Guzmo


Cuando escuché la palabra accidente supe que tendría que ir, no solo a la comisaría y al lugar del choque, sino también al hospital municipal para verificar la historia clínica, lo que demandaría al menos una o dos horas extras de trabajo. Primero viajé en la línea 96 y en la estación de Constitución tomé el Roca que va hasta La Plata. En el vagón un viento helado se colaba por las ventanas entreabiertas y para distraerme y no pensar en el frío comencé a desflecar los bordes del boleto.

Antes del mediodía estoy preguntando en la oficina de admisión por los papeles de Rubén Valdez, atendido en la guardia el día sábado después de sufrir un choque frontal a la salida de la disco El Bosque. Me atiende una mujer de pelo enrulado, con ojeras, que habla mecánicamente, sin pausas, y después de quince minutos de espera en unas sillas de plástico color beige me alcanza los papeles sin demasiadas preguntas.

Vuelvo a las seis de la tarde, con una llovizna muy fina que cae arremolinada de un cielo casi complemente oscuro, de pie delante de una de las puertas. Cuando el tren pasa frente a la cancha de Racing comienzo a enumerar los futbolistas del club que jugaron en la selección en los últimos años. Alcanzo a contar apenas tres y curiosamente me siento un poco decepcionado, triste, preguntándome si es culpa mía por desentenderme de las cosas que antes me importaban o si mi olvido, en realidad, es obra de una debacle futbolística bastante notoria.

Al abrir la puerta del departamento me encuentro con Palo y Julián sentados en uno de los puff del living. Mientras conversamos me acerco hasta la cocina, prendo una hornalla y me refriego las manos, las froto, entrecruzo los dedos encima de una llama color cobre. Después me quito la campera, el buzo y el resto de la ropa y la pongo a secar en una percha de plástico encima de la estufa de mi habitación. Cuando vuelvo en jogging Palo está picando marihuana en la tapa púrpura de un libro de poemas de Sylvia Plath.

Después de fumar comemos una pizza con queso y tomate recalentada en el horno y jugamos a enumerar las cosas que no nos gustan. Palo menciona la vejez, extrañar, las canas, que le crezca el vello púbico, hacer dieta, que le ladren y la persigan los perros, levantarse temprano, el invierno. Julián el acné, mientras se rasponea la cara con los nudillos, que se terminen las vacaciones, el dolor de muelas, la resaca, correr el colectivo y no llegar. Cuando me toca el turno comento que ya no queda birra y propongo bajar a buscar. En una bolsa de almacén que encuentro al lado de la heladera pongo los envases y recién en el ascensor noto que el culito tibio de una de las botellas traspasó la tela de nylon y me mojó el pantalón a la altura de la rodilla. Saludo a Maxi y compro tres heineken y un paquete grande de chizitos. Después de llenar los vasos hasta el tope, con mucha espuma, vacío el cenicero y digo dos cosas: primero que me molesta la hiperactividad de los chicos y luego que odio mi trabajo.

– Tu trabajo no está tan mal, mirá el mío, el problema es trabajar a secas – agrega Julián.

– Yo quisiera ser maquinista

– ¿En serio?

– Posta

– O sereno

– Ese es un trabajo de jubilados al borde de la muerte.

– Yo tengo un tío que era domador de leones – y les cuento la historia de Enrique Jali, quién en los ochenta dirigió un circo bastante famoso en la ciudad de Cali, Colombia. Les cuento que Enrique viajó por el mundo y que un día un borracho se acercó demasiado a la jaula de los leones y le arrancaron un brazo a la altura del codo. Que el borracho levantó su miembro y corrió hasta caer desmayado al frente de la boletería. Les hago creer que los tres dedos de una mano que le faltan a mi tío están asociados a su antigua profesión cuando en realidad se los cercenó a finales de los ´80 con la sierra de una carnicería, en José C Paz.

A las dos de la mañana me acuesto y me tapo con una frazada de lana hasta la nariz; me hago bolita y me duermo enseguida. Tengo unos sueños raros y profundos, llenos de imágenes luminosas, que por la mañana no logro recordar. Tengo memoria de que con Palo y Julián arreglamos para salir el sábado por la noche a un bar de Almagro, un bar donde pasan buena música y la cerveza es muy barata. Podemos invitar a Verónica, aclaran, para convencerme y obvio, me convencen, soy un chico fácil en realidad.

En la calle me mareo por la helada o el cansancio; cruzo Rivadavia y en un kiosco compro un alfajor triple de chocolate y una Sprite de medio litro. Pongo todo dentro del morral y prendo un cigarrillo mientras espero el 136. En la ranura de la máquina coloco una moneda de peso, dos de veinticinco y tres de diez centavos. A pesar de que hay asientos individuales libres me siento en uno doble al lado de la ventanilla y escucho en el ipod los doce tracks del último disco de Arcade Fire.

Me bajo cerca de la estación de Bella Vista y camino hasta la Plaza San Martín por un calle arbolada, que huele a frutilla. La primer encuesta del día se la hago al dueño de una fiambrería, un muchacho rubio de treinta y dos años llamado Aníbal, muy alto, que sisea al hablar.

***

El sábado al mediodía comemos un asado en Hurlingam; bajamos del Sarmiento y caminamos, mirando un plano fotocopiado, tres cuadras hasta una farmacia y luego por una calle angosta, repleta de claridad y de casas americanas con jardines.

Tocamos el timbre y después de abrazarlo al Rey cruzamos un pasillo húmedo lleno de vigas y tambores oscuros de metal hasta una escalera caracol. En los descansos hay malvones y macetas con cactus.

– Arranquen por acá muchachos – dice el Rey y nos señala otro pasillo con sillones de mimbre, acrílicos plateados y telares de gamuza colgando de ganchos enormes y oxidados que descienden del techo.

Ya en la terraza nos sentamos en unas banquetas ubicadas en ronda, de cara al sol y a una parrilla de ladrillo a la vista donde a fuego lento se cocen las tiras de asado y las achuras. Respiro hondo y siento el olor de cada uno de los amigos, el olor de la carne, un aroma a menta y a pis de gato. A medida que transcurre el tiempo comienzo a encontrar mi lugar de pertenencia en el grupo, lo que se espera de mí y a partir de entonces construyo mis frases, cada comentario, mis reflexiones y risas. Un momento después el Rey trae una mesa plegable con una sombrilla que no termina de abrirse, de colores gastados, amarillo, rojo y verde. Tomamos vino tinto, comemos una picada de queso y salame y jugamos al truco. Pierdo los dos chicos así que después del almuerzo tengo que lavar los platos mientras mi pareja, un pibe de pelo largo y pecas que no conozco, se ríe de las cargadas de los amigos. En el momento en que nos lanzan un paquete de escarbadientes y me pega en la cabeza, el pibe de pecas me dice que no sea boludo, que están todos borrachos. No seas boludo, repite y me da una palmada en el hombro que rechazo para seguir lavando, raspar, untar la rejilla con detergente.

En la sobremesa uno de los chicos explica que para hacerle la cola a su mujer primero se humedece el dedo gordo en saliva y luego tantea la zona.

– No falla nunca, prueben – dice.

Antes de irnos, mientras los muchachos terminan de jugar al winin en la habitación del Rey, me siento en el suelo caliente a fumar, con las piernas estiradas encima de un pilón de baldosas coloradas. Por un cielo despejado y excesivamente celeste pasan unas nubes finitas y alargadas, como chorizos.

Durante el viaje de regreso me entretengo con el degradé urbano que crece a medida que el tren avanza. Con el ipod en modo random se suceden los Smiths, Abbey Road, Juana Molina, The Police, Mano Negra y así voy mirando las cosas como en un videoclip. Entonces Julián me saca de mi placer interior al preguntarme si escuché la historia del Rey, su viaje a Sudáfrica, el safari, el asunto con los pigmeos. Le digo que si pero igualmente me cuenta todo desde el principio y se ríe con ganas al recordar cada anécdota.

Esa noche, cuando Verónica me cuenta que a su hermana la dejó el novio y que está tomando anti-depresivos la interrumpo para decirle que de eso murió Ian Curtis, el cantante de la banda inglesa Joy Division. Como hablo con un tono irónico, seco, y me quedo aguardando que ella mencione algo, Verónica me dice que me quede tranquilo, que la conoce muy bien a su hermana.

Miramos el reloj entre las dicroicas del bar y unas luces tenues, flúor, del color de ciertos jabones. Después le señalo con la cabeza a un pibe bastante borracho que se pone a bailar reggae en la entrada del bar. Verónica ríe, me dice que está bueno mi cardigan y sube las escaleras hasta el baño del primer piso. Ese tiempo lo aprovecho para llamar a Julián pero no atiende el celular; mientras tanto observo las pinturas que adornan el bar, un cuadro de Jimmy Cliff y otro de Han Solo enfrentando a una tundra de nazis.

Cuando Verónica vuelve lo primero que hago es imaginármela desnuda y veo la escena desde arriba, como un panóptico, después desde una posición lateral y finalmente desde mi perspectiva. Todas las imágenes se suceden a una velocidad fulminante, una tras otra, y debo refrenarlas para saborearlas, sentirles el gusto.

Cuando Verónica se sienta pedimos otra jarra de cerveza tirada y una nueva ronda de palitos salados.

El domingo amanezco con fiebre. Me arde la cabeza, estoy sudado y me cuesta levantarme. Lo intento una vez, dos veces, vuelvo a caer y me resigno a mirar el techo del cuarto. Por las hendijas de la ventana se cuelan pequeños rayones de sol en forma de bloques rectangulares que culminan su recorrido en la pared. Pienso que afuera el día debe estar muy lindo y entonces tengo conciencia de que me siento bastante mal. Finalmente me levanto, voy hasta la pieza de Julián y al no encontrarlo camino hasta la cocina en busca de aspirinas. Me preparo un té y me hecho en la cama hasta que comienza a anochecer.

Después me ducho con el agua hirviendo y al terminar, todavía desnudo y chorreando líquido, me siento en el inodoro y hundo la cabeza entre los brazos. No sé cuanto tiempo estoy así, hipnotizado, sin saber que hacer, hasta que me vienen arcadas y vomito, con una explosión irrefrenable, los azulejos del baño. El resto del vomito, carne y baba blanca y esponjosa, cae en la pileta. Cuando me repongo junto los pedazos con los dedos, los aprisiono con fuerza para que no se me resbalen, los lanzo en el inodoro y hago correr el agua del tanque. Después me acuesto en la bañadera con las piernas flexionadas y los brazos colgando, preparado a estirarme en caso de que haga falta, pero esta vez no sucede nada, estoy vacío, seco por dentro.

Me despierta el teléfono. Cuando atiendo escuchó la voz de mi padre.

Amanecí con fiebre y mal de la panza – le explico, apoyando el aparato entre el hombro y el mentón.

¿Te tomaste una aspirina? – pregunta.

Le cuento lo que pasó y se ofrece a venir. Lo tranquilizo, le digo que no hace falta, que ahora me voy a acostar, que estoy un poco mejor, listo, cero drama.

– Además, no pasa nada papá – digo y giro el aparato, relajo el cuello y respiro hondo.

– Bueno, cualquier cosa me llamas – decide y me empieza a hablar de un partido de tenis que acaba de ver por televisión, una repetición de la final de Wimbledon entre Borg y McEnroe y algo de una orquesta de tango, una cosa que no entiendo del todo, bastante sonsa, inoportuna.

Cuando me despido permanezco un momento con el tubo en la mano, sentado en el sillón, en pelotas. Media hora después tocan el timbre, me visto con la ropa que tengo a mano y bajo en ojotas. Lo primero que dice Paloma, antes de saludarme, es que tengo una cara de mierda.

Estoy de nuevo en la cama, escuchando como Palo trapea el piso del baño.

– Me estoy re muriendo Palo, ayudame.

Pelotudo

– Me voy a morir y vos no haces nada

– Te cuido y encima limpié todo el vómito, ¿te parece nada? – me dice, frunce la nariz y pone cara de asco – Te tenés que buscar una novia boludito. Acostate bien, dormí, querés.

***

Entretenido de pronto golpeo con los nudillos la pecera y las tortugas marinas se reúnen alrededor del punto de choque. Las observo en cuclillas, estirando la mano y hundiendo los dedos, como si fueran un anzuelo, en la superficie del agua. Los hago girar en círculos y se dibujan suaves ondas expansivas, brota una espuma transparente, circular y las tortugas me pican las yemas de los dedos con sorprendente poder de succión. Recuerdo entonces que Tony Iommi, el guitarrista y fundador de Black Sabbath, se rebanó en un accidente con una máquina de metal en plancha la punta de los dedos de su mano derecha. Él mismo se fabricó, primero, unas extensiones metálicas, después una pequeñas prótesis de goma.

– ¿Te gustan?

– Son lindas, pero no tenemos pecera y no pienso comprar – le digo a Palo mientras me pongo de pie y hago crujir la espalda.

Para describir este lugar habría que empezar por describir al dueño: un hombre muy blanco, casi lampiño, de ojos celestes, un hombre que no deja de moverse ni para de hablar, con un fleco de pelo que le tapa uno de los ojos y retira a cada momento con la palma de la mano abierta, arrastrándola hasta la nuca como si atravesara arena. En el fondo del local, en unas jaulas de perrera, hay media docena de cachorros golden acostados uno sobre el otro, dormidos; se ven muchos clases de pájaros, hamsters, los cuales Paloma mira como embobada, hasta codornices, sucias y algo desplumadas, torpes. También, más allá, nuevas clases de tortugas, violáceas, púrpuras, grandes y pequeñas. Mi primer impulso es llevarme una. Sin embargo me llama la atención lo que hay en la pecera contigua. En un fondo de arcilla con un tronco ahuecado y un borde de agua cenagosa una serpiente se retuerce. Tiene anillos brillantes y repta con calma y sisea.

– ¿Y estás que comen? – pregunto.

– La más grande ratones, las otras – y señala otras peceras más pequeñas – un suplemento especial.

– Que asco ¿no? – dice Palo.

Tiene razón pero no puedo dejar de mirarlas, hipnotizado, flojo de cuerpo, divertido.

– Que tal un gatito – propone y extrañamente la idea no me desagrada.

Al final nos llevamos un gato negro, flaquísimo. Después, caminando por la calle y porque me dan ganas de ir al baño entro en un local de videojuegos, con pool, maquinas y bowling. Unos chicos juegan a pegarle a unos bombos con palillos de batería. Al salir le propongo a Palo jugar unos fichines.

– Que ideas que tenés, dale, vamos.

Perdemos rápidos en el flipper pero duramos más en los juegos que conocemos. En el Daytona Paloma me gana por una vuelta y media.

Una vez que libero a Chavela ella recorre el departamento a piacere. Se sube a la cocina, pasea por los estantes y con las garras, sin éxito, intenta abrir la alacena. Después cae, se retuerce y dando saltos, atraída por el humo del cigarrillo que acabo de prender, permanece concentrada, muy curiosa, en las volutas que ascienden de forma espiralada.

Pongo un disco de Muse, coloco a la gata sobre mis piernas y mientras le hago mimos con los dedos y ella corre la cara y achina los ojos le cuento mi vida, todo lo que hago, mis planes inmediatos y así.

Esa misma tarde, cuando Julián regresa de su trabajo en la pista de kartings, me cuenta que lo llamó el Rey para juntarnos a cenar.

– Raro ¿no? – observo mientras abro la ducha y comienzo a desatarme los cordones de las zapatillas.

– Un poco.

Nos encontramos a las diez en una parrilla de Villa Luro llamada la cantina de Beto. El Rey está sentado en una de las mesas del frente, untando rodajas de pan negro con manteca y sal.

– ¡Por fin gente! – dice y nos estira la mano.

Primero pedimos unas papas fritas a la provenzal acompañada con cerveza, después mientras esperamos la carne el Rey nos cuenta que un día se sintió atravesado por la necesidad de matar algo, cualquier cosa. Entonces me lo imagino cortándole el cuello a su ex novia. Luego recuerdo su viaje a Sudáfrica y me lo imagino en la cabina de un jeep que conduce un negro calvo y regordete; el Rey viste una gorra camuflada, lentes negros y en una llanura iluminada por un sol poderoso busca con los prismáticos alguna clase de felino o de cebra.

– Rinocerontes – aclara – yo quería matar un rinoceronte blanco – dice, llevándose la punta del vaso a la boca.

Cuando estamos por pedir la cuenta el Rey nos señala a un flaco que está sentado cerca de la puerta y nos dice que en cualquier momento se va a ir sin pagar.

– ¿Lo conocés? – pregunta Julián.

– Vos mirá.

Apenas cierra la frase el ñato pincha un bocado de carne y sale caminando de la parrilla. Por la ventana vemos como prende un cigarrillo y cruza de vereda. Julián parece asombradísimo.

– ¿Pero cómo sabías loco?

– Ah

De ahí encaramos a un bodegón por el barrio de Once. Hay poca gente y un peruano toca un cajón ahuecado detrás de la barra; dos mujeres, oscuras y anchas de cadera, bailan en la puerta de los baños.

– ¿Son?

– Si, pero tranquilo – explica el Rey.

Un poco entonados por un clericó dulzón y espeso, lleno de frutas, nos dice que en una semanas viaja a Las Vegas para participar en un torneo muy importante. La vida del Rey se puede resumir así: lo expulsaron del colegio en quinto por fumar marihuana en el baño y robar plata de la dirección. Después tuvo muchos trabajos, se dedicó a arreglar flippers, a vender parcelas en un cementerio privado, hizo de extra en algunas publicidades. Ahora es jugador de poker profesional y le va bastante bien.

– Un torneo muy zarpado – dice.

A las dos de la madrugada entramos en un cabaret de Flores, tomamos cerveza acodados a la barra y Julián pasa con una rubia que le estuvo refregando el culo durante quince minutos. Yo no tengo muchas ganas así que rechazo a la primera y después dejan de acercarse. El Rey mira a una morena con trenzas que baila en un caño reluciente. Entonces, acercándose a mi oreja para hacerse escuchar, me dice que nos tiene que pedir un favor.

Mientras maneja con las ventanillas bajas porque estamos fumando, el Rey habla:

– Me tienen que mandar el casco de un rinoceronte blanco, los putos pigmeos –así dice, riéndose – se atrasaron y yo no podía esperar, perdía el vuelo a Buenos Aires.

Nos pregunta entonces si puede colocar como dirección nuestro departamento y en todo caso pasar a buscar su trofeo más adelante. La verdad es que a mi me divierte mucho la idea.

***

Esa tarde Julián llegó con una pelota de básquet y me preguntó si estaba listo. Le respondí que ya casi y me terminé de encintar las vendas y de apretar bien fuerte los cordones. De pronto me siento bien, lleno de energía.

Un sol color limón resplandece y cubre todo el parque. En unas gradas de madera, las chicas ceban mate y conversan.

– Ustedes no quieren ¿no? Bueno, mejor, más para nosotras – dice Palo y le convida uno a Verónica, que está cruzada de piernas y muy emponchada por el frío.

– Vamos a entrar en calor

– Yo tengo que elongar, tomá, teneme la mochila.

Apoyado contra la pared estiro los cuadriceps, los aductores y en un sobrepiso elongo los gemelos. Después levanto las rodillas hasta el pecho.

Al principio es difícil acostumbrarse a las dimensiones de la cancha, a la luminosidad extrema de la tarde, al cielo, al aire libre, a la ausencia total de referencias. También a los roces y a esta nueva clase de cansancio. Los del otro equipo, salvo el base y un muchacho muy alto que juega en cueros, apenas saben picar la pelota. De a poco me acostumbro, hago mis jugadas y anoto buenos puntos; le gritó a Julián que todavía sabemos de esto, la pasamos muy bien. Cuando me posteo ante un flaco con la remera de los Seattle Supersonics le hago una finta hacia el centro y giro por la línea del fondo. Lo dejo en ridículo pero fallo la bandeja.

Después nos duchamos en el vestuario; inclino la cabeza y dejo que el agua caliente golpee en mi cuello y luego descienda hasta esfumarse en la rejilla. Al salir compramos una botella de gaseosa en el buffet y nos sentamos al sol en una mesa de cerámica. Fumamos con las piernas estiradas mirando a los que corren alrededor del ateneo: contamos varias mujeres, algunos viejos que trotan o caminan, unos pocos que cronometran el tiempo en sus relojes y se deslizan a toda velocidad.

– Me pasaría la vida así, esperando que alguno se fracture una pierna – dice Julián y se ríe.

– Bueno, les faltó un poquito – me dice Verónica en la calle, empujándome con un hombro como si ella también estuviera jugando con mis sensaciones.

Comemos los cuatro en un bar sobre la calle San Martín en un sector anexado para fumadores, cubierto con tapaderas transparentes y calefaccionado por una turbina. Verónica está diciendo que ella de chica jugaba al voley.

– Te puede enseñar un poquito – dice Palo guiñándonos un ojo.

Después llega una pizza mitad criolla y mitad de jamón y morrones con una muzarella muy aguachienta chorreando la masa.

Mientras caminamos hasta la parada del colectivo Verónica me toma del brazo que tengo libre, en el otro llevo colgado el bolso con la ropa sucia, la toalla y las zapatillas de básquet. Quizá porque estoy nervioso no paro de hablar, menciono que la zona es peligrosa, pregunto si el 185 la deja cerca, si la pasó bien, etc. Sobre una plaza a mitad de cuadra nos abrazamos y cuando estoy buscando con las manos los bolsillos traseros de sus jeans ella me da un beso, me empuja contra las rejas, abre mis piernas y se frota. Después pregunta si me gusta el exhibicionismo. Antes de que pueda responder me dice:

– ¿Se puede ir a tu casa? Veni, tomemos un taxi.

***

Lunes. Me despierto de golpe, abro los ojos un momento y los vuelvo a cerrar. Con la punta de los pies toco el fondo de la cama y siento un dolor en las articulaciones. No intento levantarme, no todavía; estiro un brazo, flexiono el abdomen, relajo el cuello. Lo que primero siento es la presencia de Chavela, su olor, la imagino acurrucada a la altura de mi pecho pero cuando miro no hay nada, cero rastros del gato.

Al levantarme apago el despertador del celular y hago unos abdominales cuidando que a Julián no se le ocurra entrar por la puerta. Apoyo los pies en el borde, llevo las manos a la nuca y cuento cincuenta repeticiones.

A las nueve de la mañana estoy caminando por el centro de Castelar con el morral lleno de encuestas. Después de almorzar me tomo el Sarmiento hasta Plaza Miserere y de ahí el subte a Constitución. De nuevo a Quilmes, Rubén Valdez, su accidente. A la ida, para no dormirme, recuerdo los puntos y las jugadas que hice en el partido de básquet. Me repito que para lanzar al aro debo flexionar las rodillas y colocar recto el brazo. Pienso una y otra vez, para ocupar la mente, en cosas como estas.

Rubén cría dogos en su casa; cuando me hace pasar por un pasillo hasta el fondo escucho los ladridos y veo las jaulas pequeñas y el cerco.

– Son perros jodidos pero hermosos – explica con voz áspera y después me cuenta que hay que tener cuidado, que una vez uno lo atacó y le rajo la boca de acá a acá, dice, señalándose los dientes y la piel interna del labio.

Me siento a la mesa y mientras comienzo con el cuestionario de doce puntos, Rubén prepara café. A la quinta pregunta quiere saber si lo voy a cagar.

– ¿Cómo?

– Te dije si me vas a cagar, con la plata, el seguro pibe. Vos me entendes, no te hagas el boludo.

Le digo como a todos que yo trabajo para su agencia de seguros y que es necesario cubrir estos datos.

Por eso, me vas cagar.

– Yo no vengo a cagar a nadie, me puede mentir si quiere, yo lleno los formularios, nada más.

– Mirá que se quién sos – dice en un tono neutro y se sienta sin dejar de mirarme. Después, estirando la taza como si se tratara de una bomba explosiva, me alcanza el café.

Las próximas preguntas las leo de manera entrecortada y después le pido que me dibuje un croquis del accidente. Me falta una sola cosa: las fotos del auto.

– A ver, esperame afuera.

Cuando salgo miro la mandíbula de los dogos, los ojos hinchados. Un perro se lame los genitales.

Cuando llego al departamento encuentro sobre la mesa de la cocina una gran caja de cartón, encintada con un montón de sellos, que viene de Sudáfrica.

***

El papá de Julián toca la viola y la música, después de un puente sonoro que distrae, comienza a subir otra vez. Me doy cuenta el padre de Julián se deja alimentar por la acción, que no tiene filtro. Luego se acerca al bajista y si algo surge de ahí, además de sonido y rabia, es una euforia concentrada, un patrón interno que se despliega. Levantan hasta un tope con la batería marcando el ritmo, poseídos, mientras Pollo, el cantante, se revuelca en el suelo y apoya la cara, mientras grita palabras inentendibles, en las piernas de una chica con pantalones de cuero negro. No está tan mal el heavy metal. Cuando termina el tema me acerco a la barra y pido un fernet bien cargado. Mientras tanto un muchacho de barba y cadenas plateadas alrededor del cuello levanta una silla, la agita encima de su cabeza y grita aguante Sangre.

– Esta es para el tragaleche del Indio – dice Pollo y comienza un tema llamado Idiotez. Sobre el final lo engarzan con Nesquit de Sumo y al reconocer la melodía comienzo a cantar y a mover las piernas intentando seguir el ritmo.

– Que te pareció – me pregunta el papá de Julián, secándose el sudor de la cara con su remera. Le digo que fue una masa, lastima el corte.

Pollo, sentado en el escenario, se abraza con su mujer y sus dos hijos, que bostezan. Miro las botellas de licor, un cenicero repleto de colillas, los músicos recogiendo sus instrumentos. Arriba de una mueble con folletos hay libros y colgados encima discos de vinilo: Deep Purple, La máquina de hacer pájaros, Jimmy Hendrix, Zappa. Cuando Julián se acerca le pregunto si sale uno y me pide que lo espere, que va al baño y vuelve.

Al lado del centro hay una pensión y todavía se perciben flashes de luz y líneas de televisores encendidos. Debajo hay un tenedor libre: por las hendijas se ven a los últimos mozos lavando platos, limpiando las mesas. Pienso que es un trabajo pacífico, amable, mientras cumplo el rito, aspiro con vehemencia y me lleno el pecho de porro. Hablo con voz aflautada, digo cosas.

Antes de irnos, en el momento en que me estoy quitando el barro de las zapatillas contra una pared, Julián me pregunta que voy a hacer el domingo.

– Visito a mi viejo, hace mucho que no lo veo.

– Ah

– Por

– Nada, para saber

En la calle un Fiesta casi atropella a una chica que estaba cruzado en rojo con una de esas bicicletas para señoras con chango delante.

***

Los sueños más intensos son los que ocurren durante el día. Permanezco en la cama e intento ubicarme, sacudo la cabeza y miro los objetos que me rodean. Los reconozco vagamente, me llegan de algún lugar de la memoria pero todavía no consigo precisarlos. Están ahí pero no sé cómo llegaron. Recuerdo que, cuando mi padre trabajaba como guardia de seguridad en un supermercado, nos contaba que durante la noche se probaba la ropa del sector textil. De pronto me doy cuenta que estoy en la casa de mi padre. Que esta es mi habitación, mi escritorio, la computadora, el teléfono, debajo mis cuadernos y los apuntes de la facultad, el souvenir de la boda de un amigo con quién perdí todo contacto.

Abro la heladera, saco un sachet de leche y la pongo a calentar en un jarrito blanco. Con la taza en la mano enciendo el televisor y dejo un canal de deportes: están pasando un partido de la liga española: Real Madrid contra Valencia. Salgo al patio, voy al living, finalmente a la puerta de calle. Mi padre no está por ninguna parte. En eso lo veo bajar lentamente de la guardilla y me dice que estuvo ordenando las revistas. Lleva en la mano un pilón de diarios y suplementos de viajes.

– Adonde te pensás ir – le pregunto.

– Son para pasar el rato, mirá el gol que se perdieron – dice señalando la pantalla, se sienta y relaja las piernas, los pies, se quita las pantuflas y me pide que agarre las facturas que están sobre la mesa. Merendamos juntos con el match de fondo.

Mi padre me cuenta que tiene que cortar el pasto, juntar las hojas y podar algunas plantas.

– Estoy pensando en comprar un perro – me dice.

– Dale, te va a venir bien, para que te haga compañía – y siento que no fue una elección feliz, que esa no es una palabra para usar en esa casa, en este momento, ahora, mientras lavo los platos sucios y el relator grita gol desde un estudio de Buenos Aires.

– ¿Estás saliendo con los muchachos, con el doctor? – pregunto.

– Si, los miércoles a cenar, fuimos a la Farola, el jueves milongueamos.

Después mi padre quiere saber como estoy. Le contesto que bien, tranquilo y cuando le menciono la hora se ofrece a llevarme. Lo espero afuera, apoyado sobre la puerta del auto, mientras mi padre agarra su boina y revisa, apoyando la palma de la mano debajo de cada canilla de la casa, que ninguna esté perdiendo agua.

Con Verónica pedimos dos porciones de milanesas de pollo con ensalada rusa. Hacemos zapping y dejamos una película con Marlon Brando: el loco está asquerosamente gordo, parece insensible, gastado. Chavela se acerca y se pliega al pulóver de Verónica, no la suelta.

– No nos conocíamos nosotras ¿no? Sos linda nenita – pero cuando quiere retirarla me pide ayuda y le rozo las tetas sin querer.

– Desde que llegué te quiero preguntar por esa cosa – me dice.

Observo el cuerno puntiagudo de marfil, los ojos como pelotas pulpo, unas orejas pequeñísimas que no se doblan, que permanecen en punta chequeando algo del techo.

***

Estoy pelando la cáscara de una fruta cuando se corta la luz. Me quedo un momento escuchando el sonido del agua que brota de la canilla y cae sobre el piletón de aluminio. Es extraño, en la oscuridad cada sonido adquiere corporeidad con tanta fuerza que acabo percibiendo la palabra agua con la tipografía de un graffiti. Me acerco hasta la ventana: el cielo posee una tonalidad afrutillada, del color de la granadina. Entonces, desde el balcón del tercero B, veo asomarse la cabeza de mi vecina Natalia.

– Se cortó todo ¿no? – dice mirando hacia abajo.

– Parece y señalo los últimos edificios con la punta del dedo.

Ceno un bife sentado sobre el puff y con el plato sobre mis piernas. La luminosidad pobre de una vela celeste apenas me permite distinguir la ensalada de los trozos de carne. Quizá porque no tengo otra cosa en que pensar me doy cuenta que utilizo el cuchillo con la mano derecha, corto el bife y entonces, en un acto mecánico, cambio de mano los cubiertos. Si tengo suerte rebano muchos pedazos y luego los pincho de a uno. Parezco un nene. Entre bocado y bocado le escribo un mensaje a Julián, quién se ha mudado hace unas semanas a la casa de Paloma. Durante estos últimos días, antes de que me acabe el contrato de alquiler y vuelva a la casa de mi padre, el departamento me pertenece: sus disposiciones, cada pliegue, los movimientos corporales de Chavela. Creo que la independencia total ha traído dos cambios evidentes: una paranoia fatigada y un redescubrir de mi forma de ser, cierto cansancio, insomnio. Al fin le escribo a Julián el siguiente mensaje: “Se cortó la luz, te salvaste loco”. Al rato responde: “Acá también boludo, quilombo mal”. Escribo “Cualquiera che” y aprieto enviar. Cuando me levanto para ir al baño piso a Chavela, que se encontraba ovillada sobre el felpudo. Por el ruido a plástico me doy cuenta que mojé la tapa del inodoro y a oscuras corto un pedazo de papel higiénico y seco la tabla. Nuevamente escucho la voz de Natalia.

– ¿Me acompañas abajo? – dice.

En la puerta nos encontramos con la vecina tullida y con su marido, un señor que se disfraza de portero los domingos por la mañana. Le cuento a Natalia que lo descubrí baldeando la vereda, vestido con un traje de cuerpo entero en tono gris. Miedo, dice ella, y me pide que le repita la anécdota.

– Gente rara – comento mientras caminamos hasta el kiosco de la esquina para comprar cigarrillos, más velas, un encendedor y gaseosa.

Maxi está conversando con unos chicos que toman birra en unos vasitos de plástico. Cuando me acerco a pagar Natalia le pregunta a Maxi si sabe algo. Responde que no, que acaba de llamar a Edesur pero las líneas están saturadas.

En el edificio la tullida está diciendo que tendríamos que entrar y cerrar la puerta cuanto antes. Por la avenida pasan unos pocos autos con las luces bien altas, iluminando el asfalto.

– Nos pueden entrar a robar en cualquier momento, hay que cuidarse.

Su marido asiente, los dos se despiden y comienzan a subir por las escaleras.

– Bueno, ¿vamos? – digo.

– Dale, es tarde

Mientras subimos siento vibrar el celular.

– Te tenía que decir algo – dice Julián

– Qué

– Me enteré ayer por televisión, escuchame, no lo vas a poder creer. Al Rey lo metieron preso, no se cómo fue.

– ¿Cómo?

– Que parece que es narco, traía anfetas o algo, lo agarraron en aeroparque, una locura, recién me llamó Cuqui y me preguntó que pasaba – escucho una pausa y trastabillo con uno de los escalones – ¿Me oís? El Rey está metido en cualquiera.

– El Rey es un hijo de puta.

– Si. Me tengo que ir, después hablamos – y me corta.

Por la mañana viene mi padre a ayudarme con la mudanza. Cuando me ve bajar con una caja pesadísima en la cual, a través de la abertura, se alcanza a ver una frente áspera, grisácea y la punta de un cuerno, me pregunta si eso lo pienso subir al coche o dejarlo en la calle. Por que estoy dispuesto a dejar atrás los problemas con mi viejo, comienzo a contarle toda esta historia.


Alaska


Esto que les voy a contar ocurrió mientras viajábamos hacia el oeste con mi compañero Ki-ping. Ocurrió durante los meses en que los osos polares emigraron más allá de los límites del Cabo York, cuando la superficie del lago estuvo demasiado congelada para nuestros tacos. Pero antes de esto los ancianos comenzaron a creer que la nieve era solo de ellos y de nadie más, entonces ya no prestaron la nieve y se volvieron locos. A veces pienso que al final de la vida todos se quieren llevar un pedazo de algo, aquí no hay nada, solo blancura y transparencias, rituales antiguos, lo único que un hombre se puede llevar es eso.

Así fue que pusimos a punto nuestros trineos, seleccionamos los mejores perros de travesía y salimos una mañana de mayo con Ki-ping, el esquimal más bajo de la aldea. Pronto descubrimos que irnos tan lejos era peligrosísimo, ya sea por el frío o porque los perros se nos podían quedar en cualquier momento, porque no veíamos el sol desde hacia mucho, porque armar cigarrillos con nuestros dedos desnudos o pensar una distracción era imposible.


Al segundo día ocurrieron dos cosas: perdimos el rastro de un oso y construimos nuestro primer iglú. Ki-ping sabe de esto más que nadie; cava en lo hondo del suelo hasta encontrar los bloques durísimos y compactos de hielo, a los cuales les da forma rectangular con su machete. En una hora tuvimos listo el armazón inferior, en el cual se apoyarían los bloques restantes; una vez terminado construimos un hueco semi circular en la entrada y armamos un fuego a la guarda del viento nocturno, una pequeña caja de resonancia en la oscuridad.

Esa noche nos juramos en secreto ir hasta el final del invierno.


La rutina tiene algo de melancólica: cagar en la nieve y limpiarse el culo con trapos helados, beber infusiones de té para no enfermarse, frotarse la cara con los mitones de cuero y recuperar energías en el iglú. Una de esas noches, por aburrimiento, le conté a Ki Ping la verdadera razón de mi viaje.

– Una tarde descubrí a Sua San con mi primo John

– ¿Qué hiciste?– me preguntó sorprendido, con una voz muy distinta a su voz habitual, abriendo del todo sus ojos pequeñísimos.

– Me entristecí y lloré durante días.

Ki Ping hizo una mueca de desconsuelo y me dijo cobarde. Después quiso saber porqué me habían abandonado. Ofendido me abrigué con la manta hasta el cuello y me dormí. A la madrugada nos despertó el alarido de un oso y salimos, entre la bruma blanca, armados con los machetes porque habíamos dejado las carabinas en nuestros trineos; no vimos nada; pensamos que había sido un sueño, que ambos soñamos con un oso polar que gritaba y por eso lo habíamos sentido; que el hambre, el cansancio y la locura de los viejos de la aldea comenzaban a impartirnos alucinaciones. Desconcertados notamos que los perros dormían, salvo el perro Navut, que se lamía una herida hecha costra. Vimos huellas alrededor del iglú, huellas de oso pero enormes y demasiado profundas, como si el oso pesara miles de kilos o fueran decenas de osos uno encima del otro, apilados, lo que a Ki- ping le produjo un acceso de tos y de risa. Comprendimos con miedo pero esperanzados que no había sido un sueño. O que aquel oso era posible por ser un sueño colectivo, lo que afianzaría el sistema en lugar de irrealizarlo.

Como sea, aquella mañana dejamos el iglú, el que se mantendría intacto durante catorce noches, catorce noches de ausencia y vaguedad entre el viento y la monotonía de Alaska.


Tres días después seguíamos en lo mismo, las distancias parecían inmodificables. Si los osos existían, pensé, estos se situaban siempre fuera de nuestro alcance. Un asunto curioso es pensar en la localización de las cosas en un espacio idéntico y tedioso por su monocromía, cosas que desaparecen un tiempo y nunca retornan, si lo hacen, es por efecto del tiempo, la primavera, que destiñe el hielo, que aguachienta los objetos y los torna posibles. Recuerdo que Wakanab, mi madre, al final de su vida decía que la primavera era un limón maduro en lo alto. Las madres poseen una hermosa brutalidad para decir ciertas cosas.

Con el correr de los días Ki- ping se volvía cada vez más irritante. Desde la noche en que le conté la historia de Sua San no paraba de repetirme que, si el amor de Kanatomi lo abandonase, optaría por el suicido o el asesinato.

– Me alejaría de la aldea, caminaría hasta el lago, cuchillo o escopeta en mano.

Cuando decía esto, me observaba aguardando mi aprobación; yo, en cambio, intentaba dejarlo atrás o escupía un salivazo, señal de desprecio, que en general estallaba a causa del frío antes de tocar la nieve.

Ciertas corrientes de aire afectan mi humor, me sucede desde pequeño, cuando me bastaba salir a la intemperie (todo en Alaska es la intemperie) para sentirme desdichado. Mi nombre significa el ajeno, el distante, en lenguaje esquimal. Mi nombre me traspasa, me hace lo que soy, me ubica en esta geografía. Las corrientes me dañan, por eso, a medida que avanzamos, no dejo de pensar en Sua San, nadie me importa más, ni siquiera nuestro hijo; escucho su voz, recuerdo los tiempos felices, el momento en que me enamoré de ella fabricando esteatitas junto al lago. Sin embargo la mayoría de las veces la imagino dentro de un iglú con mi primo John y entonces rebenqueo a los perros lobos para que aceleren su marcha, para que corran hasta agotarse, para que me odien. Hace mucho me contaron la historia de un viejo esquimal que había maltratado durante años a sus perros, una y otra vez, había llegado al punto de sacrificar a dos de sus animales en viajes extremos. Los perros lobos, en nuestra cultura, son animales sagrados. Esos perros aguardaron con paciencia durante años. Una noche en que el viejo esquimal se había quitado su vestido de piel de caribú, una noche en que descansaba a la intemperie, sus perros le destrozaron la cara.

A veces lo único que pido es que los perros me arranquen el cráneo mientras duermo.


Un atardecer, en el trasfondo de un médano iluminado por un crepúsculo violáceo, con eso de caprichoso que tiene lo sobrenatural, volvimos a ver al oso, un oso gigantesco que parecía aguardarnos. Era curioso, Ki-ping pensaba que no debíamos desesperarnos, pero el hambre lo tajeaba y ante estas visiones apretaba el ritmo poseído.

Nunca alcanzamos al oso pero lo perseguimos durante horas. Los perros, naturalmente, se quebraban.

– Es imposible – decía Ki- ping resignado.

Creo que fue entonces cuando una luna de buen tamaño, húmeda, blanqueó aun más la superficie de un lago helado y vimos las decenas de focas muertas. Entonces, con nuestros arpones, las apilamos sobre los trineos.

Esa misma noche derretimos nieve con las lámparas de aceite y cenamos puchero de carne de foca. Borracho de alegría pregunté:

– ¿Qué debo hacer con el primo John?

– Asesinarlo – respondió Ki-ping con calma – ¿Qué debemos hacer con el oso?

Permanecí callado. La noche se encapotaba, un velo acuoso nos cubría. En el poniente se gestaba la tormenta. Los perros, de pronto, se agitaron como si el llamado de Ki- ping hubiese despertado en ellos una corriente de electricidad interna. Quieto a unos cien metros el oso iluminaba la noche con su blancura. Ki- ping se agarró un testículo y, arrojando la lámpara de aceite, embistió al animal sacadísimo. Fue así que en esa otra palidez insólita, porque el blanco del animal era más claro que la nieve, Ki- ping disparó una y otra vez su carabina. A esa distancia era imposible errar el tiro. Cuando me preguntó donde había caído respondí que en ninguna parte. El oso, mágicamente, apareció por detrás, a un lado de los perros. Fue entonces cuando me desplomé por una ráfaga. Solté un grito, otra vez, y me desmayé cuando el peso del oso cayó sobre mi cuerpo.

Ya empezaba a clarear cuando el frío me pegó en la boca; miré como Ki-ping amontonaba los pedazos descuartizados del animal en mi trineo vacío y me arrastraba hacia el suyo. Cerré los ojos. Olor a pelo mojado, a carne.


Desperté días después en nuestro primer iglú. Juntos miramos la cabeza del bicho como una cosa rara, como la cáscara de una fruta pálida. Dije algo así: debemos volver pronto, hay que matar al oso. Y me reí de la ocurrencia.