Las chicas fósiles

Aquellos que se podían desmontar, los trajeron en camiones conducidos por sonámbulos. Atravesaron el país en cajas de madera, antes, en containers gigantescos, cruzaron el mar desde la costa de otro continente. Al llegar, tres o cuatro empleados arrastraron pieza por pieza, muslos, cabeza y garras, a través de un sendero de arcilla colorada. Más tarde el dueño del parque se arrepintió y mandó cambiar todo de lugar. Una vez más, por el mismo sendero o a través de las lozas o el pasto para acortar camino, aquellos hombres silenciosos levantaron las maquetas. También debieron ocuparse de pintarlos: púrpura, verde musgo, la panza crema o carmesí. Los colores cambiaban. Los ojos siempre negros, los dientes blanquísimos, nunca amarillos. El aerosol tóxico quemaba la piel de los dedos y les hacía lagrimear el iris. A uno le creció una burbuja de sangre en un ojo. A estos que venían en piezas les decían los desarmadillos. Para los esqueletos – había dos o tres – trajeron a un especialista de Buenos Aires, el señor Ernesto, metódico, tartamudo, que usaba botas de cuero y era alcohólico.

Los otros dinosaurios llegaron en helicópteros pagados por el gobierno de Neuquén. Colgados en cables de metal, boca abajo, cruzaron el cielo durante aquellas mañanas de invierno. Hechizaban la imaginación como diamantes telepáticos. Por la tarde, los helicópteros volvían. Estos últimos eran los armadillos. Después colocaron los puestos de comidas, los juegos mecánicos y un humilde museo en una sala chiquita y poco luminosa. En medio del lago, un plesiosaurio sostenido por una línea de gomas oscuras cortaba el horizonte con su cuello larguísimo. Por dos billetes, podía rodearse alquilando unos botes de madera a pedal. En noviembre abrieron. Los primeros meses se llenó de gente de la capital, todos los días, de los pueblos vecinos, nosotros, es decir, los que no trabajábamos en el parque. Después, para atraer gente, ofrecieron descuentos y, finalmente, dejaron de abrir los días de semana. Llegó nuevamente el invierno y el parque quedó desierto. Sobre un dinosaurio, una noche de tormenta, se descolgó el tronco de un árbol y le aplastó la cabeza. Nadie removió al árbol ni al dinosaurio, quién sostuvo su extinción con elegancia.

Cuando vino la primavera, el dueño y los inversionistas habían desaparecido. Desde la legislatura, se discutió que hacer con el parque, donde movilizar las maquetas, pero el tiempo pasó y los dinosaurios siguieron allí. Poco a poco las putas comenzaron a aglutinarse en el camino que atravesaba la ciudad y recalaba en el ingreso. Un portón con un arco semicircular en el centro de una ruta angosta y arbolada. Las putas a veces cojían en los autos o en el medio del bosque. Otras, ahí el encanto, en el interior del tiranosaurus rex que, si se prendían las máquinas, todavía movía la quijada. Esto ocurrió una vez, cuando decidieron comprobar el estado de los dinosaurios y las instalaciones eléctricas. Pero, por mas que algunos estaban intactos, nadie quería comprar esas piezas en desuso, nadie los esqueletos, mucho menos remover la basura y poner a punto el terreno. Las únicas que seguían allí, por las noches, eran las trolas y los forros usados. Después llegaron los travestis y la zona roja del parque de los dinosaurios comenzó a crecer. Empezaron a llegar turistas para ver a las turras del jurásico. Así les decían. Las chicas fósiles, las que garchan en el útero de los sauros, los travas de la virgen extinta de la última era glacial. Pero ningún meteorito se estrelló sobre nada y, a veces, hacíamos visitas hasta el lago o el interior del museo. Una tarde encontramos, acostadas en un colchón de dos plazas, a cuatro chicas en el medio del parque. Desnudas. Nos acercamos y, de rodillas, acariciamos sus piernas, una y otra vez, con el dorso subíamos, bajábamos con la palma bien abierta para exprimir al máximo cada sensación. Pensamos: que esto dure para siempre, guardemos la imagen para contarla. Hacía frío, pero ellas no despertaban. Antes de irnos, alguien sacó una foto. Volvimos el martes, el miércoles, el sábado. Siempre a la misma hora. Meses después, decidieron remover el parque y trasladaron la zona roja al boulevar del Barrio Viejo. De 23:00 a 5:00 am. Hay una chica que usa un traje de latex color verde y se hace llamar Marina Jurásico. Es la más linda de todas.

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Crónicas

Pero no sirvió de nada. Me sentía acabado, los restos de un naufragio en llamas. Había demasiado ruido en mi cabeza y me era imposible expulsarlo. Dondequiera que vaya, soy un trovador de los sesenta, una reliquia del folkrock, una rapsoda de tiempos pasados, un jefe de Estado ficticio de un lugar que nadie conoce. Me encuentro en el abismo sin fondo del olvido cultural. Llámalo como quieras. No me lo puedo quitar de encima. Cuando emerjo de los bosques, la gente me ve venir. Siempre he sabido qué están pensando. Hay que conceder a las cosas la importancia que merecen. Había estado en una gira de dieciocho meses con Tom Petty and The Heartbreakers. Iba a ser la última. Había perdido por completo la inspiración.

Bob Dylan, Crónicas I
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Un bluff exotérmico

Cuando te dejen poné tu lealtad
en pensamientos frescos.
Comprate una bicicleta nueva
escuchá discos
de tus años de teenager.
Escribí un soneto
buscá canciones de Kanye West
en Taringa. Renová tu ipod.
Es decir: al consuelo
hay que cebarlo con música.
Pegá un viaje a la costa
drogate mucho
comé una sandía fresca
a la sombra de un ombú milenario.

Lo importante: encontrá algo
que no sea un bluff
y apretalo con mucha fuerza.
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Soy el último financista de Falkemberg

Otorgo préstamos en kopecs
para que los suicidas reciban
una chaqueta de cuero
en esta Navidad.
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Patanjali

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La revolución cultural que se viene: e-books y editoriales digitales

1.

La historia es conocida: hace más de una década, Napster, a través de su plataforma para intercambiar archivos, no solo asestó un golpe mortal a la industria discográfica, sino que modificó para siempre el acceso y la experiencia de escuchar música. En la actualidad, ante el avance de los libros digitales y la consecuente expansión de los lectores de libros electrónicos, la industria editorial se encuentra ante una encrucijada. En principio, porque se avecina la mayor transformación desde la invención de la imprenta, pero también por el terror que genera en los ejecutivos de las grandes cadenas editoriales la posibilidad de que la piratería afecte su negocio, como ya lo ha hecho con el cine y la música. En la última Feria del Libro de Argentina, por primera vez fue posible comprar libros electrónicos; el volumen de ventas de estos con relación a los libros en papel ya alcanza el 2,5 %. Tomando nota de esto, en 2010 Planeta, Editorial Santillana y Random House Mondadori anunciaron el lanzamiento de Libranda, la primera gran plataforma digital de venta de libros en español. A través de Libranda, las grandes cadenas digitalizan sus catálogos y los ponen a disposición de los lectores, así dejan de lado la labor de los distribuidores, de las imprentas y, aunque lo nieguen, de los propios libreros. Distintos teóricos han recalado en esta transformación: desde el notable historiador francés Roger Chartier hasta el español Román Gubern, quién en su reciente libro Metamorfosis de la escritura recorre la historia de los libros y las prácticas de lectura, desde la Antigüedad hasta la aparición de Internet y los libros electrónicos. En general, estos autores ponderan las ventajas del libro de papel: su comodidad, practicidad, valor sentimental, resistencia y su status de invención insuperable. Sin embargo, la interacción entre ambos dispositivos de lectura está planteada; en el futuro, lo más probable es su convivencia.

2.

Para el lector, los libros digitales abren un panorama enriquecedor. Si bien la imagen tiene algo de futurista, ya es posible conectar la entrada usb de cualquier lector de libros digitales, entrar a la red y descargar un libro. Imaginen un mundo donde dejen de existir los libros descatalogados, los imposibles de conseguir, donde se puedan bajar las obras completas de Nabokov, Sylvia Plath, Cormac McCarthy o Kurt Vonnegut en dos minutos; una instancia donde no haya que importar libros a precios siderales y se pueda tener acceso a la última novedad publicada en París o Nueva York de manera instantánea.

3.

Las editoriales digitales no solo cumplen un rol fundamental en este nuevo escenario, sino que se han adaptado con increíble rapidez a la novedad de los libros digitales. Por un lado, existen editoriales como Bubok, que permite a los autores autoeditarse y elegir el precio de sus libros. Bubok ha optado recientemente por ofrecer sus textos en formato ePub, utilizado por los dispositivos de Apple y la mayoría de los lectores de libros digitales. Al mismo tiempo, por sus menores costos, disponibilidad de acceso y ante el umbral de un nuevo estadio de democratización cultural, la revolución digital abre las puertas a nuevos emprendimientos. A nivel local, Determinado Rumor (determinadorumor.com.ar) dirigida por el escritor Sebastián Morfés, es una editorial digital fundada a principios del 2011 que ofrece libros listos para descargarse en formato ePub. De acceso libre, los archivos pueden bajarse desde la Red a través de cualquier computadora, teléfono móvil o tableta. Si bien los títulos editados por Determinado Rumor son de acceso libre, su creador insta a los lectores a aportar donaciones para sostener el proyecto, solventar los costos, el trabajo de edición y la producción creativa de los autores. La apuesta es diagramar nuevas vías de circulación textual y promover el acceso democrático de la literatura. ¿Qué edita Determinado Rumor? Poesía, tanto de autores consagrados como de jóvenes poetas. A solo un clic de distancia se puede encontrar el nuevo libro de Horacio Fiebelkorn, Mariano Blatt, Cecilia Eraso, Mercedes Halfon, Mario Arteca o Diego Carballo.

Otro sello para tener en cuenta es El fin de la noche (elfindelanoche.com.ar), que integra en su proyecto la edición de libros en papel con la posibilidad de leer en línea y adquirir los libros en archivos digitales. El propósito de la editora Carolina Sborovsky es liberar el acceso a la literatura, al mismo tiempo que promueve la lectura como un derecho universal. El libro, para Sborovsky, será el objeto, la mercancía que se mueve dentro de la dinámica capitalista. La lectura pertenece a otro orden y, por eso, debe ser gratuita. El fin de la noche edita un amplio abanico de poesía y narrativa hispanoamericana; en su catálogo se encuentran autores como Guido Natale, Luis Benítez, Azucena Galettini y Clara Muschetti, entre otros.

4.

Como una enredadera cibernética de dimensiones inimaginables, los libros digitales prometen crecer y multiplicarse. Ya pueden leerse en iPhones, iPad o cualquier lector de libros electrónicos. No es solo un cambio de plataforma; el libro digital impone una verdadera revolución cultural que supone, por un lado, el libre acceso y la ampliación de los canales de circulación textual, pero también, más allá de sus ventajas de almacenamiento, la modificación de la noción de texto. Si miramos más lejos aún, podemos imaginar un libro con enlaces a sitios de Internet o relatos multimedia, o bien nuevas prácticas expresivas. Los cambios podrán ser más o menos atractivos para cada lector, pero no cabe duda de que, de manera gradual, comenzaremos a sentir sus ondas expansivas.

Publicado en El gran otro.

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El trabajo sensible

lunes-viernes

Me gano la vida construyendo réplicas
de huracanes y rompiendo espejitos
de autos para publicidades europeas.

miercoles y viernes (después de las 18:30)

Tengo un walkman para salir
a correr por la ciudad
y una pila de casettes multicolores
que admiro con el embeleso
de un león amaestrado.

lunes/martes/jueves al mediodía

Más veloz que un ovni crepuscular
almuerzo en la rotisería de Nico.

domingo

Mientras el sol cae
como una montaña rusa
hago skate board en el playón
del parque de la ciudad.
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Entrada de diario

Volví del Tigre. Estuve tres días en una casa para diez personas, con un muelle sobre un río barroso que crecía por las noches, pensé re poco, no escribí nada, escuché, al menos, una historia excelente, comí un montón. Imaginé recién un correo spam con sensaciones que uno vivió, recuerda poco y que estuvieron buenísimas. También, que la naturaleza es lo máximo y que se deja percibir de manera pacífica y amable, sin complejos.

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El jíbaro del hotel Montevideo

—Cuando era chico entrenaba para mi cadena perpetua. Me encerraba en mi cuarto y colocaba una pila de almohadones para cerrar la puerta. Me llevaba una mandarina o un paquete de galletitas y me imaginaba que esa era toda mi comida. Entonces la dosificaba, comía despacio. Tenía la fantasía de que estaba preso. Mi cabeza es fuerte, me adapto. Siempre creí que con un poco de esfuerzo puedo acostumbrarme a cualquier circunstancia, que mi forma de ser es bastante maleable. En realidad, lo que me genera angustia es la falta de tiempo: no tener tiempo para pensar las cosas. Es decir: me molesta hacer cosas sin pensar. Preso me sobraría tiempo para pensar en todo. Jugaba que estaba preso y que nos comunicábamos a través de golpecitos en la pared. ¿Entendés? Era muy chico y me divertía encerrado.
—Desde pendejo eras un loco de mierda —dije.
—Sí, claro. Después empecé a leer sobre cárceles. Leí mucho. Sobre la cárcel del fin del mundo hay varios libros. El petiso orejudo estuvo encerrado ahí, anarquistas, violadores, a Tierra del Fuego mandaban lo peor de lo peor. Se morían de frío. Los hacían trabajar por una miseria. Antes, cuando no me podía dormir, hacía una lista de los crímenes que podría cometer, no para que fueran perfectos sino, justamente, para que tarde o temprano me atraparan. En la cárcel uno pierde sus derechos, se vuelve propiedad del Estado, la pasa mal. Después, cuando supe todo esto, entendí que primero tendría que ser un hombre importante, con dinero, cultivado, para tener privilegios. Entonces sí, que me encierren la cantidad de años que quieran. Que me encierren.

Recuerdo que, cuando Facundo decía esto, estábamos los dos sentados en un sofá incómodo, muy bajito, mirando la final de la Copa América. Yo acababa de mudarme a un departamento de un ambiente en Almagro. Delante nuestro, en una mesa ratona, teníamos dos chops de cerveza y un cenicero. Jugaba Uruguay contra Paraguay y, cuando terminó el partido, el director técnico de Uruguay le dedicó el triunfo a todas las selecciones celestes que desde 1930 habían campeonado. Dijo que aquel campeonato que acaban de ganar había sido posible por esa larga tradición de equipos uruguayos, por su garra, por su mística, por su vocación de trabajo.

—El maestro no es ningún boludo, conoce la importancia de las genealogías. Sabe que sin el pasado no somos nada. Es importante insertarse en la Historia. Ese hombre ha leído mucho y entiende —dijo Facundo.

Para mí la inteligencia no es ninguna virtud. Cualquiera puede usar su inteligencia para cometer las barbaridades más asquerosas. Facundo era inteligente, curioso, muy observador, además de sentimental y amable, por lo menos conmigo y con aquellas personas que consideraba valiosas.

Esa tarde, cuando apagamos el televisor, dijo aquello de la cárcel. Desde entonces, cada vez que pienso en Facundo me lo imagino encerrado en una celda, sobre un catre, leyendo o meditando.

Después de aquel día no nos vimos por un tiempo. Aunque, si no recuerdo mal, ya desde antes estábamos algo distanciados. Al terminar la secundaria me anoté en la carrera de kinesiología: ingresé en un mundo de huesos, lesiones óseas y fracturas. A veces pensaba que, mientras mi amigo planeaba crímenes por las noches, yo me dormía enumerando los músculos posteriores del cuádriceps.

Facundo, que había estudiado un poco de cine, de letras, y de periodismo pero un día lo había abandonado todo, trabajaba en la fábrica de anillados de un familiar, algún tío o primo. Una mañana que no tenía clases lo fui a visitar y me asombró su poca energía y lo rutinario de su trabajo. Con cara de dormido hacía presión sobre una palanca que agujereaba los pliegues de un calendario; luego enrollaba espirales blancos o negros y con una pinza los incrustaba para cortarlos con una tijera. Hacía esto una y otra vez, rodeado de empleados que trabajaban en silencio. Anillando cosas, Facundo aguantó un año. Hizo bien: aquel trabajo le estaba demoliendo el espíritu, le pisaba la mente como una aplanadora el asfalto. Después limpió piletas, hizo un curso para guardavidas y trabajó como administrativo en una pre-paga. En aquella época conoció a una chica llamada Laura. Yo la tengo de algunas fotos, nada más. Cuando el asunto se puso serio y planeaban casarse o tener un hijo, la abandonó de un día para el otro y se fue de viaje por el mundo. En aquel tiempo yo estaba a punto de recibirme y pensaba que, para ser una persona que soñaba con el encierro, Facundo llevaba una vida idiota, con demasiadas libertades, sin compromisos.

Al volver, nunca supe con qué plata, compró un hotelito en Lobos, a 65 kilómetros de Buenos Aires, el pueblo más peroncho de la Argentina. Yo dejé de imaginarlo encerrado en una cárcel. Cuando pensaba en él lo imaginaba en una plaza con el césped bien corto, limpita, delante de una estatua del General y rodeado de personas que cantaban, muy sacadas, la marcha peronista con la mano abierta sobre el corazón. Pero Facundo, como la música de la adolescencia, se fue diluyendo. Se convirtió en otra cosa: una persona que, con los años, no se volvió un extraño sino alguien que pertenecía a otra vida, la que yo llevaba de pibe. Una vida linda, con chicas, porro y cerveza.

Un día, años después, me llamó por teléfono y me pidió que viajara a Lobos para visitarlo. Así supe que había vuelto y supe también del hotel.

—¿Porqué no te venís un fin de semana? Llegás el viernes por la noche y te quedás hasta el domingo. Tengo muchas cosas que contarte —me dijo, con la voz ansiosa y entrecortada.

Me gustaba la idea del viaje, pero algo me resultaba incómodo. Habré tardado un segundo en responder porque agregó:

—Por favor, Agustín.
—Pasame la dirección —dije al fin y esperé.
—Aguirre 458, Hotel Montevideo.
—¿Montevideo? —repetí, y recordé aquella final que ganaron los uruguayos, recordé la mesa y las cervezas.
—Sí, Montevideo. ¿Te gusta el nombre? Te espero el viernes, un abrazo grande —dijo y cortó.

***

Un viernes por la mañana partí hacia Lobos. Hacía mucho frío y por la radio habían pronosticado lluvias. A mí no me importaba demasiado que lloviera o dejara de llover, no pensaba hacer turismo, pero que estuviera soleado al momento de arrancar me puso contento. Manejé despacio, sin apuro, y durante el viaje recordé algunas cosas. Con Facundo compartíamos equipo de handball en la secundaria. Él era un año más grande que yo y jugaba de extremo izquierdo, aunque no era zurdo. Aquella vez llegamos a la final de la zona matancera pero no jugamos el último partido porque, justo ese día, se murió el cura que había fundado el colegio. Comprendo ahora que a todo relato lo direcciona, de una u otra manera, la muerte. Con Facundo nos hicimos amigos cuando nos suspendieron, a nosotros y a varios más, por apedrear el portón del gimnasio. También, porque otro pibe más grande me tenía de punto y Facundo, porque le caía bien por no sé qué motivo, me protegía. Además vivíamos cerca y viajábamos todas las mañanas en el 624 ramal Mocoretá. A mí me gustó de entrada: me flasheaba su forma de vestir, cómo hablaba, el poder que ejercía y, en secreto, me generaba un orgullo enorme que me hubiera elegido para ser su amigo.

Lobos tiene muchas heladerías, una o dos por cuadra en la calle céntrica. En total, ahora lo sé con certeza, son ocho heladerías en el pueblo. A la gente de Lobos le gusta mucho el helado, pero las heladerías también son una atracción. Los que vienen de afuera, cuando salen, toman un helado. ¿Qué hacemos esta noche? Vamos a tomar un helado, dicen. En Lobos hay demasiadas heladerías, un bar donde pasan reggae y rock nacional y se junta la turba sub-veinte, una confitería enorme, un billar, el museo de Perón, una iglesia, una plaza enfrente de la iglesia (con el pasto corto y muy cuidada, exactamente como había imaginado) y tres hoteles. El hotel Montevideo es el peor de todos. Está a dos cuadras de Provincias Unidas, al lado de una remisería llamada Paolo. Todas sus habitaciones recuerdan a uno de esos telos malísimos del conurbano bonaerense.

Cuando llegué aquel viernes, primero di algunas vueltas por Lobos y luego le pregunté a un viejo que andaba en bicicleta (recuerdo que pedaleaba despacio, como pedalean los viejos para no cansarse) por la calle Aguirre, estacioné y, en el lobby del hotel, tomando un café, me encontré con mi amigo. Primero miró su reloj como si yo hubiese llegado de sorpresa o demasiado temprano. Después sí, el abrazo.

—Loco de mierda. ¿Cómo estás? —le dije.
—Macho —me respondió y nos abrazamos con fuerza, sin soltarnos.
—No sabés. Me pone muy contento que hayas venido —agregó y me indicó con la mirada una silla.

En esos diez minutos, sucedió algo que a veces ocurre en los reencuentros: los años, el tiempo, dejan su huella y no resulta sencillo retomar el trato de antes. Hablamos un poco y de repente nos quedamos en silencio, sin temas para tocar, incómodos.

—Vení que te muestro el hotel —sugirió para sacarnos la modorra.

Con una taza de café de filtro en la mano, recorrimos el Montevideo. Él caminaba delante, abriendo y cerrando puertas al azar. Noté que estaba más flaco, bastante más flaco que antes: la ropa le quedaba holgada. Y estornudaba mucho, como si sufriera una alergia.

Recorrimos la planta baja por pasillos mal diagramados que se entrecruzaban, se dividían y, el principal, se daba de lleno con un jardín interior de dos por dos, con una silla de plástico, algunas macetas y poco más. Realmente deprimente. Una escalera llevaba al primer piso, con dos habitaciones. Volvimos.

—¿Y eso? —pregunté, por otra escalerita que bajaba casi llegando al lobby.
—Ese hueco guarda mugre y nada más —dijo.

Después busqué mi bolso y lo dejé en una habitación, la número cuatro. De las mejores, me dijo mi amigo, pero para mí eran todas iguales y no noté ninguna diferencia más allá de una ventana corrediza que daba a aquel jardín tristísimo.

Porque tenía que limpiar y preparar el hotel para las dos o tres reservas que tenía, Facundo se disculpó y me pidió que volviera un poco más tarde. O me quedara en el lobby mirando televisión. O pegara una siesta.

—Vos me hablás de cena y yo todavía no almorcé.
—Andá al bar de la esquina —me dijo y agregó —¡Que bueno verte! A la noche tenemos que hablar.
—Dale, nos vemos después.

Pero, en realidad, esa noche hablamos poco. Y yo me fui, almorcé una hamburguesa completa con jamón, queso y huevo duro y fui al museo a ver los bustos de Perón, su escritorio, cuadros y pinturas. Después manejé hasta la laguna de Lobos: un hilo de camino barroso, entre campings, pescadores, calles de tierra y parrillas arruinadas. A eso de las cuatro comenzó a llover. Primero unas gotas sin ritmo, al rato se destapó la canilla de Dios. Cuando llegué al hotel no encontré señales de Facundo. Lo busqué por los pasillos, recorrí las habitaciones, miré televisión mientras una cortina de agua caía sobre la calle.

Cuando paró un poco pregunté por él en la remisería de al lado pero una mujer con permanente y lentes grises me respondió que no tenía idea. Esperé debajo del toldo un momento, luego entré al hotel, tomé la llave número cuatro y cerré la puerta de mi piecita.

Me dormí profundamente.

***

—Recorrí Latinoamérica de abajo a arriba. Me quedé en Colombia unos meses. Después viví en Puerto Rico y trabajé en un hotel. Conocí indios, yerbateros, putas, cantantes de rock. Una experiencia que te recomiendo mucho, Agustín. Te ayuda a crecer, a ver las cosas de otra manera.
—Sí, me imagino. Contame más —dije y Facundo me contó. Sin dar muchos detalles me fue explicando las cosas que vio y lo que hizo, la gente que le partió la cabeza. A mí me gusta que me cuenten historias, soy bueno para escuchar. Disfruto de las maneras, de los ritmos. El placer del otro, al rememorar, me contenta.

Después, cuando se quedó vacío, agregué:

—Te quiero hacer una pregunta.

Hice una pausa. Unté en limón un pedazo de milanesa de ternera, la pinché y me la llevé a la boca.

—¿Qué pasó con esta chica Laura? —pregunté.

Y Facundo hizo lo mismo: chorreó limón y masticó por un rato.

—Nada, me cansé, necesitaba irme.

Y no dijo más nada. Necesitaba emborracharlo, pensé, pero solo tomaba cuando tenía ganas de charlar y no viceversa. Al final no hablamos demasiado, ni tampoco me contó aquello que me quería contar. Yo no insistí: tenía tiempo.

Cuando terminamos de cenar me dijo algo que solo me quedó por la incomodidad que podría traerme por la noche.

—Si más tarde escuchás ruidos, música, golpes, no te preocupes, son los del boliche de atrás. A veces los viernes joden bastante.

Le respondí que no había problema. Pero más tarde escuché música africana y gritos y saltos que venían de no sé dónde y no supe, entonces, si los escuchaba entre sueños, medio dormido porque Facundo me había sugestionado al mencionarlos, o porque realmente esos ruidos estaban ahí.

***

Al levantarme encontré en la recepción a una mujer gorda y un poco encorvada, de rostro macizo y con orejas muy chiquitas, que me sirvió el desayuno y me contó que mi amigo dormía.

—Dejó dicho que lo espere para almorzar —y me mostró un papel garabateado, con letra dispareja y desarticulada. Yo pensé que esa no era la letra de Facundo.

En el lobby había una pareja de viejos, que mojaban las tostadas en el café con leche y miraban hipnotizados la televisión. Afuera ya no llovía pero el cielo estaba muy gris y se notaba que hacía mucho frío. Cuando la mujer vino a ofrecerme más café le pregunté por el boliche del fondo. Me dijo que no sabía nada sobre ningún boliche. Le conté sobre los ruidos y la música. Ella levantó los hombros. Después salí afuera y di la vuelta manzana: del otro lado solo había una casa vieja, hecha bosta, nada más. Empecé a caminar, sintiendo el viento helado en la nariz. Entré a la estación de trenes, compré cigarrillos en un kiosco y, al volver, me crucé con aquel viejo que andaba en bicicleta, tambaleándose de un lado a otro.

—¿Cómo le va? —me dijo, deteniéndose en seco.
—Bien, paseando.
—¿Le gusta el pueblo? Puede visitar la lagunita, con la tormenta deben estar picando de lo lindo.
—Fui ayer. Igual, vine a visitar a un amigo.
—¿El del hotel? —preguntó el viejo, sacándose una cascarita del labio y tironeando hacia afuera. Me pareció que le salía un poco de sangre.
—Sí, ¿lo conoce?
—Ah —dijo el viejo. Luego tiró la cascarita y, sin despedirse, recomenzó el pedaleo.

Volví temblando de frío al hotel, con ganas de acodarme frente a la estufa o seguir durmiendo. ¿Qué podía hacer? Al verme, me encaró la recepcionista. Me habló muy de cerca y yo sentí un tufo agrio que brotaba de su boca.

—Le tengo que pedir un favor. Me acaba de surgir un imprevisto y me tengo que ir un momento. El señor duerme abajo y tengo orden de no despertarlo. ¿Podría quedarse a cargo? No será más de media hora, cuarenta minutos a lo sumo.

No me negué; tampoco tenía mucho para hacer. Al rato, cuando me quedé solo, tuve la idea de despertarlo. ¿Abajo? ¿Facundo dormía abajo? Pensé en aquella escalera que descendía a pocos metros del lobby. Descendí los peldaños y llegué a una puerta que parecía muy vieja. Estaba cerrada. Volví y busqué una llave extraña, que no coincidiera con las otras, porque la abertura parecía angosta y profunda. No encontré ninguna. Busqué con paciencia en los escondrijos del mueble y, dentro de un vaso de plástico, descubrí una llavecita de bronce, de un solo diente. Apoyé la oreja en la puerta. Entonces metí la llave y abrí sin hacer ruido. El aire estaba enviciado, olía mal. Apoyando la mano contra la pared avancé, tanteando. Una luz débil se colaba de la puerta entreabierta. Y de pronto comprendí que aquello que tenía delante era, sin dudas, una jaula.

***

La jaula ocupaba el centro de la habitación: era bastante grande, del tamaño de una jaula de tigre o de gorila. Cuando me acostumbré a la oscuridad, noté un camastro, una pelela de plástico y una bombita que colgaba del techo. Había también un televisor de catorce pulgadas con la antena achanchada hacia un costado. En ese momento escuché el ronquido y sentí un miedo profundo. Cuando quise volver, trastabillé con algo de metal. El sonido fue hondo y retumbó por todas partes. Entonces algo se desperezó dentro y emitió un gorgojeo: esa cosa no era, no podía ser Facundo. Justo antes de salir corriendo, como un lince, de aquella piecita, lo vi ponerse de pie. Si hiciera una lista de las cosas que me dan mucho miedo, miedo carnal, no miedo psicológico, la encabezarían los animales con rostro humano y los enanos. Una merluza con la cara de mi padre me hizo mear de miedo durante largos años de mi infancia; los enanos me generan pavor. Pienso que un enano, por su deformidad, es un ser depravado.

Más tarde, cuando llegó la recepcionista, me preguntó si todo estaba bien; le respondí que sí. Al mediodía, mientras ojeaba una revista vieja en el lobby del Montevideo, apareció Facundo. Tenía ojeras y parecía cansadísimo.

—Por tu cara conociste al jíbaro —me dijo, y colocó, con mucha lentitud, su mano sobre mi hombro.

***

Había encontrado al jíbaro encerrado en una jaulita de perro, casi muerto de hambre.

—Ahí comprendí por qué había pagado tan barato este hotel de mierda —me explicó.

Por algún motivo extraño se lo quedó, como si el jíbaro fuese una mascota, algo que no molesta. Todos los días le cocinaba y comían juntos; le compró ropa, lo vistió y lo cuidó. A veces tomaban helado: resulta que al jíbaro le encantaba. Tal vez, por el tema del encierro, le cayó simpático.

—Cuando descubrí su poder, todo cambió —dijo, mirándome a los ojos. No pregunté nada porque, naturalmente, Facundo pensaba contarme. El jíbaro era capaz de mudar su conciencia, de transferirse por un tiempo limitado a otra persona.

—Recordé que había leído libros que explicaban que algunos indios norteamericanos, por medio de rituales, sacaban su espíritu de la cárcel. El jíbaro saca su mente del encierro a través mío. Yo lo dejo, lo dejaba, pobre jíbaro, está casi ciego, medio muerto. No te puedo explicar el terror y la emoción de la primera vez. Es raro ser otro. Ves las cosas desde otra óptica. Vamos a lo básico: medir noventa y cinco centímetros te cambia la percepción de todo. Pero también, de alguna manera, me quedan rastros de su memoria. Lo fui descubriendo con el tiempo, es decir, aprendí. Cuando aprendí fue que empecé a asustarme: el jíbaro es perverso.

Por haber visto al jíbaro, creí de inmediato toda la historia. De nuevo, mientras me hablaba, me vino la imagen de mi amigo encerrado pero esta vez interpolado en la figura de un enano de un metro, oscuro, curtido y asqueroso.

—Vos sos un reverendo hijo de puta —le dije.
—Sí, ya lo sé. Pero ahora necesito tu ayuda.

Y me explicó que el jíbaro se estaba zarpando, que cada vez se transfería por más tiempo, que todo el asunto se le estaba yendo de las manos.

—Necesito tu ayuda para matar al jíbaro, Agustín. Yo no puedo solo, el guacho, si me toca, se me puede colar. Además no me animo. Tenés que ayudarme.

Y yo, por más asco o miedo que tenga, no sé decir que no. A veces doy vueltas, pongo excusas, pero al final, de una manera u otra, me convencen. Facundo me convenció y juntos decidimos asesinar al jíbaro esa misma noche.

***

Comencé a pensar en las posibilidades de la transferencia de conciencia: me imaginaba a punto de rendir un examen dificilísimo en la facultad, sin saber nada, y transferir a mi cuerpo la mente de un doctor en kinesio. En otras circunstancias el cambio podría ser terrible: estar atrapado dentro de la mente de un bajista que tiene que dar un concierto. Me pensé explicando que yo no era yo, que había olvidado todo, que en realidad no sabía tocar un solo acorde.

Sin embargo, no era tan sencillo. Según me contó, para plasmar el puente con otra persona, primero debía ocurrir un pequeño ritual. Hacía unos meses entró a la jaula del jíbaro y ambos bebieron un brebaje muy fuerte. Después bailaron y el jíbaro, que no tenía nombre o Facundo no lo sabía, recitó unas palabras y apoyó la mano sobre su panza. A partir de ese momento, solo bastaba el contacto entre ambos para que el jíbaro mudara su conciencia. Había un enlace psíquico, una autopista mental, me explicó.

—Ahora me toca y listo. ¡Pum! —agregó Facundo.

Aquella vez el cambio duró unos treinta minutos. La última, alrededor de ocho horas. ¿Qué hace el jíbaro cuando está libre? le pregunté a mi amigo.

—Pasea, mira televisión, se va de putas, compra helado. No sé bien. Creo que se está volviendo un poco peronista —me dijo, y comenzó a reír. Yo no podía, pero me gusta que la gente encuentre humor en los momentos más complicados de la vida.

Eso ayuda mucho.

—¿Y porqué no lo soltás y a la mierda?
—No quiere. Está viejo, ciego, no podría valerse por sí mismo. ¿Qué comería? Además: ¿lo imaginás suelto en el pueblo? No, hay que matarlo y listo.

Facundo tenía un revólver viejo. Ninguno de los dos, nunca, había disparado un arma. No teníamos cultura para eso, ni fibra, sencillamente no sabíamos. Recordé un cuento que había leído hacía mucho en el cual un personaje tiene que matar un perro. Durante todo el relato está seguro de que puede pero, al llegar el momento de la verdad, se paraliza. Al final le tira una sábana y lo destroza a palazos. Le conté esto a mi amigo y decidimos que era una buena opción. Algo me confortaba: el jíbaro no parecía un hombre. Entonces, mientras nos emborrachábamos con vino tinto, me mentalicé en sentir al jíbaro como un perro.

A las doce nos preparamos: yo con una frazada en una mano y una pala puntiaguda y oxidada en la otra, Facundo con el revólver. En este orden abrimos la puerta, prendimos la luz, bajé las escaleras. Mi amigo esperaba desde el rellano: él no iba a hacer nada, estaba solo por las dudas. Menos mal. O no. Porque el jíbaro no estaba dentro de la jaula. Recuerdo la voz de Facundo cuando gritó:

—La concha bien de mi madre. ¡Se escapó!

Pero el jíbaro no se había escapado, o no del todo. Mientras yo pateaba cajones e inspeccionaba la habitación, una sombra diminuta se escabulló desde un rincón y subió las escaleras. Sus piernas agrietadas treparon los peldaños con rapidez y antes de que Facundo pudiera reaccionar, el jíbaro apoyó la mano en su panza. La transferencia fue instantánea y no llegó a descargar el arma. Todo hubiera sido mucho peor. Las cosas sucedieron así. Primero sus ojos se volvieron oscuros: le cambió el gesto, la postura, la dureza del cuerpo. Después, comenzó a temblar. Esto no fue más que un segundo, porque entonces giró, le dio una patada al jíbaro y este cayó por las escaleras hasta aterrizar a mis pies. El otro cerró la puerta y escuchamos unos pasos que se alejaban. Nunca más supimos de él.

***

Desde hace seis meses que vivo en Lobos; ahora estoy a cargo del hotel Montevideo y cuido de Facundo. Por las noches tomamos helado, escuchamos música y charlamos de política. Quizá por el aire que se respira acá, hablamos de cosas como justicia social, igualdad y profundización del modelo. Mi amigo no la pasa tan mal, se va acostumbrando: está cada día más viejo, casi postrado, no ve absolutamente nada. Con el correr del tiempo va accediendo a la memoria del jíbaro y recupera imágenes, caras, pero por sobre todo paisajes. Eso le divierte. Como pedazos de sueños, no siempre es sencillo descifrarlos, me dice. Después me cuenta sobre estos recuerdos, qué cree que significan. A mí me gusta escucharlo: su voz es finita, habla desde la oscuridad, tose.

Publicado en Revista Ese

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Sahara

Hagamos un rally
hacia el corazón salvaje
de las cosas

tomemos ácido
entre las dunas
hasta que el vapor de la arena
repiquetee como una cosquilla
en un miembro fantasma.
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Atardecer en la ruta, escuchando a Freddy

La música es el arte
de mover objetos a distancia
dijo Gustavo, mientras presionaba
el pedal del acelerador
con frenesí.
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La ciudad del futuro: Buenos Aires entre la reconstrucción y la memoria

1.

Busquemos en el google una imagen de la Buenos Aires de antaño, la ciudad de nuestros padres o abuelos. Luego, pensemos en la ciudad que atravesamos todos los días, con sus avenidas, negocios y edificios. Finalmente, cerremos los ojos e imaginemos Buenos Aires dentro de treinta o cuarenta años. ¿Qué será de sus espacios? ¿Podremos reconocer sus fachadas, sus esquinas, los respectivos barrios? ¿La experiencia urbana será la misma para el hombre de mediados del siglo XX que para el del siglo XXI? A esta última pregunta podría responderse, sin demasiadas dudas, que no: nuestra subjetividad, las prácticas sociales que atraviesan nuestra vida y el modo de interactuar con los elementos urbanos ha cambiado de manera rotunda. La ciudad se aprehende de otro modo. Si a mediados del siglo XIX, con el auge de la modernidad y el fascinante crecimiento de las nuevas ciudades (Londres o París), Víctor Hugo decretaba el fin de la arquitectura como elemento narrativo y Charles Baudelaire se confundía en el fragor de la multitud fundando así la figura del flaneur, hoy es posible pensar y sentir la ciudad no ya desde su novedad, sino desde la memoria. Así, en toda ciudad existen sitios teñidos por el pasado, marcas, a fin de cuentas, que recorren nuestra historia. No habrá, entonces – en ninguna urbe del mundo, tampoco en Buenos Aires – paisajes inocentes, como tampoco espacios sustraídos de la política, el sentido y la ideología. ¿Cuál es la importancia del patrimonio histórico de una ciudad? En principio es importante aclarar que el concepto de patrimonio es un constructo simbólico, históricamente cambiante, un artificio donde se juega la ideología y el sentido. Aquí interviene el Estado, con su carácter normativo, propio de un tiempo determinado. Pero, más allá de la norma, interviene también para superar las tensiones entre la codicia y los intereses económicos particulares y la identidad de un lugar. La pregunta que debemos hacernos, como habitantes de una ciudad, es: ¿construir una torre o conservar la tipología de una almacén de 1930? Por otra parte, la ciudad y su patrimonio, interpretada y valorizada a través de la memoria, supone pensar un nuevo concepto: la memoria como eslabón entre el pasado y el presente, una memoria activa que no sea mera nostalgia por lo que fue y ya no será.

2.

¿Cuál es el carácter diferencial de una ciudad? ¿Cómo se reconoce la morfología urbana de Buenos Aires, Barcelona, Río de Janeiro o Nueva York? Aquí es esencial considerar al patrimonio histórico, el cual define, determina y hace posible los signos para experimentar una ciudad. Es importante un concepto de memoria a partir de su valor de excepcionalidad: La manzana de las luces, el Congreso o el Colegio Lasalle, pero también es esencial la memoria cultural y los padrones de identidad urbana. Algo identifica y diferencia al barrio de Palermo de Belgrano, Caballito de San Telmo, Villa del Parque de Barracas. El pensamiento actual en relación al patrimonio ha cambiado. Actualmente, la Dirección General del Patrimonio (la cual atesora el archivo histórico de la ciudad) propone la valoración conjunta de los grandes edificios y obras por su riqueza arquitectónica e histórica y, al mismo tiempo, la importancia del patrimonio inmaterial: la identidad de cada barrio. El valor de los mercados de Guardia Vieja, las cuadrículas de Monserrat o Flores, las cuales, en su conjunto, construyen la identidad urbana de un lugar. En esta disputa por conservar los espacios de memoria histórica y cultural de una ciudad, es esencial la participación de los ciudadanos. La actual distribución en comunas propone la intervención política y la discusión acerca de qué modelo de ciudad queremos. ¿Lo nuevo por lo nuevo o conservar nuestra memoria para reconocer, a cada paso, la ciudad y el barrio que habitamos? ¿Proteger nuestra identidad u homologarnos?

3.

En Ciudad Pánico, el excepcional tecnólogo, teórico cultural y urbanista Paul Virilio, escribe:

“Si se suprimiera bruscamente – como en Praga en 1968 – la totalidad de los mapas de París, los nombres de las calles y los números en los inmuebles, me desplazaría por allí igualmente sin problema, e incluso la destrucción no alcanzaría para perturbar mi presentimiento, como he podido constatar de visu en el centro de Nantes luego de los bombardeos de 1943, en Hamburgo como en Friburgo en 1953, o incluso más tarde en Berlín… Más tarde, solo la reconstrucción podría hacerme perder el norte destruyendo las construcciones de mi memoria”

4.

Hace más de 160 años, Sarmiento pensó a Buenos Aires en relación a la ciudad que lo fascinó: Nueva York, una urbe para caminantes – como la definió en sus cartas – atravesada por el Central Park. Hoy, la reflexión se presenta como su opuesto. En el último seminario organizado por la Defensoría del Pueblo de la Ciudad (“Buenos Aires: sus espacios para la memoria histórica y cultural”) arquitectos, historiadores, funcionarios, urbanistas y antropólogos plantearon, desde diversas ópticas, no solo la defensa de la identidad y la importancia de la memoria, sino que también propusieron pensar la ciudad desde un concepto de sustentabilidad que considere la diversidad de tipologías e identidades. En otras palabras: conformar una Buenos Aires futurista, integrada, saludable, diversificada y que maximice sus recursos. Una ciudad ecológica. Una ciudad, además, linda desde el punto de vista estético. El desafío es enorme: no solo congeniar la preservación de nuestro patrimonio y regular la construcción, sino también embellecer, promulgar el ahorro energético e integrar la enorme variedad de identidades, tipologías y derroteros urbanos.

En El gran otro

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Hola

te extraño un montón
anoche soñé que cortabas
uvas con un cutter
y las dejabas reposar
sobre tu lengua antes
de engullirlas. Estabas
en el jardín y un sol
poderoso salteaba las plantas
tu vestuario era
pollera de jean
y musculosa flúor
yo te miraba de lejos
como un clavadista sin fe
que lindo
soñar con vos
al final
a modo de manifiesto punk
un desconocido se acercaba
y te decía: somos jóvenes
y la belleza y la furia
están de nuestro lado.
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Un relámpago de amor

sobre Casa de viento, de Osvaldo Bossi
(Editorial Nudista, 2011)


1- En los agradecimientos de Casa de viento – publicado por Editorial Nudista a comienzos de este año – Osvaldo Bossi menciona a “los novísimos poetas, que me hacen sentir levemente anacrónico, y a los poetas anteriores, por quienes me vuelvo un joven díscolo y prometedor”. Unas líneas más atrás, Bossi le dedica el libro, entre muchos otros, “a los muchachos que me quisieron y a los que no me quisieron: en la memoria, al menos, son todos bellos, tránsfugas, increíblemente jóvenes y pródigos por naturaleza”. La primera cita marca una línea de interpretación que permite abordar desde la secreta fascinación que ejerce Bossi sobre una generación de jóvenes autores (plasmada, solo en parte, por la concurrencia de sus talleres de poesía) hasta la publicación de este libro, una antología personal que recorre, con mayor o menor fragmentación, la totalidad de sus libros de poesía editados hasta la fecha: Del coyote al correcaminos (1988), Tres (1997), Fiel a una sombra (2001), El muchacho de los helados y otros poemas (2006), Ruego por el tornado (2006) y Esto no puede seguir así (2010). A estas seis obras, Casa de viento agrega un fascinante bonus track que contiene siete poemas inéditos. Ahora bien: ¿Qué sugiere una antología personal? No implica, en cierto punto, la cristalización dentro de un espacio canónico ni el cierre, desde el punto de vista productivo, de una obra, como lo haría, de cierta manera, las obras completas de un autor. Esta supuesta disyuntiva o incomodidad la resuelve Bossi en sus notas finales: “Yo solamente quiero seguir escribiendo, escribiendo, hasta que la cuerda no de para más. Alguna vez pensé en vivir como todo el mundo (a veces, cada tanto, me agarra esa borrachera) pero a la mañana siguiente, mientras me lavo la cara, comprendo que no hay privilegio más grande que dedicarse a escribir poesía…” Para Bossi, vivir y escribir será lo mismo: no habrá cierre entonces, sino continuidad. En este punto, si algo permite una antología como Casa de viento es recorrer tonos, vaivenes compositivos y múltiples umbrales líricos: desde la poesía entendida como regresión a la experiencia infantil de Del coyote al correcaminos, la orfebrería clásica de Fiel a una sombra hasta el encantamiento del lirismo narrativo de su poesía más reciente.

2- De cada poeta mana un combustible que alimenta su escritura. En Bossi será el deseo el que cebará su estética, que irá rotando de eje a medida que pasen los años, los poemas, los libros. La otra cita que abre estas líneas – la cual recae en aquellos muchachos hermosos y tránsfugas – no solo le da forma al sujeto de amor predilecto de los poemas (de amor) del autor, sino también su tono (apacible, llano) y el registro y la retórica coloquial que comienza a tomar por asalto sus piezas a partir de El muchacho de los helados y otros poemas. Esta retórica alcanza su punto culminante en el mencionado bonus track. En “A veces creo que llegó el fin del mundo”, Bossi escribe:

Vayamos a escabiar, Leo – me dice –
y hagamos el amor, y después escabiemos
y miremos la tele tirados en la cama. Miremos
la tristeza infinita de King Kong
cayendo desde la torre más alta
hasta el fondo de un precipicio, y hagamos el amor
y escabiemos, y escabiemos y hagamos el amor
– cual un bello Catulo de 19 años
que no tiene la menor idea de quién es Catulo
y ni falta que hace.

Aquí aparecen también – como en otros momentos de su obra, tal vez, el más notorio en Fiel a una sombra – los temas clásicos, como elocuente contrapunto, que naturalmente no deja de ser ideológico, del propio Rafa. ¿Pero quiénes son los muchachos de Osvaldo Bossi, sus amigos o queridos? “Mi amigo Raulito” establece un lugar de pertenencia, un tropo poético que sirve de entrada para la comprensión y la lectura, pero también, marca este nuevo registro, una nueva estética de la introspección (que todavía es introspección, porque no hemos llegado a Esto no puede seguir así) caracterizada por una poética más narrativa:

No se como hace la gente
para separar las aguas con un cuchillo.
Yo siempre tuve de la amistad
una idea muy rara, o no tuve
ninguna idea, como si de mi corazón
y de mis pensamientos
brotara una ramita común y silvestre
y al rato – al mes, al año – de la misma rama,
del mismo árbol, volvieran a caer
no sé qué frutos delirantes.

3- En Mi mundo privado, River Phoenix, quien sufre de una extraña enfermedad llamada narcolepsia, alterna su amor por Keanu Reeves con sorpresivos ataques de ensueño. Desde los primeros poemas de Bossi, los sueños serán un tema recurrente:

Mañana cumpliré
muchos años.
Mi único deseo es despertar
y ser el Correcaminos
quiero mirarme
como él me ve.

Como puede verse, este es todo un deseo. Al mismo tiempo, el Yo poético encuentra el sueño en el desvelo de sus muchachos, como en el poema que abre Esto no puede seguir así, “A Facundo no le gusta dormir” donde apagar esa deliciosa vitalidad será, para el Yo, signo de la desolación y el vacío. Finalmente, el sueño poblará el imaginario de la huída en “Despedida”, con su improbable trip hacia Hong Kong o Michigan.
Ahora bien, el amor – que, al igual que los personajes de Mi mundo privado, se entrelaza con la ensoñación – será el leit motiv preferido del autor. Aparecerá marcado por los signos de la cotidianeidad, de una charla, una caminata, un diálogo o una borrachera. A veces, sus pequeños héroes amorosos serán marginales; unas jovencitos, otras sus historias se presentarán como melodramas de juventud. No habrá, a fin de cuentas, trascendentalismo ni mitificación en la configuración del amor que construye el autor. Los muchachos de las tramas de Bossi – siempre hermosos, jóvenes, atolondrados y vitales – se llamen Leo, Facundo, Raulito o Lisandro, semiocultos detrás de odas shakesperianas o envueltos en la mitología televisiva del Coyote y el Correcaminos, construirán, a lo largo de Casa de viento, un seductor, original y necesario libro que tematiza las variables del deseo, el imaginario amoroso, los celos y el descubrimiento sexual. Este tendrá lugar – y aquí su carácter original – en baldíos con aroma a conurbano o pueblo, en colchones debajo de puentes o en una estanciera rotosa, como en “La camioneta destartalada”:

Apoyo mi cabeza afiebrada
contra la cuerina del asiento, y nadie me ve.
algunos resortes oxidados – que vienen
desde lo más hondo de la camioneta –
se me clavan en las costillas
y alcanzan a tocar el corazón

Por otra parte, ya desde los nombres de sus personajes y los resquemores de sus aventuras, Bossi construye un lugar de pertenencia social que, como un aura, diagrama la experiencia poética. A veces, en su summun, serán desclasados, parte del ejército de reserva urbano, jóvenes bebedores de cerveza que se niegan o todavía no han ingresado en la dinámica laboral. El trabajo no forma parte del imaginario verbal y poético de Bossi, salvo cuando, contenido, estalla en una verdadera definición del constructo materialista. Aquí, en “Me llama a cualquier hora”, Bossi escribe:

Me llama a cualquier hora
y yo dejo mi puesto de trabajo y corro
a través de las calles
como un camión de bomberos o una ambulancia
que se activa inmediatamente
al oír su voz.

Entre el trabajo y el amor, la apuesta del autor será siempre por ese granito de arena amoroso: “Creo en la velocidad con que el amor trabaja/ sin pensar en una recompensa/ sin importar la hora”. Su poesía será revolucionaria en los términos que Walter Benjamin propuso en los años ´30: el amor y los sentimientos son los únicos dispositivos sensibles que resisten su conversión en mercancia.

en No Retornable
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Lunes

...

El imperio de la emoción

Strassburger me contó que después del show la banda no se podía dormir y andaban de acá para allá en el hotel preguntándole a las mucamas y a los recepcionistas dónde estaban porque no entendía nada de lo que había pasado. Hay un tuit, lo leí una vez, lo había escrito una chica y aunque lo busqué, no lo volví a encontrar más. Decía: “Yo sabía que había gente como yo”. Vedder podría escribir una canción de madurez con esa línea. Ojalá lo haga. Ojalá escriba siempre una canción más.

Terranova fue a ver a Pearl Jam, dejó pasar unos días y se despachó con una crónica lúcida y emocionante, que destila aromas de la generación grunge. La mayoría de las cosas que leí sobre el show, en distintos medios, me parecieron vagas, sonsas, sin pulso, algunas más precisas o técnicas que otras, pero en general no me transmitieron nada. Si me generaban electricidad ciertos videos en youtube y algunas comentarios en la radio, como si, para recuperar cierta carga emotiva, hubiera que trabajar sobre los hechos, fingir un acting o el mano a mano que supone la experiencia radial. Terranova considera este problema (cita a Quiroga y su consejo de no escribir bajo "el imperio de la emoción") lo resuelve y se despacha con esto
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Casino Royale

Como un tragamonedas se abrió
una rayita en mi cabeza
y se deslizaron todo tipo
de cosas
tip tip tip
que hermosas las serpentinas
brillantes y los amigos
borrachos en la costa
la chomba naranja
colgada de un árbol
bajo la lluvia
la felicidad
y el aburrimiento
tip tip tip
liquido mi fernet
trago un ibuprofeno
que siesta voy a pegar
dentro de un rato.
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Juan tiene una remera de los Toronto Raptors

Mientras el sol cae
como una montaña rusa
hago skate board
en el playón del Parque de la Ciudad.
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Una estampida de sensibilidad

1 – Manuel Puig adoraba el cine de la época de oro de Hollywood (1935-1946) caracterizado por la primacía de los majors, las películas de género, y aquellas sofisticadas mujeres que, rápidamente, se convirtieron en grandes íconos cinematográficos, como Ginger Rogers o Katharine Hepburn. Las primeras novelas de Puig –La traición de Rita Hayworth (1968) y Boquitas pintadas (1969)– dan cuenta no solo de la influencia de estos productos de la industria hollywoodense, sino también de su correspondiente traducción literaria y geográfica y de la utilización y perversión de géneros populares como el folletín y otros clásicos, como el policial o el melodrama. Puig, en su juventud, realiza dos viajes de iniciación: el primero, de General Villegas a Buenos Aires, donde estudiará en el colegio Ward de Ramos Mejía, impulsado por su madre, quién temía que la monocromía cultural e intelectual del pueblo asfixiara la creatividad de su hijo. En 1950, a los 18 años, Puig visita General Villegas por última vez y años más tarde decide partir a Italia para estudiar cine. Ambos viajes –de General Villegas a Buenos Aires, de Buenos Aires a Europa– son centrales en la construcción de un espacio de representación, un tono y una estética. Tanto La traición... como Boquitas pintadas buscan reproducir la vida pueblerina, las costumbres y manías de sus habitantes, sus sueños y su cosificación. General Villegas se convertirá, entonces, en Coronel Vallejos.

2 – Todo este largo párrafo para hablar, finalmente, de Impalpable, obra inspirada en entrevistas y relatos de Manuel Puig. De creación colectiva a cargo del grupo teatral Sambuseck, Impalpable presenta una matriz dramática impulsada por dos viajes. El primero y más importante –porque determina el drama y, aunque de manera indirecta, dispone las condiciones para el segundo– es el de Blanca (Maia Orihuela), quién parte a Buenos Aires para triunfar como actriz. El segundo viaje es el de Liliana (Elisa Bressan) que abandona Rojas para ocupar el lugar que Blanca ha dejado en la pastelería del pueblo vecino, junto a Estela (Malena Schnitzer, quién completa, como en las películas de Almodóvar, un elenco íntegramente femenino). Ambas historias, la de Liliana y su secreto –el cual se va revelando, de manera lateral, a medida que avanza la obra– y el salto a la fama que anhela Blanca desde la capital, recaen en Estela, personaje inmóvil que funciona como catalizador de la dinámica narrativa y como punto de vista privilegiado de la obra. De esta manera, ambos viajes de Manuel Puig quedan representados, con sus respectivas variantes, en el derrotero de Liliana y de Blanca, recreando así una suerte de Coronel Vallejos alternativo, sin nombre, donde nada crece y es imposible escapar. Como el storyteller de un pueblo perdido que no puede contar los descubrimientos fantásticos de una tierra distante (Buenos Aires, esa ciudad enorme que no puede conocerse en apenas dos días) sencillamente porque no se ha movido de su lugar, a través de Estela se narra la historia de una despedida, sus fluctuaciones, su dinámica esperanzadora y luego destructiva, el sueño del reencuentro y la perdida. Porque partir es, a fin de cuentas, dejar cosas atrás. Y lo que abandona Blanca a la hora de perseguir su sueño, es a Estela.

3 – Asentarse en la capital y triunfar como actriz es, por un lado, una variante de la búsqueda del propio Puig pero también su ficción cinematográfica dentro del imaginario femenino. Una y otra vez, los personajes de Impalpable se moverán por el territorio difuso de los sueños, la ficción y la realidad laboral. Aquí hay dos puntos interesantes: por un lado la propuesta metadiscursiva de la obra, donde Estela y Liliana son espectadoras y protagonistas de un juego ficcional. En este juego dialéctico, ficción y realidad se retroalimentan. El texto se encargará de generar tensión sobre este ítem, logrando así un plus que va más allá del devenir afectivo de cada una de los personajes. Por otro lado, Impalpable propone un universo sentimental que se apoya en ese otro universo espacial que es la pastelería, con sus moldes, huevos y compotas. Si el fuera de campo –en términos de la teoría cinematográfica– está representado por el pueblo, con su nada y su ausencia de expectativa, la pastelería será una locación exquisita e inagotable en sus vericuetos. Será también el espacio opuesto a la otra ficción del cine y, al mismo tiempo, el terreno donde todo se fusiona: un pastel de casamiento como símbolo del paso del tiempo, los sueños y los cruces imaginarios.

Impalpable posee muchísimos aciertos: desde la estructura narrativa, los préstamos del género melodramático, las maravillosas y certeras actuaciones, el humor de sus textos y su puesta en escena. A esto le suma una estética cinematográfica (tan Puig) donde la música entrelaza las distintas escenas, ya que el corte directo, a través de distintos recursos, se evita constantemente. Impalpable pone en juego dispositivos mínimos pero sumamente dinámicos y poderosos –zapatos que se convierten en teléfonos– y una historia afectiva que se desploma y otra que crece. Como un elefante que de pronto avanza en estampida, Impalpable es una obra que crece en volumen y, ante el menor descuido, pisa el corazón del espectador con una sensibilidad asombrosa.

Publicado en Esto no es una revista

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Un relámpago de amor


La revi es buenísima, además podés leer "Un relámpago de amor", reseña sobre Casa de viento, de Osvaldo Bossi.
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El nogal tornasolado

En la esquina de mi casa un viejo
nogal chupa la luz inmensa
de mi concentración. Me reviro
como un orangután
cuelgo de las ramas
y arranco sus frutos. Este árbol
colocó la pócima
de la intensidad en mis venas.
Tornasolado giro
y busco el límite de mi identidad.
¿Dónde? ¿En la pulpa verde
que gotea de mi boca?
Chicos pecosos
corren a mis pies
frenéticos. Bajá
de ahí mono
bajá
que el plátano de la satisfacción
no se arranca de cualquier parte.
Arrima un colibrí:
la velocidad es dicha
sobre las flores carnosas.
Sin embargo mi cuerpo
pide a gritos un break:
cuando recupere la cordura
seamos dignos y bebamos
un vermuth
bajo esta sombra preciosa.
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Declaración de principios II

Mi paisaje preferido
es el tiempo libre
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Lo otro

La única razón por la que importa la poesía es porque tiene algo diferente que ofrecer, algo más lento de asimilar, tal vez, pero más intenso; y además, algo necesariamente en menor escala, en términos de audiencia. No es mejor que la cultura de masas, pero sí una alternativa crucial frente a ésta.

Charles Bernstein
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Fascinación peronista

Facundo estudió cine, letras, periodismo; trabajó en una fábrica de anillados, fue guardavidas, administrativo en una pre-paga, limpió piletas en countris de zona norte. Un día conoce a Laura, se enamoran, planean tener un hijo. Finalmente, Facundo escapa de tanto amor y se va a recorrer el mundo. Al volver, compra un hotelito en Lobos y se instala. Ahi lo visita su viejo amigo, el narrador de esta historia. Pero entre tanta pasión peronista, algo se esconde en el subsuelo del hotel Montevideo: una jaula de tigre o de gorila, una pelela de plástico, una televisión de catorce pulgadas que repite siempre la misma escena.

El jíbaro del hotel Montevideo, en el nuevo número de la Revista Ese.
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El japonés con sangre de pato

El japonés, como todos los japoneses, tenía sangre de pato. Por eso no chorreaba y era mas o menos sencillo desmembrarlo sin mancharse en exceso. Además, yo fumaba. Hacía lo mío mientras, con el cigarrillo en la boca, expiraba por la nariz y dejaba caer las cenizas sobre su cuerpo oriental. Después, con una tenaza, empecé a cortarle la punta de los dedos. Aunque era japonés, parecían de manteca. Raúl haría un chiste con estos dedos pálidos que parecían derretirse al menor contacto. Yo seguí presionando: ni siquiera en presencia del hueso había que empujar demasiado. Antes de caer, quedaban en suspenso retenidos por la piel inferior. Sangre de pato, pensé, en el momento en que un hilo carmesí goteó sobre el plástico translúcido que cubría el piso del garaje. Cuando Julieta entró, me ocupaba de la dentadura.

– ¡Qué asco! ¿Te parece a esta hora? – gritó, tapándose la cara con la mano entreabierta. Por los rendicios, noté que espiaba. Pensé que, sin importar el momento, Julieta hubiera dicho lo mismo. Yo no dije nada y seguí tironeando. Los dientes los arrojaba en una palangana. Uno pasó de largo y atravesó el garaje hasta plantarse encima de un disco de siete kilos. Lo fui a buscar y encontré, tapado por tubos, baldes, marcos de ventanas y herramientas, el banco plano donde, hace algunos años, ejercitaba los músculos. Todas las mañanas le dedicaba una hora: series de doce repeticiones, bíceps con unas mancuernas de madera, pectorales, triceps, dorsales, hombros, vuelo lateral y frontal. Cuando volví con la muela en mi mano, lo hice inflando el pecho. Ella miraba la cara del japonés desde muy cerca, como si quisiera sentir su aliento.

– ¿Y a este dónde lo vas a poner? – preguntó. Recordé que al último, Raúl lo había disfrazado de karateca antes de dejarlo apelotonado entre las colchonetas de un tatami. Lo encontró un chico de doce años una semana después. Al remover algo, el brazo había asomado. En los diarios salió: Un japonés muerto en el tatami. Me parecía bien. Con este no sabía qué hacer, lo mejor era volver a la rutina de siempre y tirarlo al río o cremarlo. Enterrar a alguien siempre es peligroso. Prenderlo fuego era una opción. El japonés, sin dientes, sin dedos, hinchado, parecía japonés. Eso no siempre sucede. Julieta amagó con irse y, antes de traspasar la puerta, dijo:

– En media hora está lista la comida. Apurate.

Entonces me apuré y corté a una velocidad fenomenal. Al terminar, tapé al japonés con una frazada, me saqué los guantes y arrojé aromatizador de ambiente. Con Julieta comimos albóndigas con arroz. Cuando estábamos por terminar, llegó Raúl.

– Vení, sentate – le dije y saqué una fresca de la heladera. Estaba casi congelada. Raúl es alto y tiene gran parte de su cuerpo cubierto por un pelo negrísimo, quizá por eso, en el ambiente, lo llaman El húngaro.

– ¿Terminaste? – preguntó, soplando la espuma de la cerveza.

– Casi. ¿Qué hacemos con este?

Lo miré fijo. Raúl, con su cara de asesino serial, hundió la boca en el vaso.

– ¿Otro japonés?

– Si

– Bueno, dejame ver. ¿Si le sacamos los ojos y lo metemos en un cine?

Julieta había dejado de fregar los platos y escuchaba con atención.

– Demasiado. Además dejaría de ser japonés y lo importante acá es que sea japonés.

– Tenés razón. ¿El jardín japonés?

– Un poco obvio.

– ¿Es gordo? Si fuera gordo, le ponemos un pañal y lo tiramos por ahí.

– No es gordo Raúl. Pensá otra cosa.

Le convidé un cigarrillo. Raúl se paró y lo encendió con la llama de la hornalla. Yo llené su vaso.

– Prendé la tele. A veces ayuda.

En una repetición pasaban un programa de bailanta: mujeres en tangas doradas culebreaban alrededor de un caño, después daban una vuelta y sonreían. La gente de la tribuna estallaba cada vez que la cámara los enfocaba. Luego volvieron las mujeres entangadas, la banda, de nuevo las mujeres.

– Las pondría en fila y me las cogería una por una – dijo Raúl.

– Oíme… el japonés.

Raúl liquidó su vaso de un sorbo.

– Mostrame.

Fuimos al garaje y destapé el cuerpo. Como dije, parecía manteca.

– Ya sé... ¿y si lo disfrazamos de oso panda?

Julieta, desde la cocina, comenzó a reírse.

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Un viaje a Plutón

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Lunes 17 de marzo de 1930


La prueba de un libro (para un escritor) es que pueda hacer un espacio en el cual, de modo más o menos natural, puedas decir lo que querés decir. Como esta mañana pude decir lo que Rhoda dijo. Esto prueba que el libro en sí mismo está vivo: porque no ha chocado contra eso que yo quería decir sino que me dejó deslizarlo sin ninguna compresión o alteración.

Virginia Woolf, Diarios.
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Citas III

"Paso por ser un escritor insensible, pero eso no tiene sentido. Es simplemente una manera de proyectar. Personalmente soy sensible y hasta tímido. A veces soy caústico y belicoso en extremo; otras absolutamente sentimental. No soy un ser sociable porque me aburro con mucha facilidad y el término medio nunca me satisface, ni en la gente ni en ninguna otra cosa..."

Raymond Chandler
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El gorila que fumaba cigarrillos rubios

Cuando Lucía lo dejó, Matías se encerró en su cuarto y, desde entonces, no se había asomado más allá de la cocina o el living de la casa de sus padres. Ocurrió un martes por la tarde: se encontraron en un bar de Diagonal Norte donde servían chops de cerveza en balones gigantes, con la espuma al tope. Al llegar, Matías se sentó en una de las mesas con sombrilla que miraban de frente a la avenida. Conocía el lugar, la pizza de media masa era muy rica y servían picadas completas para dos personas a un precio bastante accesible. En el fondo del bar había algunas mesas de pool y un pequeño jardín con una cascada artificial un poco vintage. Dudó: ¿la calle o el jardín? Por la situación, prefería la calle. Cuando el mozo se acercó y le preguntó qué quería, Matías le respondió que estaba esperando a alguien y pensó que, seguramente, aquella era una de las últimas veces que pronunciaría esa frase.

Lucía llegó diez minutos después y, casi sin ningún preámbulo, dijo:

– Estuve pensando y queremos cosas distintas, Mati.

Los días siguientes, al borde de un estado febril, los pasó rememorando las postales más nítidas de la relación. Una tarde encontró la final del Champions Trophy y, aunque se aburrió muchísimo, lo miró hasta el final sólo porque Lucía practicaba hockey femenino e imaginó que, lo más probable, era que estuviera mirando el partido en aquel mismo momento.

Después Matías comenzó a divagar. Había encontrado en la web un artículo que hablaba sobre los hikikomoris, jóvenes orientales que se recluían en su cuarto durante meses o años, cansados de la realidad. Copió la nota en un archivo de Word, la imprimió y luego la pegó con cinta scotch en la pared, detrás del escritorio. Releía los párrafos continuamente y, llegado cierto punto, empezó a considerar que él era el primer hikikomori rioplatense. También pensó que, con un poco de esfuerzo, podría convertirse en la vanguardia de una nueva tribu urbana.

Una semana más tarde, Aníbal y Lucas, sus dos mejores amigos, fueron a visitarlo. Acostado en su cama Matías hacía zapping a una velocidad increíble. Lucas trabajaba editando animaciones de stop motion. Al ver a su amigo, pensó: “¿Cuántos cuadros por segundo tendrá Matías, acostado, haciendo zapping?” Después, al mirar por la ventana: “¿Y ese pajarito? ¿Cuántos cuadros?”. La puerta estaba entreabierta y una brisa débil la hacía hamacarse de un lado para el otro con un chirrido molesto. Lucas volvió a pensar: “La puerta tiene doce cuadros por segundo. Más no puede ser. Está lentísima”

Aníbal dijo:

– ¿Y? ¿Qué hacemos? ¿Salimos a andar en bici?

Era el primer sábado del verano y un sol poderoso, sin nubes, relumbraba el paisaje. Daban ganas de moverse y de imprimirse vitalidad. Matías dejó en la televisión un programa donde unas 4x4 atravesaban lagunitas, bosques y matorrales. Se escuchaba el run run de los motores y el instante en el que las llantas se hundían en el agua.

– Apagá eso. ¿Desde cuándo ves estas cosas? – dijo Aníbal, sentándose a los pies de la cama – Dale, vamos – agregó después, intentando arrebatarle el control remoto para apagar la tele.

Matías estaba indeciso.

– No sé, no tengo muchas ganas. Hace calor ¿no?

– No hace calor. Está re lindo.

–Hay un festival de rock en la plaza. De paso tomamos una birra – intervino Lucas.

Era muy temprano para una cerveza, apenas las dos de la tarde, pero la idea de las bicicletas y la música lo entusiasmaron.

– Creo que mi bici está desinflada – comentó Matías, buscando una excusa lo suficientemente estúpida para que sus amigos la rebatieran con facilidad. Quería complicar las cosas, hacerse rogar. Ahora en la televisión pasaban los avances de un programa sobre ovnis.

– ¿Vos crees en ovnis, Lucas?

– Yo no. Dale. Vamos.

Y fueron. En el garaje agarraron las bicicletas y comenzaron a pedalear. En la plaza, escucharon sentados sobre el pasto a una banda punki. Sobre el final de un tema, el guitarrista y el cantante, quien usaba una gorra con visera que le ensombrecía la cara, se pararon en el borde del escenario y comenzaron a escupir a la gente. Luego recibieron orgullosos la devolución de aquellos escupitajos. Abrían los brazos y pedían más, más, más ¡Somos los porno Ramones! gritaron después, completamente enardecidos.

– Qué giles – comentó Lucas.

– Re giles – repitió Matías.

Más tarde dieron unas vueltas por una feria de libros artesanales y giraron por la plaza, por si encontraban algún amigo. Justo cuando estaban por irse, se cruzaron con Juan y Toti, quienes iban a una fiesta de cumpleaños en la terraza de un bar. Matías miró su reloj: las cinco de la tarde. ¿Podría irse sin que nadie lo notara? Difícil. Caminaron algunas cuadras con las bicicletas tomadas del manubrio. Toti habló, durante todo el camino, sobre paracaidismo. Estaba obsesionado con tirarse pero necesitaba bajar siete kilos.

– Permiten hasta 90. Tengo que bajar. Bajar como sea – decía y redoblaba el paso, como si ese ejercicio mínimo colaborara con su dieta. En una esquina vieron cómo un auto pasaba por encima de una carpeta de celofán y escucharon divertidos los pequeños estallidos de las burbujas de aire.

Llegaron al bar, dejaron las bicicletas en la entrada y por una puerta lateral, subieron hasta la terraza. Había tragos, chicas en bikini y la música sonaba al taco.

– Loco, esto es un descontrol – dijo Lucas y Aníbal y Matías estuvieron de acuerdo. La fiesta estaba en su apogeo. En una barra improvisada, un brasilero en musculosa preparaba bebidas en vasos gordos de whisky. Había guirnaldas y el piso de baldosas estaba mojado. Al fondo, en una pelopincho flotaban decenas de bombitas de agua. Los tres amigos fumaron marihuana, bailaron, tomaron whiscola, fernet y Cynar con Paso de los toros. Descalzos, envueltos en el frenesí, se empujaban y decían cosas a los gritos. Cuando tuvieron hambre, Lucas se acercó a una parrilla y volvió con tres hamburguesas recalentadas.

Mientras masticaban una chica se acercó y les preguntó quiénes eran.

– No conocemos a nadie. Vinimos con Toti – explicó Aníbal.

La chica sonreía. Usaba un rodete en el pelo y un vestido rojo hasta las rodillas.

– Me llamo Lara – dijo – ¿Y ustedes?

Mientras hablaba movía los brazos hacia delante, después hacia arriba, luego los hombros, arriba, abajo, finalmente, la punta de los dedos. Todo lo hacía al ritmo de la música.

– Yo soy Lucas – dijo Lucas.

– Y yo Aníbal.

– Matías.

–Hola Lucas, hola Aníbal, hola Matías – dijo y después les preguntó si la querían acompañar al zoológico.

– ¿Ahora? ¿Al zoológico? Debe estar por cerrar.

– Cierra a las siete, pero no importa. Yo conozco a alguien. Es la hora del gorila que fuma. Todos los sábados a esta hora vamos a ver al gorila que fuma.

– ¿Un gorila que fuma? – preguntó Matías, porque estaba seguro de que algo de todo lo que había dicho Lara se le escapaba. No podía ser. ¿Un gorila que fuma?

– Le convidás un cigarrillo, él lo agarra y fuma. Se lo tenés que prender, porque no sabe. Fume o no fume, no deja de ser un gorila. ¿Vienen? Todavía podemos entrar.

Matías, en un impulso, dijo que sí. Lucas dudó. Aníbal se había separado del grupo para hablar con Toti.

– ¿Vamos?

Lara y Matías bajaron las escaleras. La bicicleta de Lara era fucsia, tenía una bocina de goma con un pico dorado y un manubrio espléndido que, al andar, se contorsionaba como un espiral fluorescente. “Lara es hermosa y su bici también” pensó Matías mientras pedaleaba a su lado. El sol despedía sus últimos rayos. Cuando llegaron a la puerta del zoológico, dieron una vuelta y ataron las bicicletas a un poste. Se acercaron a una fila de gente.

– Todos vienen a ver al gorila que fuma. Sale cinco pesos. ¿Me invitás?

Matías buscó su billetera y, cuando llegó su turno, le pagó con un billete de diez a un cuidador que tenía un brazo enyesado. Entraron. Muchas de las jaulas estaban vacías, pero en otras, alcanzó a ver a unos tigres de bengala, un enorme oso polar que descansaba al borde de un lago artificial y los búfalos, que resoplaban acostados sobre la tierra seca y olían realmente mal. El zoológico estaba casi vacío. La fila de chicos avanzaba, como en una excursión, a través de los senderos de arcilla, puestos cerrados de comida rápida y animales somnolientos. Finalmente llegaron al sector de los monos. Lara lo había tomado de la mano desde que pasaron el predio de la jirafa y ahora su contacto lo hacía temblar. De pronto fue escuchando cuchicheos de emoción y Matías no supo si la piel de gallina que empezaba a tomarle la superficie del brazo era producto de la cercanía del gorila que fuma o del contacto con Lara.

– Es acá – dijo el cuidador mientras retiraba un cigarrillo de su atado de Phillip Morris. Al frente, un gorila enorme, en posición de loto, parecía aguardar a la comitiva. Tenía un pelambre brilloso y el pecho inflado.

– Guau – escuchó Matías a sus espaldas.

– ¿Quién quiere alcanzarle un cigarrillo? – preguntó el cuidador. Después, con un movimiento de gangster, raspó el fósforo en el yeso.

Silencio. En un semicírculo que rodeaba la jaula, nadie movía un músculo.

– Él – dijo Lara de pronto y lo señaló a Matías. Todos lo miraron. En el murmullo que crecía, alcanzó a oír: “Que valiente” y “Este pibe tiene huevos”. No supo qué decir y, cuando el cuidador le alcanzó el pucho, pensó en el yeso de ese hombre que cobraba plata para ver al gorila que fuma. ¿Cuánto tardaría en pulverizarle los huesos? Imaginó por un instante la siguiente escena: el gorila lo tomaba de la muñeca, lo retorcía y le arrancaba el brazo a la altura del codo. Después se lo comía, mientras él gritaba y manchaba de sangre la cara de Lara. Sin embargo, hipnotizado por alguna fuerza extraña, había caminado hasta el borde de la jaula. El tiempo se detuvo: Matías pensó en Julia, en sus amigos, en los hikikomoris japoneses. Después pensó en todos sus días de encierro y, por algún motivo, se le incrustó en la cabeza el rostro de uno de los músicos punk que había escuchado esa misma tarde. El tiempo, una vez más, se le hizo difuso. Estiró el brazo a través de los barrotes. Entonces, lentamente, el gorila se puso de pie y, con sus negros dedos perlados, tomó el cigarrillo por el filtro.

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