Miro la nieve por la ventana. Aunque desde acá no veo la calle sé que las mujeres caminan abrigadas y les rebalsan las bolsas de regalos. Me anudo la bufanda al cuello, me pongo el abrigo y me cruzo el morral. Abro la billetera: setenta dólares y la foto que nos sacamos en Buenos Aires. La tiro en el cajón de los cubiertos pero la saco. No quiero verla cada vez que agarre un tenedor. Camino por toda la casa. Es la primera vez que busco un lugar para guardar algo que no quiero volver a ver, y no encuentro, acá todo es poco y todo es nuevo, usado, sí, pero nuevo para mí o más bien extraño, mi casa extraña porque acá nieva, hay escaleras para llegar a planta baja y después más escaleras entre la puerta del edificio y la calle. La madera del piso cruje y no me importa que la cama haga ruido y que el colchón se hunda cuando nos acostamos. Levanto la almohada pero poner la foto ahí sería un suicidio. En la cajita de los anillos tampoco. Agarro el anillo que me regaló para mi cumpleaños. La piedra azul brilla divina. Me lo pondría pero no quiero usarlo. Me queda bien, es ideal, a medida. Me lo saco. Ya son dos objetos para esconder. Camino al living, apoyo la foto y el anillo en la mesa y voy a la cocina para agarrar la escalera, la llevo hasta el cuarto y la abro lo más cerca posible del placard. Vuelvo al living, agarro las cosas para subirme y tirarlas en una valija. Nunca abro las valijas y están tan arriba que el tedio de ir a buscar las cosas ahí va a ganarle a cualquier intento de revisionismo.
Voy a la cocina a agarrar las llaves. Me acuerdo de sacar la basura. Un envase vacío de yogur quiere zafarse del nudo que hago con la bolsa. Ya no habrá envases como ese en este departamento. Ok. Foto empieza melancolía, envase de yogur termina melancolía. Si no habrá envases como ese y quiero tanto envases como ese, por qué no lo saco de la bolsa y lo dejo de adorno en la biblioteca. Lo hundo entre otros envases y papeles que tampoco son míos. Cierro la bolsa, hermética, no veo más que nylon blanco y el logotipo del supermercado, enorme. Me anticipo y decido no profundizar en las salidas al supermercado que ya no haremos juntos. Tampoco íbamos tanto. Yo prefería este de la bolsa, y él prefería el de la calle ciento quince, así que no voy a creerme justo ahora eso de la pareja feliz que salía de compras los domingos.
Me pongo el gorro de lana y salgo. Cierro con todos los cerrojos. Si cuando vuelvo no están puestos es que él está leyendo en el sillón rojo frente a la ventana. Bajo las escaleras en un trote rápido. Abro la puerta de calle, bajo los últimos escalones, tiro la basura y empiezo a caminar las cuatro cuadras hasta la estación de metro. Aunque me conviene bajar a la ciento diez voy a la estación de la ciento dieciséis. Mucha gente en todos lados. Caminan o estacionan autos. Muchas familias pura sonrisa blanca de publicidad que por momentos también parece nieve y contrasta con el verde de los arbolitos. Parece que algunos se acordaron a último momento y compran el arbolito hoy. No hay mejor actividad para un domingo de invierno, la noche antes de navidad, que preparar el arbolito en familia, ponerle bolas de colores y lucecitas que transforman cualquier casa en un hogar feliz. Pasa una familia con más de uno, el padre lleva el de tamaño standard y la nena uno extra small para armar en su habitación y jugar con las muñecas. Ciento quince street. Ciento dieciséis. Metrocard. Metro. No comprendo qué dicen esos chicos, tienen un slang imposible. Un hombre sube para vendernos algo. Como casi siempre, muchos objetos en uno. Escucho su voz remixada con el correteo del metro en las vías. Algunas miradas entre la gente. Otras miradas perdidas. Una pareja se besa apasionada en cámara lenta. Se besan despacio como si buscaran, más que el placer de besarse, la posibilidad de recordar ese beso cuando ya no estén juntos, después de que uno abandone al otro un día cualquiera. Una vieja atraviesa el vagón apurada, de malhumor. Una mujer sola parece súper héroe. Tiene como cincuenta y jeans muy ajustados. La nariz respingada operada y pelo cortísimo, rubio platinado casi blanco tirado para atrás con gel como si el viento le estuviera soplando en la cara todo el tiempo, efecto viento en los árboles del sur, quedan todos para un costado y uno, porteño, no sabe por qué, y es el viento, que siempre va para el mismo lado y los atrofia. Un chico se para como para bajar pero no baja. Parece suspendido en el aire del vagón. Me gusta la sensación de verlo suspendido en el aire, fijándose en el cartel de estaciones dónde bajar. Dos latinos suben y miran a la mujer súper héroe. Busco a la pareja que se besaba pero ya no está. Llegamos a la estación de la calle ochenta y seis y decido sin razón que en la próxima, en la setenta y nueve, me bajo y empiezo a caminar.
Camino, tengo hambre, cuadras y cuadras, no sé elegir, me tienta todo, no descarto, camino hasta que al final no puedo más y es el cuerpo el que decide ya, parar acá. Entro en Subway y pido el sandwich de pollo teriaki. Me dan un papelito con una encuesta, ¿cuál es mi sándwich preferido? Marco con una cruz el de atún. Marco el de atún y estoy esperando que me den el de pollo teriaki, su preferido. Hago un bollito. Me dan el sándwich. Tiro la encuesta en el tacho antes de salir del local.
Gente que habla sola, un hombre de mirada transparente parece asesino serial y me inhibe, agacho la cabeza, veo mis borcegos. Izquierda, derecha, izquierda, derecha. Estos borcegos y la mochila de mochilero son las dos cosas que siempre me acompañaron en todos los viajes. Esta vez vinieron los borcegos con la excusa del invierno, la mochila quedó en Buenos Aires, no servía para un viaje de un punto a otro, sin itinerario ni regreso previsto. Las valijas son otra cosa, son parte de un proyecto de los serios, esos que si no salen bien son un fracaso aunque todos digan “lo peor que puede pasar es que vuelvas, y eso no es grave” pero no, lo peor que puede pasar es que me vaya bien, me enamore, me separe y no vuelva justo por lo bien que me va en ese proyecto. Se equivocaron o me engañaron, nadie había hablado de amor, se trataba de estudiar y de hacer amigos nuevos, nadie imaginó que él se iba a acercar a hablarme en la biblioteca. Todos cara de sorpresa cuando nos fuimos a vivir juntos. Como si yo no pudiera tener pareja, levantarme un tipo, que venga a hablarme un día un ratito, después otro día y después invitarme a salir, y otro día, antes de volver cada uno a su casa, por qué no tomamos un café y hablamos de literatura, de poesía, de tu familia, el desarraigo, y por qué no vamos al cine y por qué después no hablamos de cualquier cosa un viernes hasta las seis de la mañana en mi casa mientras nos agarramos las manos porque hace mucho frío en esta ciudad. La nieve se derrite en el piso. Izquierda, derecha, izquierda, derecha, izquierda, derecha, mejor contar los pasos hasta la esquina: uno, dos, tres, unos tacos plateados pasan de largo junto a unas botas tejanas, escucho las carcajadas y el chocar de las bolsas, yo todavía no compré ningún regalo, debería llevar algo más que las explicaciones de por qué sola, izquierda, derecha, izquierda, derecha, setenta y cuatro y Central Park West, la calle nevada es demasiado romántica para un día como este.
¿Estará Yoko en su casa? ¿Estará justo llegando o justo yéndose? ¿Habrá algún día en el que no piense en John? ¿Se le habrá borroneado su cara, sus gestos precisos? ¿Soñará mucho con él? En la vida diurna hay que hacer un esfuerzo para recordar cómo era su cara y el esfuerzo no sirve de nada, nada que ver con la voluntad, nada parecido ni siquiera a mirar una foto. Contemplar y recordar no tienen relación, y cuando menos lo espero, aparece en el sueño y al despertar no puedo creer que no pude congelarlo, hacer del sueño la vigilia, volverlo a ver. Nunca logré entender la imposición de distancia con los que estuvieron más cerca. Es absurdo. ¿Cuándo habrá dejado de pensar en el asesinato del marido cada vez que entraba en su casa? ¿Cuántas veces habrá imaginado la escena? Tengo que comprar regalos, debería dejar de caminar como si fuese verano. Me dejó sola en esto, tengo que comprar los regalos, ir a cenar, escuchar las preguntas, dar explicaciones. ¿Qué nos costaba esperar a que pasen las fiestas? ¿Por qué justo ahora? No le importó ni cómo voy a pasar estos días, ni sus amigos, ni nuestros amigos, ni siquiera me ayudó a pensar qué decir, o a inventar una mentira juntos, quizá sería mejor no ir, decir que estoy enferma, que él tampoco va porque prefiere cuidarme, que nos vemos otro día, merry christmas. Pero después qué, al día siguiente qué, ¿explicar que en realidad él se fue y que yo no tenía fuerzas para salir de casa? No. No es cierto que no tengo fuerzas: es invierno, es navidad, él acaba de irse y yo estoy caminando por pleno West Side otra vez a la estación de metro para ir a comprar libros para mis amigos. Él se fue pero yo me quedo, soy la que puede quedarse y salir a caminar y hacer compras y festejar navidad. Él en cambio se va, me deja, no le importan sus discos, sus libros, ni su sillón rojo, y si se llevara las fotos necesitaría quemarlas, ¿cuántas veces lo hizo? Una, dos, tres, ahora empieza a correr para mí todo lo que hizo con sus ex, los mecanismos del olvido y de la supervivencia, no poder soportar el presente si se enciende la luz del pasado. Nunca entendió que mientras él vacía sobrecarga al otro, ahora todo lo tengo yo, el sillón, las fotos, los libros, los cd´s, los amigos en común y la fiesta de navidad. Ok. Me puse quejosa. Me quejo, sí. Me quejo. Soy la mujer abandonada más triste de la historia. La protagonista de una novela decimonónica. El destino de la tragedia griega. Ahora empezará el temor de que nunca más nadie se enamore de mí o, peor, que nunca más me enamore de nadie. La maldición del desamor convertida en una espada brillante clavada en mi pecho.
Me golpean. El hombre señala el semáforo. Está verde, sí, ya sé, no, no me di cuenta. El hombre lleva de la mano a una nena de unos ocho años, toda vestida de rosa ojos claros rubiecita con el corte de Matilda. Me mira y sonríe, sonrío, voy a cruzar y me saluda con la mano. Bye, merry christmas, digo, y camino rápido, cruzo y bajo las escaleras al metro. Agitada intento recuperar aire como si bajo tierra pudiera respirar mejor que arriba.
Una madre pelea con su hija adolescente. Una chica apoya su cabeza en el hombro del chico. Un viejo lee el New York Times. La madre levanta la voz, la hija mira al piso. Debe tener vergüenza de esa madre gorda pelo rojo y ojos pintarrajeados. La chica sólo quiere ir a una fiesta. La madre dice que en navidad no. La hija se tiraría del subte. La madre grita, todos la miran. Abro la cartera. Auriculares. Hold. Me tienta todo, no descarto, podría poner random. Cualquier canción. Todas. La boca de la madre se abre cada vez más grande. La hija la mira de reojo con odio. Times Square. Combinación. Ellas también bajan. Camino rápido. Llego justo y me tiro en el subte siguiente. Pocos minutos después yo también me pierdo entre la gente, zapatos, zapatillas, escaleras, la calle, tacos y botas. El mismo camino cuando lo hacíamos juntos era más lento, o rápido, pero a nuestro tiempo, un ritmo de los dos, mirar a los demás y comentar la ropa o un gesto, o esa pareja que ni se mira, aburridos, sin hablar, cada uno en lo suyo. Siempre hablamos de parejas. Nos poníamos en una línea paralela, libres de cualquier minucia de pareja tradicional no por excéntricos sino porque nos entendíamos como ningún otro podía entender a cada uno. Dos nenes que juegan un juego inventado por ellos indescifrable para los demás. Nada raro. Inexplicable, quizá. Pero no raro. El más simple juego de encastre: encastraba. Éramos indestructibles. Una pareja superhéroe frente a las parejas aburridas. Pareja infancia. No llegamos a aburrirnos. No lo hubiéramos tolerado. No hubiéramos podido seguir sólo porque sí. La ventaja desventaja de elegir todo todo el tiempo. Te elijo hoy. Te elijo hoy. El amor nuestro de cada día. Te elijo hoy. Hoy también. Tantos hoy que seguro te elijo mañana. Y mañana te elijo hoy. Te elijo hoy. Hasta que hoy no. Me voy, Ani. Interrumpió mi lectura en el sillón rojo. I´m leaving. ¿A dónde?, pregunté suponiendo un viaje de trabajo, unos días afuera, una visita a sus padres. Él no contestó. ¿A dónde?, mirá que ya arreglamos para navidad…dije, pero sabía que algo andaba mal.
Desde hace varios días cada uno hablaba en su lengua. Nos entendíamos igual. Los dos sabemos los dos idiomas, hablamos juntos en uno o en otro. Cuando peleamos cada uno vuelve a su español o a su inglés. Poseíamos la lengua o nos poseía a nosotros como un arma de guerra o como una casa donde podemos descansar a resguardo de los ataques de la potencia extranjera. Una tontería tácita pero efectiva, hasta que a alguno le salía una palabra en el idioma del otro, una mala palabra, fuck you en mi boca, boluda en la suya, casi siempre las mismas palabras en el mismo momento para volver al encastre perfecto. No llegamos a aburrirnos nunca, ni siquiera antes de ayer, ayer u hoy mismo, que yo pregunté a dónde, recordé la cena de navidad y él dijo I´m leaving New York, I´m living home. What?, me salió en inglés.
No doy más, dijo en castellano.
Marina Kogan
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6 comentarios:
Uau.
afuera llueve tormenta eléctrica y este cuento es así, tal cual.
tal cual, sí
Este cuento es impresionante!! Me pone triste lo de Marina, igual, lo quería colgar hace bocha y no me animaba (¿?)
Los anónimos llenan de intriga mi vida.
Es un cuento hermoso. Me gusto mucho!
GUAU! increíble
Muy lindo!
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