Volver a Blanchott, siempre

¿Y si escribir es, en el libro, hacerse legible para todos e indescifrable para sí mismo?

Maurice Blanchott

Chicos en Kosovo (Segunda entrega)



     En alguna parte de Chile hay un lago de sal tan poderoso que los viejos se sumergen y salen convertidos en momias radiactivas. ¿Qué efecto produce el exceso de sal en el organismo? ¿Y en la mente?

      Me acuesto con medias y me tapo con una frazada de lana hasta la nariz; me hago bolita, me enrosco y me duermo enseguida. Tengo unos sueños raros y profundos, llenos de imágenes luminosas, que por la mañana no recuerdo. Tengo memoria, sí, de que con Sofía y Julián arreglamos para salir el sábado por la noche a un bar de Almagro, un bar donde pasan buena música y la birra es un golazo, dicen. Podemos invitar a Verónica, aclaran, para convencerme. Verónica es amiga de Sofía, licenciada en antropología, profesora en un colegio secundario de La Boca, alta, bonita.

     En la calle me mareo por la helada o el cansancio; cruzo Rivadavia y en un kiosco compro un alfajor triple de chocolate y una gaseosa de medio litro. Pongo todo dentro del morral y prendo un cigarrillo mientras espero el 136. En el colectivo, a pesar de que hay asientos individuales libres, me siento en uno doble, al lado de la ventanilla, y escucho en el Ipod los doce tracks de un grandes éxitos de Joy Division, mientras miro a la gente, los coches, un local de ropa deportiva que comienza a levantar la persiana.

     Me bajo cerca de la estación de Bella Vista y camino hasta la Plaza San Martín por un calle arbolada. La primer encuesta de la mañana se la hago al dueño de una fiambrería, un muchacho rubio de treinta y dos años llamado Aníbal, que se queja del tiempo, del poco trabajo y la inmigración china en el barrio.

    Julián dice que tenemos aguante de sobra. A mi el concepto del aguante me da un poco de risa. ¿Qué significa tener aguante? ¿A quién le importa? Es sábado al mediodía y nos invitaron a  comer un asado en Hurlingam; bajamos del Sarmiento y caminamos, mirando un plano fotocopiado, tres cuadras hasta una farmacia y luego por una calle angosta, repleta de claridad y de casas americanas con jardines. Tocamos el timbre y después de abrazarlo al Rey, cruzamos un pasillo húmedo lleno de vigas y tambores oscuros de metal, hasta una escalera caracol que tambalea y cruje, no se queda quieta. En los descansos hay malvones y macetas con cactus diminutos con flores extrañas como órganos extraterrestres.

     – Arranquen por acá muchachos – dice el Rey y nos señala otro pasillo con sillones de mimbre, acrílicos plateados y telares de gamuza colgando de ganchos enormes y oxidados que descienden del techo.

    Ya en la terraza nos sentamos en unas banquetas ubicadas en ronda, de cara al sol y a una parrilla de ladrillo a la vista donde, a fuego lento, se tuestan las tiras de asado y las achuras. Respiro hondo y siento el olor de cada uno de los amigos, la carne, un aroma a menta mezclado con pis de gato. Así, de a poco, comienzo a encontrar mi lugar de pertenencia, el espacio que ocupo en el grupo y lo que se espera de mí. Una vez hecho esto construyo mis frases, cada comentario, mis reflexiones y risas, siempre efectuadas en el momento oportuno. Más tarde el Rey trae una mesa plegable con una sombrilla que no termina de abrirse, de colores gastados, amarillo, rojo y verde. Tomamos vino tinto y comemos una picada de queso y salame. Después del almuerzo me toca lavar los platos mientras un pibe de pelo largo y pecas que no conozco se ríe de los chistes de los otros. Yo lavo, raspo, unto la rejilla con detergente.  

     En la sobremesa uno de los pibes cuenta que, para hacerle la cola a su mujer, primero se humedece el dedo gordo en saliva y tantea la zona.

    – ¡No falla nunca, prueben! – dice.

    Antes de irnos, mientras los amigos terminan de jugar al wining en la habitación del Rey, me siento en el suelo caliente de la terraza a fumar con las piernas estiradas. Por un cielo despejado y excesivamente azul pasan unas nubes finitas y alargadas.

     Durante el viaje de regreso, desde Hurlingham a Caballito, me entretengo con el degradé urbano que crece a medida que el tren avanza. Escucho Velvet Revolver, Juana Molina, The Police, Mano Negra y así voy mirando las cosas como en un videoclip, bajo el tumulto de la música. Sé que, en el futuro, seguramente tendremos un Ipod intraorgánico que elija la música por nosotros. Julián, en ese momento, me saca de mi mundo interior para preguntarme si escuché la historia del Rey, su viaje a Sudáfrica, el safari, el asunto con los pigmeos. Le digo que si pero igualmente me cuenta todo desde el principio, sin olvidar detalle, y se ríe con fuerza al recordar cada anécdota.

Chicos en Kosovo (Primera entrega)


– A mi lo que me gusta de la música es que potencia los sentimientos. Si te pones triste, intensifica las ganas de estar solo, te hace rumiar a vos mismo, encapsular al dolor. En un buen día la energía se multiplica, algo brota desde adentro y comienzo a crecer: cantás, saltás, bailás. Al menos por un rato, lo que dura la droga o la emoción, ¿entendés? – le dice un pibe completamente rapado a otro, en el asiento de adelante del Roca. Miro su nuca: tiene un tatuaje en el centro, un espiral oscuro y una daga que lo traspasa. En el vagón el frío se cuela por las ventanas entreabiertas y para distraerme comienzo a desflecar los bordes del boleto en tiritas muy finas. Mientras tanto, escucho con atención: los chicos del frente hablan de música pop, de una minita linda que los histeriquea, algo de un partido de fútbol americano en el club Comunicaciones.

    Antes del mediodía estoy preguntando en la oficina de admisión del hospital por los papeles de Rubén Masvernat, atendido en la guardia el día sábado después de sufrir un choque frontal a la salida de la disco El Bosque. Me atiende una mujer de pelo enrulado, con ojeras, que habla mecánicamente, sin pausas, y después de quince minutos de espera en unas sillas de plástico color beige, me alcanza los papeles sin demasiadas preguntas.

     Vuelvo a las seis de la tarde, con una llovizna muy fina que cae arremolinada de un cielo casi complemente oscuro. Cuando el tren pasa frente a la cancha de Racing comienzo a enumerar los futbolistas del club que jugaron en la selección en los últimos años. Alcanzo a contar apenas tres y curiosamente me siento un poco decepcionado, triste, preguntándome si es culpa mía por desentenderme de las cosas que antes me importaban o si mi olvido, en realidad, es parte de una debacle futbolística bastante notoria.



     Al abrir la puerta del departamento me encuentro con Sofía sentada en uno de los puff del living, en calzas y con las piernas cruzadas.

    – ¡Hola! – me dice, con el entusiasmo de un colibrí.

Cuando me acerco para saludarla con un beso, Julián sale del baño tarareando una canción de los Ramones. Mientras conversamos camino hasta la cocina, prendo una hornalla y me refriego las manos, las froto y entrecruzo los dedos encima de la llama. Después me quito la campera, el buzo y el resto de la ropa y la pongo a secar en una percha de plástico. Las zapatillas las apoyo en el marco de la ventana, enfrentadas unas con otras.  

     – Fresquito ¿no? – dice Sofía cuando vuelvo en jogging, al tiempo que pica marihuana sobre la tapa púrpura de un libro.

    Después de fumar comemos una pizza recalentada en el horno y jugamos a enumerar las cosas que no nos gustan. Sofía menciona la vejez, extrañar, las canas, que le crezca el vello púbico, hacer dieta, que le ladren y la persigan los perros, levantarse temprano, el invierno. Julián el acné, mientras se rasponea la cara con los nudillos, que se terminen las vacaciones, el dolor de muelas, la resaca, correr el colectivo y no llegar. Cuando me toca el turno comento que ya no queda birra y propongo bajar a buscar. En una bolsa de almacén que encuentro al lado de la heladera pongo los envases y recién en el ascensor noto que el culito tibio de una de las botellas traspasó la tela de nylon y me mojó el pantalón a la altura de la rodilla. Saludo a Maxi, que está mirando un programa de preguntas y respuestas en un televisor de 14 pulgadas. Compro tres Heineken y un paquete grande de chizitos. De vuelta en el departamento, después de llenar los vasos hasta el tope, con mucha espuma, vacío el cenicero y digo dos cosas: primero que me molesta la hiperactividad de los chicos y luego que odio mi trabajo.

     – Tu trabajo no está tan mal, mirá el mío, el problema es trabajar a secas – agrega Julián.

     – Yo quisiera ser maquinista

     – ¿En serio?

     – Posta

     – O sereno

     – Ese es un trabajo de jubilados al borde de la muerte.

   – Yo tengo un tío que era domador de leones – y les cuento la historia del hermano de Pablo, Enrique Meiller, quién en los ochenta dirigió un circo bastante famoso en la ciudad de Cali, Colombia. Les explico que Enrique viajó por el mundo y que un día un borracho se acercó demasiado a la jaula y los leones le arrancaron un brazo a la altura del codo. Que el borracho levantó su miembro y corrió hasta caer desmayado al frente de la boletería. Les hago creer que los tres dedos de una mano que le faltan a mi tío están asociados a su antigua profesión cuando en realidad se los cortó a finales de los años 80 con la sierra de una carnicería, en José C Paz.


Una probadita tester de lo que estoy escribiendo


16.

    Me cambio rápido y, antes de salir, reviso si tengo señal en el celular. Nada, como ayer. Disfruto del viento, recorro el verde, doy vueltas. Por la mañana el aire es helado y posee partículas de limo o de polen que trae el viento. Más tarde, el aire adquiere aromas irresistibles y, con el transcurso de las horas, cuando llega el mediodía, alcanza su clímax. Las fragancias se evaporan al caer la noche: el viento ya no trae más nada o me resulta imposible distinguir los olores. La naturaleza me emociona, veo las hojas gigantes de un árbol muy violeta que rodea la base de unos arbustos. Desconfío de todo el mundo, menos de la naturaleza. Desde ahora, mi gran poder será desconfiar. Sigo caminando y de pronto tengo ganas de entrar en contacto con el agua. Quiero mojarme las manos, beberla: sufro la necesidad física de verla fluir. ¡Basta de vegetales!
    Rumbeo hacia la zona del río, escuchando mis propios pasos. Quiebro unas maderas finas que se amontonan en el camino ¿Dónde dejé el Ipod? ¿Y los cigarrillos? Busco en los bolsillos traseros del jean, en la campera. Los encuentro. Lo que me hace falta, ahora, es fuego. ¿Podré armar una chispa con un par de piedras y un poco de paja seca? Imposible. Me da fiaca de solo pensarlo. Soy una chica inútil de la ciudad. Cuando llego al río descubro un montón de conejos muertos, con el pelaje retirado hacia atrás. Un olor horrible. Tienen la panza abierta, con las tripas afuera, despellejados. Giro hacia atrás y corro de vuelta a la cabaña.          
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