Cuando Verónica me cuenta que a su
hermana la dejó el novio y que está tomando anti-depresivos, la interrumpo para
decirle que de eso murió Ian Curtis, el cantante de la banda inglesa Joy
Division. Como al hablar uso un leve matiz irónico y me quedo aguardando que
ella mencione alguna cosa, Verónica me dice que me quede tranquilo, que la
conoce muy bien a su hermana. Después miramos el reloj, entre las dicroicas del
bar y unas luces flúor, del color de ciertos jabones industriales.
– Mirá – le
digo señalando con la cabeza a un pibe bastante borracho que se pone a bailar
reggae en la entrada del bar.
Verónica ríe,
me dice que está bueno mi cardigan y sube las escaleras hasta el baño del
primer piso. Ese tiempo lo aprovecho para llamar a Julián: el gil me clavó a
propósito. Para pasar el rato, observo un dibujo colgado en la pared: Han Solo
enfrenta una tundra de nazis, con Chewbacca, el Halcón Milenario y Luke detrás.
Al rato, cuando
Verónica vuelve, me la empiezo a imaginar desnuda y veo la escena desde arriba,
como un panóptico, después desde una posición lateral y finalmente desde mi
perspectiva. Se trata de una serie de diapositivas que se suceden a una
velocidad fulminante, una tras otra. Tengo que refrenarlas, pienso, refrenarlas
para sentirles el gusto.
Verónica se
sienta y decidimos pedir otra jarra de cerveza tirada y una nueva ronda de
palitos salados.
Al día
siguiente amanezco muy mal. Me arde la cabeza, estoy sudado y me cuesta
levantarme. Lo intento una vez, dos veces, vuelvo a caer y me limito a mirar el techo del cuarto. Por las hendijas
de la ventana se cuelan pequeños rayones de sol en forma de bloques
rectangulares que culminan su recorrido en la pared. Pienso que afuera el día
debe estar muy lindo y entonces tengo conciencia de que me siento pésimo. Me
levanto, voy hasta la pieza de Julián y al no encontrarlo camino hasta la
cocina en busca de aspirinas. Me preparo un té de boldo y me hecho en la cama hasta
que comienza a anochecer.
Lo que hago
entonces es pegarme una ducha con el agua hirviendo. Después, desnudo, me
siento en el inodoro y hundo la cabeza entre los brazos. No sé cuanto tiempo
estoy así, hipnotizado, con un brillo fosforescente que late en mis ojos, sin
saber que hacer, hasta que me vienen arcadas y vomito los azulejos del baño. El
resto del vomito, carne, baba blanca y esponjosa y pedazos grandes de algo
amarronado, cae en la pileta. Cuando me recompongo junto los pedazos con los
dedos, los aprisiono con fuerza para que no resbalen, los lanzo en el inodoro y
hago correr el agua del tanque. Después me acuesto en la bañadera con las
piernas flexionadas y los brazos colgando, preparado a estirarme en caso de que
haga falta. Pero no sucede nada, estoy vacío, seco por dentro.
Me despierta el
teléfono. Cuando atiendo escuchó la voz de mi padre.
–
Amanecí con fiebre y mal de la panza – explico, apoyando el aparato
entre el hombro y el mentón. Una posición bastante incomoda.
– ¿Te tomaste una aspirina? – pregunta.
Le cuento lo
que pasó y se ofrece a venir. Lo tranquilizo, le digo que no hace falta, que
ahora me voy a acostar.
– Además, no pasa nada papá – digo y giro
el aparato, relajo el cuello y respiro hondo.
– Bueno,
cualquier cosita me llamas – decide y me cuenta de un partido de tenis que
acaba de ver por televisión, una repetición de la final de Wimbledon entre Borg
y McEnroe.
Cuando me
despido, quedo un momento con el tubo en la mano, sentado en el sillón, en
pelotas. Media hora después tocan el timbre, me visto con la ropa que use
anoche y bajo en ojotas. Lo primero que dice Sofía, antes de saludarme, es que
tengo una cara de mierda.
Otra vez estoy
en la cama, escuchando como Sofía trapea el piso del baño.
– Me estoy re muriendo Sofi, ayudame.
– Pelotudo
– Me voy a
morir y vos no haces nada
– Te cuido y
encima limpié todo el vómito, ¿te parece nada? – me dice, frunce la nariz y
pone cara de asco – Te tenés que buscar una novia boludito. Acostate bien,
dormí, ¿querés?
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