Cuando Pablo descubrió que al proponer una salida o asegurar su presencia para algún evento, terminaba por sentirse incómodo y desganado, comenzó a dejarse llevar por una suerte de indeterminismo que, en principio, gobernaba su vida. Por un lado temía que el exceso de actividades lo sobrecargara por completo, como una máquina que por un uso exagerado corre el riesgo de fundirse, pero al mismo tiempo lo deprimían los huecos en su tiempo libre. Para alcanzar un equilibrio, se había acostumbrado a responder invariablemente “si, pero dejame ver si puedo” o “creo que ya tengo un plan, pero voy a intentar arreglarme” con lo cual mantenía la expectativa hasta último momento, para al fin dejarse llevar y descubrir sobre el filo si quería ir a la fiesta de una amiga de Carla, o cenar con sus viejos o juntarse a tomar algo con los chicos. Por supuesto, esto le generaba culpa y lo hacía debatir, a veces durante horas, sobre sus verdaderos intereses y lo que tenía o no ganas de hacer. También le preocupaba la dosis de certeza con que había dejado en claro su posición, ya que era conciente de que nadie conocía su método, de esta manera intentaba recordar con exactitud la excusa que había dado y en que porcentaje, sus amigos o su novia, consideraban probable su presencia. Otro problema era, dadas las circunstancias de la salida, con cuanta anticipación debía avisar si asistiría o no. ¿Mediodía antes? ¿Dos horas? ¿Antes de salir? Al final, Pablo se había dado cuenta que su método se había convertido en una forma de ser Pablo y esto no solo le generaba un gran gasto de energía sino que también lo angustiaba.
El caso de la amiga de Carla fue distinto. En el momento en que Carla se lo mencionó, Pablo pensó que realmente tenía muchas ganas de hacer un trío y sin demasiadas vueltas, casi sin discutir ni repensar nada, arreglaron para el viernes por la noche. Otro caso particular era el de los partidos de fútbol de los jueves. Desde hacía años Pablo y sus amigos se juntaban todas las semanas en un complejo de canchas de fútbol 5 en el barrio de Mataderos. Con el paso del tiempo se había convertido en una rutina y eso le ahorraba preocupaciones. Además, le gustaba jugar a la pelota: durante una hora no pensaba en nada más que en pegar patadas, dar un pase preciso o, en un ataque de habilidad, rematar con precisión al arco contrario.
Aquel jueves Pablo jugó bastante bien, metió algunos goles y su equipo ganó por 20 a 16 contra un combinado de amigos del colegio secundario de Jara. Después de bañarse, tomaron unas cervezas en el bar del club. Como solía suceder, a medida que se entonaba con la birra, en lugar de ponerse más locuaz como sus amigos, Pablo se ensombrecía y, desde un rincón, disfrutaba escuchando las historias o los chistes de los otros. A veces se sorprendía pensando lo mal que le caían los comentarios de Andrés, o lo zurdo que se estaba convirtiendo Agustín o le daba asco la forma de fumar, chupando el filtro del cigarrillo, que había tomado por costumbre Jara. Se sentía el analista, o en el peor de los casos el juez del grupo.
Después de una hora, cuando solo quedaban Jara, Agustín y el Joven, Agustín lanzó la pregunta. Como daba por supuesto que no era él quién debía responder, Pablo observó a todos y comenzó a reírse en voz baja.
– Mi novia me gusta más desnuda, por supuesto – respondió Jara, seco, sin agregar nada más y esperando que la ronda de preguntas continuara.
– Ajá ¿y vos?
Pablo se quedó duro, entumecido, sorprendido de que le hablaran a él.
– Que se yo, no sé, que querés – dijo y sintió cómo sus piernas comenzaban a temblar. Preocupado porque estas rozaran las patas y movieran los vasos de cerveza apoyados sobre la mesa, bajó los brazos y se obligó a sostenerlas hasta que logró mantenerlas inmóviles. Después sintió que, si no se controlaba, todo lo que estaba escondido dentro podría comenzar a rebotar a la vista de todos. Pablo suspiró y puso cara de relax. Sin embargo las preguntas de Agustín continuaron: ¿Ataron a sus novias a la cama? ¿Hicieron un trío? ¿Cuál fue el lugar más raro donde tuvieron sexo? ¿Alguna vez se disfrazaron? Pablo decidió no contar nada de la propuesta de Carla. Para su sorpresa, Jara confesó que, hacía algunos años, había comprado una serie de disfraces, entre ellos una pollera de colegiala y un trajecito de latex que imitaba el vestuario de una mujer policía. Si había confianza, explicó Jara, le pedía a las chicas que pasaban la noche con él que se cambiaran en el baño. Esas cosas me calientan mucho, confesó. Pablo, nervioso, escuchaba haciéndose el distraído: alternativamente miraba hacia el bar o al televisor de pantalla plana sostenido por una estructura de metal encima de la cabeza del Joven, quien tampoco participaba en la charla. En una de las paredes, desde el frente hasta la zona de los vestuarios, había una repisa cubierta de trofeos.
Más tarde, cuando la charla decayó y llegó la hora de despedirse, Agustín le propuso alcanzarlo hasta su casa.
– Paso la noche en lo de Carla – mintió.
***
Antes de salir se pegó una ducha. Después, con la toalla anudada a la cintura y todavía chorreando el agua que le caía del pelo y resbalaba por su espalda, permaneció algunos minutos delante del placard, pensando en qué ponerse. No tenía demasiado claro que harían esa noche, tal vez cenaran juntos en el departamento de Carla, pero también existía la posibilidad de que salieran a alguna parte. ¿Dónde? La decisión de la ropa que se pondría dependía justamente de lo que fueran a hacer. ¿Si la llamaba a Carla para preguntarle? De inmediato, por vergüenza o porque temía que, al consultarla, dejara entrever el verdadero motivo de su llamado, abandonó la idea. Primero comenzó por lo más simple: la ropa interior. Eligió unos boxers nuevos que le quedaban bastante bien y después apiló algunas remeras y una camisa manga larga para probarse delante del espejo del baño. Fue desechando de acuerdo al look que le imponían: demasiado cheto, muy punk, con la remera escote en v blanca llamaba mucho la atención y además le marcaba de manera exagerada los bíceps. Finalmente, después de media hora, salió de su casa. Al llegar a la esquina temió haberse olvidado algo y regresó, criticándose alguna clase de descuido. Dio una vuelta por su cuarto y escuchó como su madre, desde el primer piso, preguntaba a los gritos quién era. Desde hace años se pasaba el día entero encerrada con la máquina de coser, arreglando pantalones, diseñando cortinas, cosas por el estilo. ¿Volviste de nuevo? escuchó que decía, por encima del ruido ensordecedor de la máquina que, según le parecía a Pablo, no se detenía nunca. Había veces en que subía a la habitación del desván a buscar una mochila, el metro o alguna tijera y en un acto reflejo acariciaba la superficie de la máquina de coser. Siempre estaba caliente, como a punto de estallar. Pablo tomó al azar los pañuelos descartables que estaban encima de un cd de Jamiroquai y volvió a salir, repitiendo chau por segunda vez y aclarando que volvía más bien tarde. En la calle le mandó un mensaje de texto a Carla diciéndole que el colectivo había tardado muchísimo en venir. Muchísimo, había escrito, a pesar de que la palabra no aparecía en el modo de escritura automática de su celular. En realidad nunca guardaba estas palabras difíciles, al terminar de escribirlas letra por letra desechaba la idea de agregarlas al diccionario pensando que solo perdería el tiempo pero, en promedio, en casi todos los mensajes tenía que recurrir a las opciones para poder expresar lo que realmente quería.
***
Cada vez que llegaba al departamento de Carla miraba de reojo a las mujeres que esperaban clientes en la esquina y por un momento, le acometía el deseo de encararlas. Era un instante nada más, una descarga que duraba un milisegundo, como un flash que luego se desvanecía. No sabía si en realidad lo movilizaba el deseo de acostarse con ellas, la curiosidad o lo sencillo que podía resultar todo, al menos en su imaginación. A veces las miraba y lo sorprendía la velocidad en que ellas detectaban su presencia. Era algo instantáneo, un acechar constante o una energía que parecía transmitirse entre los cuerpos. Tal vez esas mujeres, por el hábito de su trabajo, habían generado hormonas sensibles al deseo sexual. A Pablo esta idea le parecía posible. Ahora, en el momento mismo en que la mujer lo notó, bajó la vista y fingió que apretaba de nuevo el departamento número tres. Cuando escuchó la voz de Carla en el altavoz y luego el pitido de la puerta que se destrababa, apoyó la mano en el tubo vertical y empujó. Subió las escaleras. En el primer piso, sobre la pared, detectó un grupo de abejorros inmóviles. Raro. Primero pensó que eran manchas negras, como pintura salpicada, pero, al agitar la mano, las moscas levantaron vuelo. Mientras saltaba las escaleras de dos en dos, pensó en los matamoscas. ¿Todavía se fabricaban? Hacía años que no veía uno, su último recuerdo era el de su abuela, una tarde de mucho calor, cuando ahuyentaba los insectos que revoloteaban alrededor de la cocina. Recordó también la terraza de esa casa, el tanque de agua donde se escondía para que nadie lo molestara. ¿Esos eran signos de autismo? ¿Esconderse de los demás detrás de un árbol, en el baño o un tanque de agua repleto de ladrillos y chapas viejas? Hubo un tiempo en que buscaba información en Internet sobre la enfermedad o consultaba revistas especializadas sobre el tema. Una vez se quedó despierto una madrugada entera para grabar en vhs un documental sobre las capacidades extraordinarias de los niños autistas. ¿El podía tener dentro de sí todo ese talento? Con el correr de los meses se había olvidado del asunto y comenzó a preocuparse por tener una hernia de disco (le dolía mucho la espalda), o quedarse ciego o tener vih. De una u otra manera, siempre presentía los signos de una enfermedad que le impedía funcionar al 100 % de sus capacidades. En ocasiones de extrema lucidez o felicidad presentía ese umbral de rendimiento que, por supuesto, no duraba demasiado. Esta falta de plenitud, por momentos, le generaba un bajón anímico impresionante.
Finalmente llegó al tercer piso y apretó el timbre. Abrió Carla y se dieron un beso rápido, tímido, casi obligado. En el living, sentados alrededor de la mesa ratona, estaba Lucas, un amigo gay de Carla, y Andrea, una chica judía, de rasgos puntiagudos, ojos claros y flequillo que reposaba encima de sus pestañas.
– Hola, que tal – dijo Pablo, saludando con un beso en la mejilla.
Charlaron durante un rato, tomaron cerveza, fumaron. Andrea había viajado a Europa hacía muy poco y contaba su experiencia en París: las calles tenía nombres fascinantes, la Torre Eiffel se iluminaba de noche y podía verse desde todo los rincones de la ciudad, exageraba Andrea, los quesos y los vinos franceses eran exquisitos y muy baratos.
– ¿Y los chicos? – preguntó Carla, guiñándole un ojo a Pablo.
– Divinos, hiperproducidos, mucho saco y bufanda – respondió Andrea – A vos te encantarían Luqui, son todos comos los de Air – dijo.
– ¿Cuál es la french music que la está pegando? – preguntó Lucas, reclinándose en el puff y apoyando los codos en el suelo. Ahora abría grandes los ojos y arqueaba las cejas, en señal de interés.
Andrea habló por un rato de música, de fiestas europeas, de las drogas que estaban de moda. Después contó una serie de detalles que en apariencia resultaban insignificantes pero que a Pablo le llamaron poderosamente la atención. Por ejemplo, contó que al usar el msn, cuando charlaba con Lucas y él estaba escribiendo un mensaje, en París se leía “Lucas est en train d´ écrire” en la parte inferior de la pantalla. Pablo recordó la escena de Pulp Fiction en que Vincent le cuenta a Jules que la hamburguesa con queso, en Francia, se llama Royale with cheese. ¿El podría notar esas pequeñas diferencias? A veces le resultaban incomprensibles algunas percepciones. En ese momento Lucas se río y se levantó para ir al baño. Pablo se lo quedó mirando: usaba una remera rayada, sombrero, pantalones de jeans y zapatos leñadores sin medias.
Después de una hora los amigos de Carla se fueron y los dos subieron al balcón. Llevaron los vasos, un cenicero y se sentaron en las sillas de plástico observando las luces del edificio de enfrente. Luego, mientras escuchaban por Internet a los Dandy Warhols, sintieron desde la calle gritos y un ruido de botellas quebrándose en el asfalto. Se asomaron y vieron a un grupo de loquitos que gritaban y amenazan con cagar a piñas a otros loquitos que ellos no alcanzaban a ver, porque ya habían dado la vuelta a la esquina.
– ¿Llamamos a la policía? – preguntó Carla.
Pablo se quedó callado.
– No pasa nada, esperá – dijo.
Más tarde se acostaron y entonces Carla mencionó que su amiga Andrea le había propuesto algo curioso: un trío. ¿Entre quiénes? preguntó Pablo. Nosotros, respondió Carla y a él le gustó la idea. Después Pablo se distrajo mirando el movimiento circular de las aletas del ventilador de techo y el ruido de un borde de metal que las rozaba. Quizá el ventilador estuviera mal ajustado, con lo cual, existía el peligro de que se les cayera encima. Para colmo, en la posición en qué se encontraban, los despedazaría por completo, comenzando por el estómago. Quedaba la opción de apagarlo, pensó, y entonces dijo que lo mejor sería el próximo viernes por la noche.
– ¿Qué cosa? – preguntó Carla.
– El trío, ¿no hablábamos de eso? – respondió Pablo.
***
Esa noche durmió muy poco; lo despertaban los ruidos, los movimientos de Carla y varias veces giró la almohada para ubicar su lado fresco. A veces le costaba mucho dormir y le reprochaba a su propio cuerpo, como si este no le perteneciera, lo cansado que estaría al día siguiente. “Si no te querés dormir, mañana te la vas a tener que bancar” le decía. Pero esa noche Pablo estaba excitado y sorprendido por todo lo que acababa de suceder. Andrea se había ido a la madrugada en un taxi y ellos dos se quedaron en la cama hasta la mañana siguiente: Carla dormía como un bebe, Pablo no paraba de dar vueltas.
Después de desayunar, alrededor de las once, Pablo le dijo que tenía algunas cosas que hacer.
– Estás como raro ¿te gustó lo de ayer? – preguntó Carla y Pablo respondió que si, que le había encantado. Se despidieron y, ya en la calle, caminó dos cuadras hasta la parada del colectivo. No estaba cansado, en cambio se sentía ansioso y muy fuerte, como si alguien, durante la noche, le hubiera soplado un vapor energético en la boca.
Mientras viajaba en colectivo, a la altura de Castelli, vio un puesto que vendía unas sandías enormes a muy buen precio. Se bajó apurado, eligió una y, levantándola con todas sus fuerzas, paró un taxi. Una vez que logró subir, le indicó al chofer la dirección de Agustín. A las doce en punto golpeó la puerta de la casa de su amigo y después de un momento Agustín salió a recibirlo y permaneció un rato mirando la sandía que le señalaba Pablo: era gigantesca, hermosa y de un verde luminoso. Los ojos de Pablo también parecían verdes, tal vez por el sol. Y también brillaba y parecía un gigante, pensó Agustín.
– ¿Estás bien? – preguntó Agustín
– Si – dijo Pablo – tenía ganas de hablar con vos.
Caminaron por un pasillo cubierto de enredaderas.
– ¿Tenés un cuchillo? – preguntó Pablo al llegar al patio. Entonces, sentados en una mesa de cerámica con un tablero de ajedrez en el centro, comenzaron a cortar la sandía. Los tajos eran delicados pero profundos y del filo del cuchillo chorreaba jugo.
– Esperá que mientras, traigo un tinto – dijo Agustín.
Descorcharon, se sirvieron y después comenzaron a comer la sandía.
– ¿Querés otro pedazo? – ofreció Pablo cuando terminaron. Después el que cortó fue Agustín.
– ¿Más?
– Dale, la verdad, está riquísima.
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