Los amigos de Lucas

Los amigos se despidieron en la puerta del complejo y una vez que se quedó solo, Lucas cruzó de vereda hasta la parada del colectivo. Como era bastante tarde e imaginaba que el 55 no iba a venir lo suficientemente rápido, comenzó a caminar siguiendo el trayecto del colectivo, por las dudas de que en el interin, casi por milagro, el bondi apareciera. Calculó que si caminaba a paso rápido llegaría mucho antes que si esperaba en aquella esquina. En realidad, se debían dar una serie de circunstancias, la más importante, que el colectivo tardara en venir más de 30 o 40 minutos. Pero a Lucas no le importaba, le gustaba caminar de noche y además sentía la necesidad de despejarse. Prendió un cigarrillo mientras pasaba enfrente de un taller mecánico y aspiró con fuerza, imaginando, como solía hacer, que sus pulmones se llenaban de toda clase de porquerías tóxicas. Pensó en un hilo de petróleo que avanzaba por su laringe y se depositaba, cada vez con más fuerza a medida que continuaba fumando, en la napa gelatinosa que cubría sus órganos. Al cabo de un rato, mientras caminaba sin detenerse, comenzó a molestarle un jirón de tela de una de sus zapatillas; le raspaba el dedo chiquito con cada movimiento, como un taladro. Lucas se apoyó en la verja de un chalet y empezó a descalzarse cuando escuchó el sonido estridente de un motor. Corrió una cuadra y llegó justo a la esquina para colocar su brazo en alto. Una vez que sacó su boleto se sentó en la hilera de asientos del fondo. En la parada siguiente, un grupo de pibes vestidos con pantalones cortos y zapatillas con cámaras de aire se sentaron a su alrededor. Se trataban de puto y se iban pasando una botella de coca cola cortada, con los bordes metidos hacia dentro, repleta de vino tinto. La botella echaba espuma con cada sorbo. Lucas miraba por la ventanilla y fingía dormir. En un momento, después de cerrar los ojos y abrirlos con gestos de cansancio, escuchó que uno de los pibes le preguntaba si era del barrio San Nicolás y, alargando el brazo, le ofreció la botella. Lucas le respondió que vivía cerca y, con el dedo en alto, le indicó que no quería vino, gracias. ¿Por qué era tan educado? ¿A quién había salido así? Recordó de inmediato una oportunidad en que, en la puerta de un banco, le habían preguntado la hora y el había respondido no, no tengo, disculpame; el hombre, después de sonreír burlonamente, le había dicho que no tenía porque pedir disculpas. Avergonzado, Lucas había bajado la cabeza y, saliendo de la cola, había vuelto a su casa. Ahora, sentado al costado de los tres pibes, sentía como un calor de mil hornallas comenzaba a subirle por el pecho y le tomaba la cara.

– ¿Lo conocés a este gato? – preguntó el pibe que estaba sentado en el asiento individual, mientras se estiraba el cuello de la remera hacia afuera.

– No, ni ahí, es un gil, no toma vino – respondió el que le había hablado hace un rato.

Lucas miró hacia delante, como pidiéndole ayuda al chofer, que escuchaba a todo volumen una canción de Cristian Castro, luego observó la calle, intentando descubrir en que parte del recorrido se encontraba. Como si alguien hubiera presionado un botón invisible en su frente, se puso de pie de golpe y apretó el timbre. Una luz roja se encendió delante. Mientras bajaba apurado, Lucas escuchó las risas.

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Under the sea

Hace poco escribí una nota sobre un hotel ecológico en los bosques de Finlandia, construído con material espejados y madera; después, sobre el Hotel de las nubes, en Arabia Saudita. Ahora descubrí la waterworld suite, que me copa muchísimo.
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Trío

Cuando Pablo descubrió que al proponer una salida o asegurar su presencia para algún evento, terminaba por sentirse incómodo y desganado, comenzó a dejarse llevar por una suerte de indeterminismo que, en principio, gobernaba su vida. Por un lado temía que el exceso de actividades lo sobrecargara por completo, como una máquina que por un uso exagerado corre el riesgo de fundirse, pero al mismo tiempo lo deprimían los huecos en su tiempo libre. Para alcanzar un equilibrio, se había acostumbrado a responder invariablemente “si, pero dejame ver si puedo” o “creo que ya tengo un plan, pero voy a intentar arreglarme” con lo cual mantenía la expectativa hasta último momento, para al fin dejarse llevar y descubrir sobre el filo si quería ir a la fiesta de una amiga de Carla, o cenar con sus viejos o juntarse a tomar algo con los chicos. Por supuesto, esto le generaba culpa y lo hacía debatir, a veces durante horas, sobre sus verdaderos intereses y lo que tenía o no ganas de hacer. También le preocupaba la dosis de certeza con que había dejado en claro su posición, ya que era conciente de que nadie conocía su método, de esta manera intentaba recordar con exactitud la excusa que había dado y en que porcentaje, sus amigos o su novia, consideraban probable su presencia. Otro problema era, dadas las circunstancias de la salida, con cuanta anticipación debía avisar si asistiría o no. ¿Mediodía antes? ¿Dos horas? ¿Antes de salir? Al final, Pablo se había dado cuenta que su método se había convertido en una forma de ser Pablo y esto no solo le generaba un gran gasto de energía sino que también lo angustiaba.

El caso de la amiga de Carla fue distinto. En el momento en que Carla se lo mencionó, Pablo pensó que realmente tenía muchas ganas de hacer un trío y sin demasiadas vueltas, casi sin discutir ni repensar nada, arreglaron para el viernes por la noche. Otro caso particular era el de los partidos de fútbol de los jueves. Desde hacía años Pablo y sus amigos se juntaban todas las semanas en un complejo de canchas de fútbol 5 en el barrio de Mataderos. Con el paso del tiempo se había convertido en una rutina y eso le ahorraba preocupaciones. Además, le gustaba jugar a la pelota: durante una hora no pensaba en nada más que en pegar patadas, dar un pase preciso o, en un ataque de habilidad, rematar con precisión al arco contrario.

Aquel jueves Pablo jugó bastante bien, metió algunos goles y su equipo ganó por 20 a 16 contra un combinado de amigos del colegio secundario de Jara. Después de bañarse, tomaron unas cervezas en el bar del club. Como solía suceder, a medida que se entonaba con la birra, en lugar de ponerse más locuaz como sus amigos, Pablo se ensombrecía y, desde un rincón, disfrutaba escuchando las historias o los chistes de los otros. A veces se sorprendía pensando lo mal que le caían los comentarios de Andrés, o lo zurdo que se estaba convirtiendo Agustín o le daba asco la forma de fumar, chupando el filtro del cigarrillo, que había tomado por costumbre Jara. Se sentía el analista, o en el peor de los casos el juez del grupo.

Después de una hora, cuando solo quedaban Jara, Agustín y el Joven, Agustín lanzó la pregunta. Como daba por supuesto que no era él quién debía responder, Pablo observó a todos y comenzó a reírse en voz baja.

– Mi novia me gusta más desnuda, por supuesto – respondió Jara, seco, sin agregar nada más y esperando que la ronda de preguntas continuara.

– Ajá ¿y vos?

Pablo se quedó duro, entumecido, sorprendido de que le hablaran a él.

– Que se yo, no sé, que querés – dijo y sintió cómo sus piernas comenzaban a temblar. Preocupado porque estas rozaran las patas y movieran los vasos de cerveza apoyados sobre la mesa, bajó los brazos y se obligó a sostenerlas hasta que logró mantenerlas inmóviles. Después sintió que, si no se controlaba, todo lo que estaba escondido dentro podría comenzar a rebotar a la vista de todos. Pablo suspiró y puso cara de relax. Sin embargo las preguntas de Agustín continuaron: ¿Ataron a sus novias a la cama? ¿Hicieron un trío? ¿Cuál fue el lugar más raro donde tuvieron sexo? ¿Alguna vez se disfrazaron? Pablo decidió no contar nada de la propuesta de Carla. Para su sorpresa, Jara confesó que, hacía algunos años, había comprado una serie de disfraces, entre ellos una pollera de colegiala y un trajecito de latex que imitaba el vestuario de una mujer policía. Si había confianza, explicó Jara, le pedía a las chicas que pasaban la noche con él que se cambiaran en el baño. Esas cosas me calientan mucho, confesó. Pablo, nervioso, escuchaba haciéndose el distraído: alternativamente miraba hacia el bar o al televisor de pantalla plana sostenido por una estructura de metal encima de la cabeza del Joven, quien tampoco participaba en la charla. En una de las paredes, desde el frente hasta la zona de los vestuarios, había una repisa cubierta de trofeos.

Más tarde, cuando la charla decayó y llegó la hora de despedirse, Agustín le propuso alcanzarlo hasta su casa.

– Paso la noche en lo de Carla – mintió.

***

Antes de salir se pegó una ducha. Después, con la toalla anudada a la cintura y todavía chorreando el agua que le caía del pelo y resbalaba por su espalda, permaneció algunos minutos delante del placard, pensando en qué ponerse. No tenía demasiado claro que harían esa noche, tal vez cenaran juntos en el departamento de Carla, pero también existía la posibilidad de que salieran a alguna parte. ¿Dónde? La decisión de la ropa que se pondría dependía justamente de lo que fueran a hacer. ¿Si la llamaba a Carla para preguntarle? De inmediato, por vergüenza o porque temía que, al consultarla, dejara entrever el verdadero motivo de su llamado, abandonó la idea. Primero comenzó por lo más simple: la ropa interior. Eligió unos boxers nuevos que le quedaban bastante bien y después apiló algunas remeras y una camisa manga larga para probarse delante del espejo del baño. Fue desechando de acuerdo al look que le imponían: demasiado cheto, muy punk, con la remera escote en v blanca llamaba mucho la atención y además le marcaba de manera exagerada los bíceps. Finalmente, después de media hora, salió de su casa. Al llegar a la esquina temió haberse olvidado algo y regresó, criticándose alguna clase de descuido. Dio una vuelta por su cuarto y escuchó como su madre, desde el primer piso, preguntaba a los gritos quién era. Desde hace años se pasaba el día entero encerrada con la máquina de coser, arreglando pantalones, diseñando cortinas, cosas por el estilo. ¿Volviste de nuevo? escuchó que decía, por encima del ruido ensordecedor de la máquina que, según le parecía a Pablo, no se detenía nunca. Había veces en que subía a la habitación del desván a buscar una mochila, el metro o alguna tijera y en un acto reflejo acariciaba la superficie de la máquina de coser. Siempre estaba caliente, como a punto de estallar. Pablo tomó al azar los pañuelos descartables que estaban encima de un cd de Jamiroquai y volvió a salir, repitiendo chau por segunda vez y aclarando que volvía más bien tarde. En la calle le mandó un mensaje de texto a Carla diciéndole que el colectivo había tardado muchísimo en venir. Muchísimo, había escrito, a pesar de que la palabra no aparecía en el modo de escritura automática de su celular. En realidad nunca guardaba estas palabras difíciles, al terminar de escribirlas letra por letra desechaba la idea de agregarlas al diccionario pensando que solo perdería el tiempo pero, en promedio, en casi todos los mensajes tenía que recurrir a las opciones para poder expresar lo que realmente quería.

***

Cada vez que llegaba al departamento de Carla miraba de reojo a las mujeres que esperaban clientes en la esquina y por un momento, le acometía el deseo de encararlas. Era un instante nada más, una descarga que duraba un milisegundo, como un flash que luego se desvanecía. No sabía si en realidad lo movilizaba el deseo de acostarse con ellas, la curiosidad o lo sencillo que podía resultar todo, al menos en su imaginación. A veces las miraba y lo sorprendía la velocidad en que ellas detectaban su presencia. Era algo instantáneo, un acechar constante o una energía que parecía transmitirse entre los cuerpos. Tal vez esas mujeres, por el hábito de su trabajo, habían generado hormonas sensibles al deseo sexual. A Pablo esta idea le parecía posible. Ahora, en el momento mismo en que la mujer lo notó, bajó la vista y fingió que apretaba de nuevo el departamento número tres. Cuando escuchó la voz de Carla en el altavoz y luego el pitido de la puerta que se destrababa, apoyó la mano en el tubo vertical y empujó. Subió las escaleras. En el primer piso, sobre la pared, detectó un grupo de abejorros inmóviles. Raro. Primero pensó que eran manchas negras, como pintura salpicada, pero, al agitar la mano, las moscas levantaron vuelo. Mientras saltaba las escaleras de dos en dos, pensó en los matamoscas. ¿Todavía se fabricaban? Hacía años que no veía uno, su último recuerdo era el de su abuela, una tarde de mucho calor, cuando ahuyentaba los insectos que revoloteaban alrededor de la cocina. Recordó también la terraza de esa casa, el tanque de agua donde se escondía para que nadie lo molestara. ¿Esos eran signos de autismo? ¿Esconderse de los demás detrás de un árbol, en el baño o un tanque de agua repleto de ladrillos y chapas viejas? Hubo un tiempo en que buscaba información en Internet sobre la enfermedad o consultaba revistas especializadas sobre el tema. Una vez se quedó despierto una madrugada entera para grabar en vhs un documental sobre las capacidades extraordinarias de los niños autistas. ¿El podía tener dentro de sí todo ese talento? Con el correr de los meses se había olvidado del asunto y comenzó a preocuparse por tener una hernia de disco (le dolía mucho la espalda), o quedarse ciego o tener vih. De una u otra manera, siempre presentía los signos de una enfermedad que le impedía funcionar al 100 % de sus capacidades. En ocasiones de extrema lucidez o felicidad presentía ese umbral de rendimiento que, por supuesto, no duraba demasiado. Esta falta de plenitud, por momentos, le generaba un bajón anímico impresionante.

Finalmente llegó al tercer piso y apretó el timbre. Abrió Carla y se dieron un beso rápido, tímido, casi obligado. En el living, sentados alrededor de la mesa ratona, estaba Lucas, un amigo gay de Carla, y Andrea, una chica judía, de rasgos puntiagudos, ojos claros y flequillo que reposaba encima de sus pestañas.

Hola, que tal dijo Pablo, saludando con un beso en la mejilla.

Charlaron durante un rato, tomaron cerveza, fumaron. Andrea había viajado a Europa hacía muy poco y contaba su experiencia en París: las calles tenía nombres fascinantes, la Torre Eiffel se iluminaba de noche y podía verse desde todo los rincones de la ciudad, exageraba Andrea, los quesos y los vinos franceses eran exquisitos y muy baratos.

¿Y los chicos? – preguntó Carla, guiñándole un ojo a Pablo.

Divinos, hiperproducidos, mucho saco y bufanda respondió Andrea A vos te encantarían Luqui, son todos comos los de Air – dijo.

¿Cuál es la french music que la está pegando? – preguntó Lucas, reclinándose en el puff y apoyando los codos en el suelo. Ahora abría grandes los ojos y arqueaba las cejas, en señal de interés.

Andrea habló por un rato de música, de fiestas europeas, de las drogas que estaban de moda. Después contó una serie de detalles que en apariencia resultaban insignificantes pero que a Pablo le llamaron poderosamente la atención. Por ejemplo, contó que al usar el msn, cuando charlaba con Lucas y él estaba escribiendo un mensaje, en París se leía “Lucas est en train d´ écrire” en la parte inferior de la pantalla. Pablo recordó la escena de Pulp Fiction en que Vincent le cuenta a Jules que la hamburguesa con queso, en Francia, se llama Royale with cheese. ¿El podría notar esas pequeñas diferencias? A veces le resultaban incomprensibles algunas percepciones. En ese momento Lucas se río y se levantó para ir al baño. Pablo se lo quedó mirando: usaba una remera rayada, sombrero, pantalones de jeans y zapatos leñadores sin medias.

Después de una hora los amigos de Carla se fueron y los dos subieron al balcón. Llevaron los vasos, un cenicero y se sentaron en las sillas de plástico observando las luces del edificio de enfrente. Luego, mientras escuchaban por Internet a los Dandy Warhols, sintieron desde la calle gritos y un ruido de botellas quebrándose en el asfalto. Se asomaron y vieron a un grupo de loquitos que gritaban y amenazan con cagar a piñas a otros loquitos que ellos no alcanzaban a ver, porque ya habían dado la vuelta a la esquina.

¿Llamamos a la policía? – preguntó Carla.

Pablo se quedó callado.

No pasa nada, esperá – dijo.

Más tarde se acostaron y entonces Carla mencionó que su amiga Andrea le había propuesto algo curioso: un trío. ¿Entre quiénes? preguntó Pablo. Nosotros, respondió Carla y a él le gustó la idea. Después Pablo se distrajo mirando el movimiento circular de las aletas del ventilador de techo y el ruido de un borde de metal que las rozaba. Quizá el ventilador estuviera mal ajustado, con lo cual, existía el peligro de que se les cayera encima. Para colmo, en la posición en qué se encontraban, los despedazaría por completo, comenzando por el estómago. Quedaba la opción de apagarlo, pensó, y entonces dijo que lo mejor sería el próximo viernes por la noche.

– ¿Qué cosa? – preguntó Carla.

– El trío, ¿no hablábamos de eso? – respondió Pablo.

***

Esa noche durmió muy poco; lo despertaban los ruidos, los movimientos de Carla y varias veces giró la almohada para ubicar su lado fresco. A veces le costaba mucho dormir y le reprochaba a su propio cuerpo, como si este no le perteneciera, lo cansado que estaría al día siguiente. “Si no te querés dormir, mañana te la vas a tener que bancar” le decía. Pero esa noche Pablo estaba excitado y sorprendido por todo lo que acababa de suceder. Andrea se había ido a la madrugada en un taxi y ellos dos se quedaron en la cama hasta la mañana siguiente: Carla dormía como un bebe, Pablo no paraba de dar vueltas.

Después de desayunar, alrededor de las once, Pablo le dijo que tenía algunas cosas que hacer.

– Estás como raro ¿te gustó lo de ayer? – preguntó Carla y Pablo respondió que si, que le había encantado. Se despidieron y, ya en la calle, caminó dos cuadras hasta la parada del colectivo. No estaba cansado, en cambio se sentía ansioso y muy fuerte, como si alguien, durante la noche, le hubiera soplado un vapor energético en la boca.

Mientras viajaba en colectivo, a la altura de Castelli, vio un puesto que vendía unas sandías enormes a muy buen precio. Se bajó apurado, eligió una y, levantándola con todas sus fuerzas, paró un taxi. Una vez que logró subir, le indicó al chofer la dirección de Agustín. A las doce en punto golpeó la puerta de la casa de su amigo y después de un momento Agustín salió a recibirlo y permaneció un rato mirando la sandía que le señalaba Pablo: era gigantesca, hermosa y de un verde luminoso. Los ojos de Pablo también parecían verdes, tal vez por el sol. Y también brillaba y parecía un gigante, pensó Agustín.

– ¿Estás bien? – preguntó Agustín

– Si – dijo Pablo – tenía ganas de hablar con vos.

Caminaron por un pasillo cubierto de enredaderas.

– ¿Tenés un cuchillo? – preguntó Pablo al llegar al patio. Entonces, sentados en una mesa de cerámica con un tablero de ajedrez en el centro, comenzaron a cortar la sandía. Los tajos eran delicados pero profundos y del filo del cuchillo chorreaba jugo.

– Esperá que mientras, traigo un tinto – dijo Agustín.

Descorcharon, se sirvieron y después comenzaron a comer la sandía.

– ¿Querés otro pedazo? – ofreció Pablo cuando terminaron. Después el que cortó fue Agustín.

– ¿Más?

– Dale, la verdad, está riquísima.

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En celo II

Hace unas semanas me llegó un mail donde un tal Antonio me pedía un cuento para el número aniversario de la revista Ese. El cuento que les mandé fue "En celo" y lo pueden leer haciendo clic acá.
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El afuera y el adentro

Las cosas, dentro de la ciudad, se suceden como los flashes informativos: rutilantes, acabados y sin conexión. Las calles se cortan. Un barrio se inunda. Un hombre se arroja del balcón. Un jefe de gobierno casi muere ahogado con un bigote postizo. vivir dentro te hace perder perspectiva. La tormenta llega cuando la tenés sobre la cabeza. vivir fuera, en cambio, es la gloria. Te hacés amigo de la almacenera. Aun cuando no sepan tu nombre, todos los vecinos saben que tu perra se llama Renata. Uno siente cómo cada cosa en la naturaleza llega en un goteo. Las hojas se desprenden en un striptease lento. El frío se arrastra de a pasos pequeños, en el avance prematuro de cada atardecer. Los pájaros, las mariposas, los bichos bolitas, ni conciben la idea de vivir dentro. Si pudieras comunicarte con ellos, si pudieras contarles cómo es tu vida en la ciudad, se te reirían en la cara. Pensarían que venís de otro planeta.
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Ah


Si me dan a elegir entre un libro de Murakami sobre salir a correr y uno de David Byrne que hable de andar en bicicleta, no tengo dudas con cual me quedo.
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Pasacalles

No puedo dejar de pensar en los locos que un día recibieron un llamado, armaron el pasacalles y, el martes por la tarde, se treparon a los postes y lo colgaron frente a la casa de Eliana Dora Duek. Un laburo así te levanta la semana.
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Caen...


Jueves, 21 hs en El Extranjero
Valentin Gómez 3378
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Literatura y trabajo

I


Hace algunos años, exactamente en su número de febrero de 2008, la revista virtual El interpretador realizó una encuesta a un amplio grupo de escritores argentinos y los consultó en relación al tándem literatura y trabajo. El cuestionario abarcaba tres secciones – uniformes a todos los encuestados – de las cuales me interesa especialmente la primera: ¿Vive usted de la literatura? ¿Qué lugar ocupa en su modo de ganarse la vida? ¿Qué otros trabajos hace o ha hecho?

Los autores consultados constituían un amplio abanico que cruzaba tres generaciones (desde Alan Pauls, Daniel Link a Nurit Kasztelan), distintos géneros (narrativa o poesía: más allá de si los límites entre uno y otro género se borronean en términos conceptuales, en relación al mercado, la distinción no solo existe sino que suele ser fundamental) un variable caudal de producción y complejas posiciones en relación al mercado y la academia. Los unía, en cambio, su condición de escritores argentinos contemporáneos.

Ahora bien, tomando este recorte se pueden pensar las condiciones de producción del ejercicio literario. A manera de conclusión, ninguno de los autores aseguró vivir de la literatura en el sentido estricto del término, es decir, en términos económicos, ya sea a través de derechos de autor o anticipos editoriales. En un sentido amplio, a veces “ganarse la vida” equivalía a tareas relacionadas con la escritura: edición, corrección, talleres, docencia, etc. Como dice Bárbara Belloc: “Sí, vivo de la literatura en esas zonas sin valor de cambio (la vida personal, la imaginación, las conversaciones, la correspondencia, esos infinitos lujos privados y al margen), y no vivo de la literatura en términos estrictamente materiales, sino de prácticas diversas de la escritura (el ghost writing, la edición, el periodismo, los talleres)”


II


Juan Martini, en una de sus últimas participaciones en el blog de la editorial y librería Eterna Cadencia, escribe que, para llegar a las editoriales grandes, se necesita la recomendación expresa de autores consagrados o de críticos reconocidos. Menciona, también, el cartel que solía estar en la ahora inexistente Editorial Sudamericana: “No se reciben originales”. El problema es, una vez más, las condiciones materiales de producción: la literatura argentina contemporánea no se vende. Esta tensión se expresa de distinta manera en cada escritor. Tomemos dos ejemplos que, por sus antagonismos, resultan atractivos: Alan Pauls y Juan Terranova. Para Pauls la literatura es (y no debe dejar de ser) un plus y un lujo y en este punto radica su valor. Dice Pauls: “Todos los escándalos del mundo literario siempre tienen que ver con la relación equívoca que la literatura mantiene con el dinero”. Aquí aparece una percepción crítica que se fundamenta en la no asimilación de cierta literatura (o las complejidades propias de una actividad y sus relaciones con el dinero) digamos no pasteurizada, al aparato económico y la correspondiente asignación de valor que posee la obra. Es decir: en su condición de escándalo está su condición de valor y también, el reconocimiento o no de una gran obra. Pero también, a partir de este comentario, se hace visible el aparato lector de Alan Pauls que no deja de leer en términos propios de la crítica literaria. Alan Pauls es primero crítico, luego, escritor. De alguna manera, en él, se suele menospreciar lo primero en favor de lo segundo. Recomiendo leer aquí sus excelentes trabajos sobre cine y sus artículos sobre el crítico cinematográfico francés Serge Daney.

Juan Terranova, por otra parte, toma posición desde otro lugar: representa al escritor que decide escribir novelas porque se pagan más que los libros de relatos. Lo hace y lo dice, lo repite una y otra vez para que no queden dudas. Terranova se ubica, en este sentido, en una tradición que comienza con Horacio Quiroga y los primeros intentos, a principios del siglo pasado, en pos de la profesionalización del escritor. Terranova es licenciado en Letras egresado de Puan y tal vez por este motivo asume posiciones de choque y reiteradas polémicas (que a su vez parecen alimentar su engranaje productivo) ante la vida académica y la facultad de Filosofía y Letras, la generación de escritores inmediatamente anterior (Pauls, Kohan) la narrativa que parte de intuiciones teóricas y todo progresismo revisionista. Lo suyo es la vitalidad, la potencia, la energía y la velocidad. Su primera novela, El caníbal, narra las peripecias de un joven – que puede homologarse al propio Terranova – en busca de publicar su primera obra.

Naturalmente, si para Pauls la pregunta sobre literatura y trabajo dispara percepciones críticas sobre el valor, para Terranova, la literatura es trabajo, dinero, y, en todo caso, un modo de ganarse la vida.


III


La aparición de nuevos dispositivos de interacción virtual como el blog abre un abanico, ya sea para la publicación de obras inéditas de nuevos autores pero también para ejercicios de crítica literaria. Si la literatura mantiene relaciones periféricas con el dinero: ¿Cómo funciona la crítica literaria? Primero una aclaración: los críticos son agentes de mediaciones, que otorgan valor y puede decirse que son funcionales al mercado. La crítica literaria, en este punto, interviene e interactúa en el ámbito cultural, ya sea la crítica académica, la crítica en medios especializados y la crítica o reseñas de libros recibidos. Ahora bien, la existencia de blogs, más o menos anónimos, supone un entramado de circulación y producción ajeno a los grandes suplementos culturales (revista Ñ, suplemento de La Nación o Página 12) pero aquí la relación suele ser todavía más perniciosa que la gratuidad y la insolvencia de la producción narrativa. Para empezar, ya no basta la pregunta: ¿Cuánto se paga una reseña en un suplemento cultural? O ¿Con cuanta asiduidad se colabora en dichos suplementos? El blog (o cualquier otro trabajo crítico “subido” en una plataforma virtual) supone un corrimiento todavía mayor de esta lógica. Pero, por supuesto, todo es más complejo. Imaginemos a un crítico joven al que llamaremos X. Las editoriales independientes le envían al crítico X, usuario de un blog o revista determinada, la novedad editorial con la condición de escribir una reseña, no una nota, ya que esta no tiene la suficiente inferencia en relación a las posibilidades comerciales del libro en cuestión. Es decir: una reseña atrae lectores, una nota de un autor desconocido no atrae a nadie. La asignación de valor, para X, no es ya una suma monetaria sino meramente recibir el libro. Y la reseña debe ser positiva, de otro modo no habrá futuros envíos editoriales. Quedará, en algún punto, la esperanza de X de ascender a una colaboración en alguno de los grandes suplementos literarios. Ahora bien, una observación: ¿Es posible para X sustraerse de dicho entramado y realizar una crítica que no sea complaciente y acomodaticia?


IV


Considerando los apuntes de arriba, una intuición: los blogs, entendidos como espacios preferenciales de producción y circulación textual, fueron cooptados con facilidad. El movimiento blogger se derrumbó cuando las posibilidades que abría, por su hipotética pluralidad, admitían un futuro más enriquecedor, al menos en lo que involucra a la crítica literaria. Cabe una fórmula: independencia crítica e intereses editoriales no van de la mano. En un pequeño blog, o en un gran medio, sucede idem. Los blogs, a fin de cuentas, no consiguieron revolucionar al periodismo cultural con su supuesta democratización informativa. Estos por lo general se mercantilizaron para obtener algún rédito económico (lo que plantea, una vez más, y lo hará siempre, las ambiguas relaciones entre escritura y dinero) y así se limitaron a convertirse en meros difusores de marcas e intereses. Sin olvidar que, en muchos casos, los blogs más visitados corresponden a periodistas ya instaurados en el medio cultural o a espacios promocionados por los propios suplementos culturales. Cabría discutir en este punto si la herramienta blogger ha sido fundamental para el crecimiento de nuevos emprendimientos editoriales a menor escala y, a su vez, para una ampliación de la oferta cultural, lo que permitiría el acceso de nuevos autores a nuevas editoriales independientes. Aquí, tal vez, radique su importancia.

Publicado en Orilla Sur.

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