La calidad del aire es omnisciente. Por la mañana el aire es frío, oscuro y transparente como el vidrio. La oscuridad del aire transparente es casi visible, como si estuviera constituido de partículas de limo, pero la vista llega a cien kilómetros. A esta hora el aire es demasiado frío para poseer un aroma propio. Predominan los aromas del café, las salchichas, el cerdo de la comida. A las once el sol ha caldeado el aire. Ahora huele a jardín, a pinos, a la maleza y las flores silvestres del prado que hay detrás del granero. El aire es tibio, pero ligero y mutable. Se vuelve pesado poco después de la comida. Entonces huele a azúcar y especias, pero a medida que se vuelve más pesado y tibio, predomina la maleza. El olor de las hierbas es más fuerte que el de las especias, es como el de los fármacos. Mientras tanto, en la montaña el aire es frío y mutable, y a las cinco o a las seis, cuando entran los niños para cenar, el aire frío se extiende sobre el bosque como una nube (huele el aire de montaña). Se disipa el aroma de especias y fármacos, pero el aire frío se extiende de manera desigual y en la terraza o al ir al cobertizo se sienten remolinos de frescura y calidez, de claridad y fragancia, con la nitidez de las corrientes del lago. Después de la cena el aire de la terraza vuelve a ser fresco y claro, demasiado ligero para retener muchos aromas (a no ser que llueva), pero en la terraza o dentro de la casa se perciben los cambios del aire. Se agitan las cortinas de la ventana. El olor a piedra fría de los bloques macizos de granito de la chimenea abierta se estrella contra la pared y cae sobre nosotros. Luego se va y nos llega el olor fuerte de las flores cortadas. Llueve en los alrededores, tal vez en Hebron o Alexandria, y durante diez minutos el aire se vuelve picante. Entonces se aquietan los aromas permanentes de la habitación: el revestimiento de madera, las cenizas, las flores. Es este juego continuo de luz, aire y agua lo que despierta mi sensibilidad. También la sensación de verano y juventud. Al atravesar Ossining y bordear el río por la autopista, sentía la proximidad de la ciudad, sentía que me acercaba a un incremento de la fealdad.
John Cheever, Diarios.
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John Cheever, Diarios.
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