en saliva y luego tantea la zona.

– No falla nunca, prueben – dice.

Antes de irnos, mientras los muchachos terminan de jugar al winin en la habitación del Rey, me siento en el suelo caliente a fumar, con las piernas estiradas encima de un pilón de baldosas coloradas. Por un cielo despejado y excesivamente celeste pasan unas nubes finitas y alargadas, como chorizos.

Durante el viaje de regreso me entretengo con el degradé urbano que crece a medida que el tren avanza. Con el ipod en modo random se suceden los Smiths, Abbey Road, Juana Molina, The Police, Mano Negra y así voy mirando las cosas como en un videoclip. Entonces Julián me saca de mi placer interior al preguntarme si escuché la historia del Rey, su viaje a Sudáfrica, el safari, el asunto con los pigmeos. Le digo que si pero igualmente me cuenta todo desde el principio y se ríe con ganas al recordar cada anécdota.

Esa noche, cuando Verónica me cuenta que a su hermana la dejó el novio y que está tomando anti-depresivos la interrumpo para decirle que de eso murió Ian Curtis, el cantante de la banda inglesa Joy Division. Como hablo con un tono irónico, seco, y me quedo aguardando que ella mencione algo, Verónica me dice que me quede tranquilo, que la conoce muy bien a su hermana.

Miramos el reloj entre las dicroicas del bar y unas luces tenues, flúor, del color de ciertos jabones. Después le señalo con la cabeza a un pibe bastante borracho que se pone a bailar reggae en la entrada del bar. Verónica ríe, me dice que está bueno mi cardigan y sube las escaleras hasta el baño del primer piso. Ese tiempo lo aprovecho para llamar a Julián pero no atiende el celular; mientras tanto observo las pinturas que adornan el bar, un cuadro de Jimmy Cliff y otro de Han Solo enfrentando a una tundra de nazis.

Cuando Verónica vuelve lo primero que hago es imaginármela desnuda y veo la escena desde arriba, como un panóptico, después desde una posición lateral y finalmente desde mi perspectiva. Todas las imágenes se suceden a una velocidad fulminante, una tras otra, y debo refrenarlas para saborearlas, sentirles el gusto.

Cuando Verónica se sienta pedimos otra jarra de cerveza tirada y una nueva ronda de palitos salados.

El domingo amanezco con fiebre. Me arde la cabeza, estoy sudado y me cuesta levantarme. Lo intento una vez, dos veces, vuelvo a caer y me resigno a mirar el techo del cuarto. Por las hendijas de la ventana se cuelan pequeños rayones de sol en forma de bloques rectangulares que culminan su recorrido en la pared. Pienso que afuera el día debe estar muy lindo y entonces tengo conciencia de que me siento bastante mal. Finalmente me levanto, voy hasta la pieza de Julián y al no encontrarlo camino hasta la cocina en busca de aspirinas. Me preparo un té y me hecho en la cama hasta que comienza a anochecer.

Después me ducho con el agua hirviendo y al terminar, todavía desnudo y chorreando líquido, me siento en el inodoro y hundo la cabeza entre los brazos. No sé cuanto tiempo estoy así, hipnotizado, sin saber que hacer, hasta que me vienen arcadas y vomito, con una explosión irrefrenable, los azulejos del baño. El resto del vomito, carne y baba blanca y esponjosa, cae en la pileta. Cuando me repongo junto los pedazos con los dedos, los aprisiono con fuerza para que no se me resbalen, los lanzo en el inodoro y hago correr el agua del tanque. Después me acuesto en la bañadera con las piernas flexionadas y los brazos colgando, preparado a estirarme en caso de que haga falta, pero esta vez no sucede nada, estoy vacío, seco por dentro.

Me despierta el teléfono. Cuando atiendo escuchó la voz de mi padre.

Amanecí con fiebre y mal de la panza – le explico, apoyando el aparato entre el hombro y el mentón.

¿Te tomaste una aspirina? – pregunta.

Le cuento lo que pasó y se ofrece a venir. Lo tranquilizo, le digo que no hace falta, que ahora me voy a acostar, que estoy un poco mejor, listo, cero drama.

– Además, no pasa nada papá – digo y giro el aparato, relajo el cuello y respiro hondo.

– Bueno, cualquier cosa me llamas – decide y me empieza a hablar de un partido de tenis que acaba de ver por televisión, una repetición de la final de Wimbledon entre Borg y McEnroe y algo de una orquesta de tango, una cosa que no entiendo del todo, bastante sonsa, inoportuna.

Cuando me despido permanezco un momento con el tubo en la mano, sentado en el sillón, en pelotas. Media hora después tocan el timbre, me visto con la ropa que tengo a mano y bajo en ojotas. Lo primero que dice Paloma, antes de saludarme, es que tengo una cara de mierda.

Estoy de nuevo en la cama, escuchando como Palo trapea el piso del baño.

– Me estoy re muriendo Palo, ayudame.

Pelotudo

– Me voy a morir y vos no haces nada

– Te cuido y encima limpié todo el vómito, ¿te parece nada? – me dice, frunce la nariz y pone cara de asco – Te tenés que buscar una novia boludito. Acostate bien, dormí, querés.

***

Entretenido de pronto golpeo con los nudillos la pecera y las tortugas marinas se reúnen alrededor del punto de choque. Las observo en cuclillas, estirando la mano y hundiendo los dedos, como si fueran un anzuelo, en la superficie del agua. Los hago girar en círculos y se dibujan suaves ondas expansivas, brota una espuma transparente, circular y las tortugas me pican las yemas de los dedos con sorprendente poder de succión. Recuerdo entonces que Tony Iommi, el guitarrista y fundador de Black Sabbath, se rebanó en un accidente con una máquina de metal en plancha la punta de los dedos de su mano derecha. Él mismo se fabricó, primero, unas extensiones metálicas, después una pequeñas prótesis de goma.

– ¿Te gustan?

– Son lindas, pero no tenemos pecera y no pienso comprar – le digo a Palo mientras me pongo de pie y hago crujir la espalda.

Para describir este lugar habría que empezar por describir al dueño: un hombre muy blanco, casi lampiño, de ojos celestes, un hombre que no deja de moverse ni para de hablar, con un fleco de pelo que le tapa uno de los ojos y retira a cada momento con la palma de la mano abierta, arrastrándola hasta la nuca como si atravesara arena. En el fondo del local, en unas jaulas de perrera, hay media docena de cachorros golden acostados uno sobre el otro, dormidos; se ven muchos clases de pájaros, hamsters, los cuales Paloma mira como embobada, hasta codornices, sucias y algo desplumadas, torpes. También, más allá, nuevas clases de tortugas, violáceas, púrpuras, grandes y pequeñas. Mi primer impulso es llevarme una. Sin embargo me llama la atención lo que hay en la pecera contigua. En un fondo de arcilla con un tronco ahuecado y un borde de agua cenagosa una serpiente se retuerce. Tiene anillos brillantes y repta con calma y sisea.

– ¿Y estás que comen? – pregunto.

– La más grande ratones, las otras – y señala otras peceras más pequeñas – un suplemento especial.

– Que asco ¿no? – dice Palo.

Tiene razón pero no puedo dejar de mirarlas, hipnotizado, flojo de cuerpo, divertido.

– Que tal un gatito – propone y extrañamente la idea no me desagrada.

Al final nos llevamos un gato negro, flaquísimo. Después, caminando por la calle y porque me dan ganas de ir al baño entro en un local de videojuegos, con pool, maquinas y bowling. Unos chicos juegan a pegarle a unos bombos con palillos de batería. Al salir le propongo a Palo jugar unos fichines.

– Que ideas que tenés, dale, vamos.

Perdemos rápidos en el flipper pero duramos más en los juegos que conocemos. En el Daytona Paloma me gana por una vuelta y media.

Una vez que libero a Chavela ella recorre el departamento a piacere. Se sube a la cocina, pasea por los estantes y con las garras, sin éxito, intenta abrir la alacena. Después cae, se retuerce y dando saltos, atraída por el humo del cigarrillo que acabo de prender, permanece concentrada, muy curiosa, en las volutas que ascienden de forma espiralada.

Pongo un disco de Muse, coloco a la gata sobre mis piernas y mientras le hago mimos con los dedos y ella corre la cara y achina los ojos le cuento mi vida, todo lo que hago, mis planes inmediatos y así.

Esa misma tarde, cuando Julián regresa de su trabajo en la pista de kartings, me cuenta que lo llamó el Rey para juntarnos a cenar.

– Raro ¿no? – observo mientras abro la ducha y comienzo a desatarme los cordones de las zapatillas.

– Un poco.

Nos encontramos a las diez en una parrilla de Villa Luro llamada la cantina de Beto. El Rey está sentado en una de las mesas del frente, untando rodajas de pan negro con manteca y sal.

– ¡Por fin gente! – dice y nos estira la mano.

Primero pedimos unas papas fritas a la provenzal acompañada con cerveza, después mientras esperamos la carne el Rey nos cuenta que un día se sintió atravesado por la necesidad de matar algo, cualquier cosa. Entonces me lo imagino cortándole el cuello a su ex novia. Luego recuerdo su viaje a Sudáfrica y me lo imagino en la cabina de un jeep que conduce un negro calvo y regordete; el Rey viste una gorra camuflada, lentes negros y en una llanura iluminada por un sol poderoso busca con los prismáticos alguna clase de felino o de cebra.

– Rinocerontes – aclara – yo quería matar un rinoceronte blanco – dice, llevándose la punta del vaso a la boca.

Cuando estamos por pedir la cuenta el Rey nos señala a un flaco que está sentado cerca de la puerta y nos dice que en cualquier momento se va a ir sin pagar.

– ¿Lo conocés? – pregunta Julián.

– Vos mirá.

Apenas cierra la frase el ñato pincha un bocado de carne y sale caminando de la parrilla. Por la ventana vemos como prende un cigarrillo y cruza de vereda. Julián parece asombradísimo.

– ¿Pero cómo sabías loco?

– Ah

De ahí encaramos a un bodegón por el barrio de Once. Hay poca gente y un peruano toca un cajón ahuecado detrás de la barra; dos mujeres, oscuras y anchas de cadera, bailan en la puerta de los baños.

– ¿Son?

– Si, pero tranquilo – explica el Rey.

Un poco entonados por un clericó dulzón y espeso, lleno de frutas, nos dice que en una semanas viaja a Las Vegas para participar en un torneo muy importante. La vida del Rey se puede resumir así: lo expulsaron del colegio en quinto por fumar marihuana en el baño y robar plata de la dirección. Después tuvo muchos trabajos, se dedicó a arreglar flippers, a vender parcelas en un cementerio privado, hizo de extra en algunas publicidades. Ahora es jugador de poker profesional y le va bastante bien.

– Un torneo muy zarpado – dice.

A las dos de la madrugada entramos en un cabaret de Flores, tomamos cerveza acodados a la barra y Julián pasa con una rubia que le estuvo refregando el culo durante quince minutos. Yo no tengo muchas ganas así que rechazo a la primera y después dejan de acercarse. El Rey mira a una morena con trenzas que baila en un caño reluciente. Entonces, acercándose a mi oreja para hacerse escuchar, me dice que nos tiene que pedir un favor.

Mientras maneja con las ventanillas bajas porque estamos fumando, el Rey habla:

– Me tienen que mandar el casco de un rinoceronte blanco, los putos pigmeos –así dice, riéndose – se atrasaron y yo no podía esperar, perdía el vuelo a Buenos Aires.

Nos pregunta entonces si puede colocar como dirección nuestro departamento y en todo caso pasar a buscar su trofeo más adelante. La verdad es que a mi me divierte mucho la idea.

***

Esa tarde Julián llegó con una pelota de básquet y me preguntó si estaba listo. Le respondí que ya casi y me terminé de encintar las vendas y de apretar bien fuerte los cordones. De pronto me siento bien, lleno de energía.

Un sol color limón resplandece y cubre todo el parque. En unas gradas de madera, las chicas ceban mate y conversan.

– Ustedes no quieren ¿no? Bueno, mejor, más para nosotras – dice Palo y le convida uno a Verónica, que está cruzada de piernas y muy emponchada por el frío.

– Vamos a entrar en calor

– Yo tengo que elongar, tomá, teneme la mochila.

Apoyado contra la pared estiro los cuadriceps, los aductores y en un sobrepiso elongo los gemelos. Después levanto las rodillas hasta el pecho.

Al principio es difícil acostumbrarse a las dimensiones de la cancha, a la luminosidad extrema de la tarde, al cielo, al aire libre, a la ausencia total de referencias. También a los roces y a esta nueva clase de cansancio. Los del otro equipo, salvo el base y un muchacho muy alto que juega en cueros, apenas saben picar la pelota. De a poco me acostumbro, hago mis jugadas y anoto buenos puntos; le gritó a Julián que todavía sabemos de esto, la pasamos muy bien. Cuando me posteo ante un flaco con la remera de los Seattle Supersonics le hago una finta hacia el centro y giro por la línea del fondo. Lo dejo en ridículo pero fallo la bandeja.

Después nos duchamos en el vestuario; inclino la cabeza y dejo que el agua caliente golpee en mi cuello y luego descienda hasta esfumarse en la rejilla. Al salir compramos una botella de gaseosa en el buffet y nos sentamos al sol en una mesa de cerámica. Fumamos con las piernas estiradas mirando a los que corren alrededor del ateneo: contamos varias mujeres, algunos viejos que trotan o caminan, unos pocos que cronometran el tiempo en sus relojes y se deslizan a toda velocidad.

– Me pasaría la vida así, esperando que alguno se fracture una pierna – dice Julián y se ríe.

– Bueno, les faltó un poquito – me dice Verónica en la calle, empujándome con un hombro como si ella también estuviera jugando con mis sensaciones.

Comemos los cuatro en un bar sobre la calle San Martín en un sector anexado para fumadores, cubierto con tapaderas transparentes y calefaccionado por una turbina. Verónica está diciendo que ella de chica jugaba al voley.

– Te puede enseñar un poquito – dice Palo guiñándonos un ojo.

Después llega una pizza mitad criolla y mitad de jamón y morrones con una muzarella muy aguachienta chorreando la masa.

Mientras caminamos hasta la parada del colectivo Verónica me toma del brazo que tengo libre, en el otro llevo colgado el bolso con la ropa sucia, la toalla y las zapatillas de básquet. Quizá porque estoy nervioso no paro de hablar, menciono que la zona es peligrosa, pregunto si el 185 la deja cerca, si la pasó bien, etc. Sobre una plaza a mitad de cuadra nos abrazamos y cuando estoy buscando con las manos los bolsillos traseros de sus jeans ella me da un beso, me empuja contra las rejas, abre mis piernas y se frota. Después pregunta si me gusta el exhibicionismo. Antes de que pueda responder me dice:

– ¿Se puede ir a tu casa? Veni, tomemos un taxi.

***

Lunes. Me despierto de golpe, abro los ojos un momento y los vuelvo a cerrar. Con la punta de los pies toco el fondo de la cama y siento un dolor en las articulaciones. No intento levantarme, no todavía; estiro un brazo, flexiono el abdomen, relajo el cuello. Lo que primero siento es la presencia de Chavela, su olor, la imagino acurrucada a la altura de mi pecho pero cuando miro no hay nada, cero rastros del gato.

Al levantarme apago el despertador del celular y hago unos abdominales cuidando que a Julián no se le ocurra entrar por la puerta. Apoyo los pies en el borde, llevo las manos a la nuca y cuento cincuenta repeticiones.

A las nueve de la mañana estoy caminando por el centro de Castelar con el morral lleno de encuestas. Después de almorzar me tomo el Sarmiento hasta Plaza Miserere y de ahí el subte a Constitución. De nuevo a Quilmes, Rubén Valdez, su accidente. A la ida, para no dormirme, recuerdo los puntos y las jugadas que hice en el partido de básquet. Me repito que para lanzar al aro debo flexionar las rodillas y colocar recto el brazo. Pienso una y otra vez, para ocupar la mente, en cosas como estas.

Rubén cría dogos en su casa; cuando me hace pasar por un pasillo hasta el fondo escucho los ladridos y veo las jaulas pequeñas y el cerco.

– Son perros jodidos pero hermosos – explica con voz áspera y después me cuenta que hay que tener cuidado, que una vez uno lo atacó y le rajo la boca de acá a acá, dice, señalándose los dientes y la piel interna del labio.

Me siento a la mesa y mientras comienzo con el cuestionario de doce puntos, Rubén prepara café. A la quinta pregunta quiere saber si lo voy a cagar.

– ¿Cómo?

– Te dije si me vas a cagar, con la plata, el seguro pibe. Vos me entendes, no te hagas el boludo.

Le digo como a todos que yo trabajo para su agencia de seguros y que es necesario cubrir estos datos.

Por eso, me vas cagar.

– Yo no vengo a cagar a nadie, me puede mentir si quiere, yo lleno los formularios, nada más.

– Mirá que se quién sos – dice en un tono neutro y se sienta sin dejar de mirarme. Después, estirando la taza como si se tratara de una bomba explosiva, me alcanza el café.

Las próximas preguntas las leo de manera entrecortada y después le pido que me dibuje un croquis del accidente. Me falta una sola cosa: las fotos del auto.

– A ver, esperame afuera.

Cuando salgo miro la mandíbula de los dogos, los ojos hinchados. Un perro se lame los genitales.

Cuando llego al departamento encuentro sobre la mesa de la cocina una gran caja de cartón, encintada con un montón de sellos, que viene de Sudáfrica.

***

El papá de Julián toca la viola y la música, después de un puente sonoro que distrae, comienza a subir otra vez. Me doy cuenta el padre de Julián se deja alimentar por la acción, que no tiene filtro. Luego se acerca al bajista y si algo surge de ahí, además de sonido y rabia, es una euforia concentrada, un patrón interno que se despliega. Levantan hasta un tope con la batería marcando el ritmo, poseídos, mientras Pollo, el cantante, se revuelca en el suelo y apoya la cara, mientras grita palabras inentendibles, en las piernas de una chica con pantalones de cuero negro. No está tan mal el heavy metal. Cuando termina el tema me acerco a la barra y pido un fernet bien cargado. Mientras tanto un muchacho de barba y cadenas plateadas alrededor del cuello levanta una silla, la agita encima de su cabeza y grita aguante Sangre.

– Esta es para el tragaleche del Indio – dice Pollo y comienza un tema llamado Idiotez. Sobre el final lo engarzan con Nesquit de Sumo y al reconocer la melodía comienzo a cantar y a mover las piernas intentando seguir el ritmo.

– Que te pareció – me pregunta el papá de Julián, secándose el sudor de la cara con su remera. Le digo que fue una masa, lastima el corte.

Pollo, sentado en el escenario, se abraza con su mujer y sus dos hijos, que bostezan. Miro las botellas de licor, un cenicero repleto de colillas, los músicos recogiendo sus instrumentos. Arriba de una mueble con folletos hay libros y colgados encima discos de vinilo: Deep Purple, La máquina de hacer pájaros, Jimmy Hendrix, Zappa. Cuando Julián se acerca le pregunto si sale uno y me pide que lo espere, que va al baño y vuelve.

Al lado del centro hay una pensión y todavía se perciben flashes de luz y líneas de televisores encendidos. Debajo hay un tenedor libre: por las hendijas se ven a los últimos mozos lavando platos, limpiando las mesas. Pienso que es un trabajo pacífico, amable, mientras cumplo el rito, aspiro con vehemencia y me lleno el pecho de porro. Hablo con voz aflautada, digo cosas.

Antes de irnos, en el momento en que me estoy quitando el barro de las zapatillas contra una pared, Julián me pregunta que voy a hacer el domingo.

– Visito a mi viejo, hace mucho que no lo veo.

– Ah

– Por

– Nada, para saber

En la calle un Fiesta casi atropella a una chica que estaba cruzado en rojo con una de esas bicicletas para señoras con chango delante.

***

Los sueños más intensos son los que ocurren durante el día. Permanezco en la cama e intento ubicarme, sacudo la cabeza y miro los objetos que me rodean. Los reconozco vagamente, me llegan de algún lugar de la memoria pero todavía no consigo precisarlos. Están ahí pero no sé cómo llegaron. Recuerdo que, cuando mi padre trabajaba como guardia de seguridad en un supermercado, nos contaba que durante la noche se probaba la ropa del sector textil. De pronto me doy cuenta que estoy en la casa de mi padre. Que esta es mi habitación, mi escritorio, la computadora, el teléfono, debajo mis cuadernos y los apuntes de la facultad, el souvenir de la boda de un amigo con quién perdí todo contacto.

Abro la heladera, saco un sachet de leche y la pongo a calentar en un jarrito blanco. Con la taza en la mano enciendo el televisor y dejo un canal de deportes: están pasando un partido de la liga española: Real Madrid contra Valencia. Salgo al patio, voy al living, finalmente a la puerta de calle. Mi padre no está por ninguna parte. En eso lo veo bajar lentamente de la guardilla y me dice que estuvo ordenando las revistas. Lleva en la mano un pilón de diarios y suplementos de viajes.

– Adonde te pensás ir – le pregunto.

– Son para pasar el rato, mirá el gol que se perdieron – dice señalando la pantalla, se sienta y relaja las piernas, los pies, se quita las pantuflas y me pide que agarre las facturas que están sobre la mesa. Merendamos juntos con el match de fondo.

Mi padre me cuenta que tiene que cortar el pasto, juntar las hojas y podar algunas plantas.

– Estoy pensando en comprar un perro – me dice.

– Dale, te va a venir bien, para que te haga compañía – y siento que no fue una elección feliz, que esa no es una palabra para usar en esa casa, en este momento, ahora, mientras lavo los platos sucios y el relator grita gol desde un estudio de Buenos Aires.

– ¿Estás saliendo con los muchachos, con el doctor? – pregunto.

– Si, los miércoles a cenar, fuimos a la Farola, el jueves milongueamos.

Después mi padre quiere saber como estoy. Le contesto que bien, tranquilo y cuando le menciono la hora se ofrece a llevarme. Lo espero afuera, apoyado sobre la puerta del auto, mientras mi padre agarra su boina y revisa, apoyando la palma de la mano debajo de cada canilla de la casa, que ninguna esté perdiendo agua.

Con Verónica pedimos dos porciones de milanesas de pollo con ensalada rusa. Hacemos zapping y dejamos una película con Marlon Brando: el loco está asquerosamente gordo, parece insensible, gastado. Chavela se acerca y se pliega al pulóver de Verónica, no la suelta.

– No nos conocíamos nosotras ¿no? Sos linda nenita – pero cuando quiere retirarla me pide ayuda y le rozo las tetas sin querer.

– Desde que llegué te quiero preguntar por esa cosa – me dice.

Observo el cuerno puntiagudo de marfil, los ojos como pelotas pulpo, unas orejas pequeñísimas que no se doblan, que permanecen en punta chequeando algo del techo.

***

Estoy pelando la cáscara de una fruta cuando se corta la luz. Me quedo un momento escuchando el sonido del agua que brota de la canilla y cae sobre el piletón de aluminio. Es extraño, en la oscuridad cada sonido adquiere corporeidad con tanta fuerza que acabo percibiendo la palabra agua con la tipografía de un graffiti. Me acerco hasta la ventana: el cielo posee una tonalidad afrutillada, del color de la granadina. Entonces, desde el balcón del tercero B, veo asomarse la cabeza de mi vecina Natalia.

– Se cortó todo ¿no? – dice mirando hacia abajo.

– Parece y señalo los últimos edificios con la punta del dedo.

Ceno un bife sentado sobre el puff y con el plato sobre mis piernas. La luminosidad pobre de una vela celeste apenas me permite distinguir la ensalada de los trozos de carne. Quizá porque no tengo otra cosa en que pensar me doy cuenta que utilizo el cuchillo con la mano derecha, corto el bife y entonces, en un acto mecánico, cambio de mano los cubiertos. Si tengo suerte rebano muchos pedazos y luego los pincho de a uno. Parezco un nene. Entre bocado y bocado le escribo un mensaje a Julián, quién se ha mudado hace unas semanas a la casa de Paloma. Durante estos últimos días, antes de que me acabe el contrato de alquiler y vuelva a la casa de mi padre, el departamento me pertenece: sus disposiciones, cada pliegue, los movimientos corporales de Chavela. Creo que la independencia total ha traído dos cambios evidentes: una paranoia fatigada y un redescubrir de mi forma de ser, cierto cansancio, insomnio. Al fin le escribo a Julián el siguiente mensaje: “Se cortó la luz, te salvaste loco”. Al rato responde: “Acá también boludo, quilombo mal”. Escribo “Cualquiera che” y aprieto enviar. Cuando me levanto para ir al baño piso a Chavela, que se encontraba ovillada sobre el felpudo. Por el ruido a plástico me doy cuenta que mojé la tapa del inodoro y a oscuras corto un pedazo de papel higiénico y seco la tabla. Nuevamente escucho la voz de Natalia.

– ¿Me acompañas abajo? – dice.

En la puerta nos encontramos con la vecina tullida y con su marido, un señor que se disfraza de portero los domingos por la mañana. Le cuento a Natalia que lo descubrí baldeando la vereda, vestido con un traje de cuerpo entero en tono gris. Miedo, dice ella, y me pide que le repita la anécdota.

– Gente rara – comento mientras caminamos hasta el kiosco de la esquina para comprar cigarrillos, más velas, un encendedor y gaseosa.

Maxi está conversando con unos chicos que toman birra en unos vasitos de plástico. Cuando me acerco a pagar Natalia le pregunta a Maxi si sabe algo. Responde que no, que acaba de llamar a Edesur pero las líneas están saturadas.

En el edificio la tullida está diciendo que tendríamos que entrar y cerrar la puerta cuanto antes. Por la avenida pasan unos pocos autos con las luces bien altas, iluminando el asfalto.

– Nos pueden entrar a robar en cualquier momento, hay que cuidarse.

Su marido asiente, los dos se despiden y comienzan a subir por las escaleras.

– Bueno, ¿vamos? – digo.

– Dale, es tarde

Mientras subimos siento vibrar el celular.

– Te tenía que decir algo – dice Julián

– Qué

– Me enteré ayer por televisión, escuchame, no lo vas a poder creer. Al Rey lo metieron preso, no se cómo fue.

– ¿Cómo?

– Que parece que es narco, traía anfetas o algo, lo agarraron en aeroparque, una locura, recién me llamó Cuqui y me preguntó que pasaba – escucho una pausa y trastabillo con uno de los escalones – ¿Me oís? El Rey está metido en cualquiera.

– El Rey es un hijo de puta.

– Si. Me tengo que ir, después hablamos – y me corta.

Por la mañana viene mi padre a ayudarme con la mudanza. Cuando me ve bajar con una caja pesadísima en la cual, a través de la abertura, se alcanza a ver una frente áspera, grisácea y la punta de un cuerno, me pregunta si eso lo pienso subir al coche o dejarlo en la calle. Por que estoy dispuesto a dejar atrás los problemas con mi viejo, comienzo a contarle toda esta historia.