Simon Reynolds en Después del rock
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Desde abajo Nicolás Almada alcanza a percibir, arrumadas en los colgantes de metal que cruzan el techo del patio, algunas palomas gordas y grises que se aprietan unas a otras para combatir el frío. Después avanza por la galería del colegio parroquial y observa las canaletas y las lozas. El patio parece el mismo, sin embargo han cambiado las baldosas por otras de cerámica azul y remodelaron completamente el exterior de las aulas. En las columnas de la galería caen, pegados con cinta de papel, carteles dibujados con prolijidad: tirar la basura en los tachos, no correr, feliz día del maestro, en Dios confiamos. Al frente distingue la sala de música, el campanario y la librería.
Un momento más tarde, cuando Nicolás escucha el sonido del timbre, se obliga a si mismo a despabilarse y, antes de tomar conciencia de lo que hace, se descubre caminando a paso rápido hacia la zona de los baños. Se detiene. Enfrente tiene el gimnasio, a su derecha el subsuelo con las máquinas y su ruido ensordecedor, más allá la escalera que lleva al primer y segundo piso del instituto. Primero piensa en subir pero al volver a escuchar un crujido que rápidamente se convierte en un conjunto impreciso de gritos y pasos que se acercan, se introduce en el baño y se apoya sobre la puerta ejerciendo presión. Del otro lado avanza una fila india de chicos con equipo de gim y zapatillas deportivas. Nicolás se pone boca abajo y espía por la rendija de la puerta sin preocuparse por el riesgo, por el absurdo de que un hombre de cuarenta años esté acostado en el baño de un colegio primario, en posición de alguien que se dispone a hacer su rutina de lagartijas. Cuando escucha cerrarse el portón del gimnasio se pone de pie, sacude el polvo de su camisa blanca y mira la hora: las ocho y cuarto de la mañana.
Una vez que sale del baño camina hacia las escaleras. En el descanso se encuentra con la capilla: dos filas de bancas de madera llevan hasta un altar, con una pequeña cruz que sostiene a Jesús y pequeñas figuras de santos. Al acercarse los objetos comienza a perder densidad y la sombra de interés que antes irradiaban se desvanece por completo. De pronto nada le da curiosidad sino desgano. Nicolás intenta explicarse este cambio en su percepción pero no puede, con lo cual decide continuar hasta el primer piso. El pasillo que lo recibe de frente es extenso y dado que ha superado la altura del techo, distingue las nubes finas y alargadas y un sol difuso, blanco, que irradia muy poca luz. Comienza a caminar, dejando atrás, una por una, las puertas de las aulas e intenta imaginar que clases se están dando en su interior: imagina a los profesores de matemáticas, derecho y catequesis explicando sus respectivos temas. En la anteúltima aula antes de la dirección descubre por la ventana que los alumnos están charlando y jugando a las cartas, otros durmiendo sobre sus pupitres o escuchando música. Un poco inseguro abre la puerta e ingresa con cara de cansancio y aburrimiento. Algunos chicos se lo quedan mirando; otros no le dan importancia y siguen en la suya.
Con naturalidad apoya su portafolio en el escritorio. Después, sin sentarse, observa el parte de asistencias: una hoja blanca con cruces y algunas líneas en blanco. Lo ojea rápido, casi sin prestarle atención, y pide con voz suave, apenas audible, un cuaderno. Una chica rubia de los primeros bancos le ofrece el suyo y Nicolás lee: revolución industrial, Inglaterra, división internacional del trabajo. En el fondo del aula recomienza el barullo: son pibes de doce o trece años, vestidos con camisa celeste, cardigan y pantalones grises; las chicas usan pollera cuadrillé y medias de lana casi hasta las rodillas.
Almada devuelve el cuaderno y, con el parte de asistencias en la mano, uno a uno comienza a nombrar a los alumnos, mirándoles las caras, ubicándolos en el espacio. Cuando llega al último, un morocho que se apellida Zambrano, hace una pausa y dice en voz alta:
– Melina Correa, pase al frente por favor.
Los chicos se retuercen, giran y dirigen la mirada hacia el fondo del aula. Almada también observa fijamente a la chica sentada en la última fila, con sus anteojos de marco oscuro y su colita de caballo, pálida, rodeada de pibes, sin saber que hacer, apretando con fuerza los bordes de su asiento. Entonces ocurre un impasse: desde el pasillo se escucha el tintineo de la campana que llama a confesiones. Almada imagina a los curas sentados en la banca de madera del confesionario, escuchando la rutina de pecados de todos los adolescentes del instituto. El poder de perdonar, piensa Nicolás y se retuerce.
– Que nadie se mueva – dice – la estoy esperando – y repite su nombre con una seguridad que lo sorprende.
– ¿Al frente?
– Si. ¿No me escuchó? Pase al frente.
Finalmente Melina se pone de pie y camina nerviosa. Una vez allí baja la vista y aguarda. Nicolás decide tomarse el asunto con paciencia.
– Expliquele a la clase porque la Revolución Industrial ocurre en Inglaterra.
Un nuevo terror, especialmente porque cada alumno presiente que el próximo podría ser cualquiera. Pero esto no le interesa a Almada, es decir, no le interesa dar el salto al futuro, a lo hipotético, lo único que le importa de la situación son las reacciones de la chica que está parada delante de todos, la chica de pollera hasta la rodilla que abre bien grandes los ojos detrás de los marcos de sus lentes, como si no terminara de entender la pregunta.
– ¿Cómo?
Nicolás repite lo que acaba de decir, marcando con fuerza cada sílaba.
– Pero no sabía… nadie nos dijo…
– ¡Si no responde tiene un uno!
Melina se queda en silencio. Nicolás, explotando hacia dentro una felicidad secreta, se encamina hacia el centro del aula.
– ¿Y? Seguimos esperando.
Entonces la chica comienza a tartamudear y alguien se ríe.
– Hable bien que no se le entiende – dice Nicolás, disfrutando esa constelación de poder que ejerce sobre los alumnos. Humillarla, piensa, humillarla mucho, que nunca se olvide de esto.
– In… ingla… glagla… terra tenía pupupu erto
– En mi clase no se tartamudea – arroja.
¿Si la dejo así durante horas? ¿O será mejor cambiarla por otro? Porque hay otros, lo sabe, pero decide aguardar todavía un momento, sabiendo que la chica está a punto de largarse a llorar. Ya ni siquiera intenta hablar, sencillamente sufre.
– ¿Usted es o se hace? ¿Cómo llegó a tercer año? ¡Tartamuda! – grita, completamente sacado.
El que antes se había reído ahora baja la cabeza. La chica llora, primero despacio, sofocándose, como si no tuviera fuerzas más que para encerrarse en una de esas capsulas que van al espacio, pero después, especialmente porque Nicolás no afloja la tensión, Melina empieza a toser, a ahogarse hasta ponerse roja y correr hacia la puerta.
– Ah, me imaginaba, no sabe nada, una vergüenza.
Todos la observan luchar con el picaporte plateado y salir al pasillo, al sol de la mañana, a las palomas. Ninguno la ayuda, nadie se rebela porque rebelarse, comprenden, es exponerse. Nicolás se acerca al escritorio, busca una birome y finge anotar algo. Cuando la puerta vuelve a abrirse e ingresa una mujer con guardapolvo blanco, Nicolás levanta la vista.
– ¿Qué está pasando acá?– pregunta girando la cabeza para abarcar a toda el aula, esperando respuestas. Luego mira al hombre que la mide con odio, mordiéndose el labio inferior de la boca – ¿Y usted quién es?
– ¡Hizo llorar a Melina! – grita la chica que antes le había prestado el cuaderno de clase a Nicolás.
La preceptora se da cuenta que el último banco de la segunda fila está vacío; siente que nunca ha estado en una situación parecida, que debería dominarse. Almada ya no la mira, aunque amontona sus cosas en su portafolio, una por una, con calma, hasta se diría que con delicadeza.
– Soy el profesor sustituto – dice muy sereno – ahora mismo voy a hablar con la directora.
Una vez dicho esto Almada pide permiso y sale del aula. Avanza por el pasillo pero en lugar de dirigirse a la dirección baja las escaleras del colegio parroquial. Después saluda al portero con un hasta luego, que tenga buen día y camina hasta la parada de la línea 96.