Por la boca muere el pez

Una mañana, al abrir mi correo, encontré un mail de una chica llamada Florencia Castiglione, cuyo asunto decía: Nuevas expresiones artísticas latinoamericanas. En su mensaje me contaba que había leído algunos poemas míos a través de la web y que estaba organizando un festival multidisciplinario en Chile para principios del mes de septiembre. El proyecto, me explicaba, recién estaba arrancando aunque ya tenía confirmada la presencia de muchos argentinos talentosos: escritores, dramaturgos, compañías de teatro, fotógrafos, pintores, etcétera. Y mencionaba cantidad de nombres que yo no conocía, y, al lado de algunos de ellos, ponía una sonrisa, como si estuviera especialmente feliz de que Augusto Correa o Damián Stilbz participaran del evento. Hacia el final de su mail aclaraba que el festival buscaba dar a conocer las expresiones de jóvenes artistas, preguntaba mi opinión y me pedía, por favor, que le enviara un pequeño currículum artístico y algunas poesías. Yo, por supuesto, accedí, pero aproveché para pedirle algunas referencias, más datos y luego, sin darle mucha importancia, porque no quería ahuyentarla ni mucho menos arruinar mi primera posibilidad de participar en algo grande, le conté que ya casi no escribía versos sino relatos, y le adjunté algunos en un word con las url de una o dos revistas en las cuales había publicado. Florencia me respondió al día siguiente, diciéndome que ya tendría novedades y que, por ahora, lo único que le interesaba eran mis poemas. Debe ser la única, pensé: ¿A quién carajo le puede importar mi poesía? Y después comencé a buscar datos de Florencia en el google: colaboraba en una editorial independiente llamada Cuatro cubos, era periodista cultural y también actriz. Actriz, repetí en voz alta, porque los actores en general me producen una extraña mezcla de fascinación y de rechazo.

De Florencia no tuve noticias por un tiempo hasta que, un mes después, en mayo, volvió a escribirme. Esta vez me envío una larga grilla donde estaba mi nombre, me contó que expondría mi trabajo el día sábado (el evento duraba tres días) y que sería conveniente que preparara una exposición o una lectura, si era performer mejor, porque la idea siempre había sido que todos los rubros y las disciplinas se interconectaran entre sí. Como el miedo suele abrirse paso dentro de mí de manera inmediata y con una fuerza descomunal, me asusté muchísimo y tuve la certeza de que si alguien no podía conectar con el trabajo de otro, ese alguien precisamente era yo. Sin embargo mentí y le dije que pensaría en algo, que seguramente no habría mayores problemas. Y, preso de una maravillosa cebadez, consideré hacer un mash up de poemas y cuentos con videos musicales de rappers bonaerenses, de sumar a alguien que supiera tocar la guitarra, de hacer un cut on a lo Burroughs y vivir una experiencia vanguardista un poco mediocre. Como fuera, el evento ya tenía fecha: del 3 al 5 de septiembre en el salón de convenciones de Santiago. Nosotros, me explicaba Florencia, viajaríamos un día antes, el 2 de septiembre. Igual, tenemos que encontrarnos, decía Florencia, antes de despedirse con una sonrisa.

Con Florencia nos conocimos unas semanas más tarde, en un bar de Palermo. Florencia era flaquísima, tenía unas rodillas huesudas que llamaban la atención aún camufladas por unas calzas negras, ojeras y hablaba muy rápido, casi sin darse tiempo para respirar. Yo tardaba un momento en digerir lo que ella decía, como si las palabras, escupidas una detrás de la otra, debieran acomodarse en mi cabeza para cobrar algún sentido. Además, terminaba sus frases con un ¿te parece? o alguna cosa parecida, obligándome a comentar algo, a decir que si o, cada tanto, porque sentía que de otro modo no daba la impresión de estar atento a la conversación, matizar un poco sus ideas, colocar un pero detrás de algún sí, exponerme a un ida y vuelta que, por lo general, intento evitar. Después me contó algunas cosas sobre el proyecto, me habló de una chica llamada Luisa que estaba organizando todo desde Santiago, que eran muy amigas, que juntas habían ganado un subsidio y que, creían, todo iba a salir perfecto. Después, antes de despedirnos, me alcanzó un sobre con los boletos y, otra vez, la grilla y un folletito con la data del evento.

– Nos vemos el 2 en Ezeiza, ¿te parece?

Y eso fue todo.

***

Al aeropuerto de Ezeiza llegué sobre la hora. Primero recorrí la plataforma de embarque, el check in y cuando me disponía a encerrarme a fumar en la pecera tóxica para calmar la ansiedad, descubrí a Florencia, ahora platinada y con el pelo corto, sentada en una mesa muy extensa, con quince o veinte personas, todos con valijas de diversos tamaños, hablando sin parar y gritando. Saludé, agarré una silla y me senté en la punta de la mesa, al lado de un cineasta bastante divertido llamado Aníbal, que usaba una boina escocesa y tenía una voz calma y espaciosa. Cada vez que hablaba, decía cosas redondas, muy precisas. Yo sentía la necesidad de prestar atención a las palabras de Aníbal, de estudiar sus frases. En un momento le dijo a una chica que yo no podía ver porque me tapaba el cuerpo de Aníbal:

– Escuchame bien, hace falta tener ideales imposibles, siempre.

Esa chica invisible, de la que yo solo distinguía su rodete oscuro y una risa ácida, en un momento de silencio dijo “tumebantebien” y todos rieron. Yo no entendí el chiste, pero me gustó la melodía e igualmente reí y me camuflé entre todas esas risas que brotaban en el bar carísimo del aeropuerto.

De pronto escuchamos el altavoz. Agarramos las cosas y partimos. Media hora después, me arrullaba en mi asiento clase turista. Viajé con Aníbal y Andrea, una directora de puesta muy petisa, que usaba un vestido con margaritas y unos borcegos gigantescos, negros y muy sucios. De inmediato, apenas levantamos vuelo, Aníbal comenzó a escribir en su notebook mientras Andrea, con los lentes oscuros puestos, escuchaba una música que llegaba hasta mí, una música que por momentos parecía reggae, pero cantado en francés. Yo empecé a ojear una revista de turismo: había una nota sobre el acuario de Santiago de Chile: peces hermosos y muy coloridos flotaban en unas peceras de agua turquesa. Después me dormí y soné que, en mi presentación, un empleado con mameluco me depositaba en el escenario sumergido en un balde rojo lleno de agua, luego yo me asomaba (tenía cara de pez) y leía unas poesías que, tenía la sensación, eran extraordinarias. Cuando desperté, Aníbal me dijo que había hablado dormido.

Dijiste varias veces “el pez por la boca muere” y luego “por la boca muere el pez” y volvías a empezar como si no te decidieras por una o la otra – me contó Aníbal.

– Tuve ganas de filmarte – agregó después.

– ¿Y?

– No te filmé un carajo – y sonrió hasta que se le achinaron los ojos. Su sonrisa era amplia y comprendí que si algo me caía bien de una persona, más que la risa o el modo de hablar, era su forma de sonreír.

***

En Santiago nos alojamos en una casa con muchísimas habitaciones y un patio descuidado, lleno de tendederos con ropa colgada y macetas de piedra y una palmera altísima que podía verse hasta a diez cuadras de distancia. Si salíamos, la referencia era la palmera. Esa noche, como habíamos llegado muy tarde y la casa estaba alejada del centro de la ciudad, nos guardamos, y, a la mañana siguiente, encaramos hacia el centro de convenciones: un teatro enorme y muy cargado, en desuso y con oficinas vacías, grandes escaleras de madera y distintos salones iluminados por lámparas barrocas. En uno de esos salones habían armado decenas de stands, como una feria jipi, y, más allá, al fondo y conectado por un pasillo, estaba el escenario y filas y filas de butacas de cuero azuladas, antiguas y muy incomodas. El teatro tenía un subsuelo, al que se llegaba por una escalera caracol, donde, desorganizado y sucio, descansaba el archivo anarquista chileno, como nos contó Luisa, después de una mini gira que no duró más que algunos minutos. En el primer piso, según decía una pizarra apoyada sobre una banqueta, había una convención de bailarines de fox trot. Más tarde, cuando abandoné un momento el stand literario para ir al baño, aproveché, subí las escaleras y me asomé al primer piso. Había una mesa lateral con masas secas y saladitos, compoteras con frutas y un ponche rojizo del cual, como había visto en algunos películas en blanco y negro, los viejos, porque todos eran viejos, se servían en pequeñas tazas de café. En el centro de la sala, en un círculo de madera, bailaban las parejas siguiendo un ritmo gracioso. Sentí por un momento que había viajado en el tiempo en un delorean espiritual. Después, cuando abandoné ese mundo para volver al pasillo de los jóvenes artistas, sentí una profunda decepción: el evento no se había promocionado bien, los visitantes eran pocos y Luisa y Florencia discutían sobre cuestiones organizativas.

Por la tarde, aunque nadie sabía bien si valía o no la pena, comenzaron las exposiciones. Todos nos sentamos en las butacas, para sobrellevar los espacios vacíos, y aplaudíamos y gritábamos cada vez que alguien subía al escenario. Los primeros fueron un grupo de electro cumbia que tocaban con máscaras de animales. El cantante, que no paraba de moverse y agitar, tenía careta de tigre, el guitarrista era un jabalí, el de la percusión un oso panda. Aníbal, que filmaba con su cámara digital desde un rincón, no paraba de sonreír. Su sonrisa me calmaba, me daba ánimos. Después subió una chica que colocó un reloj digital sobre la mesa y pintó un cuadro en diez minutos. Todos aplaudieron. Cuando llegó mi turno, Aníbal me palmeó la espalda y me dijo:

¡Aguante!

Yo estaba muy nervioso; antes, había caminado solo por todo el teatro, había fumado en la puerta, luego volví a subir a la convención de fox trot y, al no encontrar a nadie, había bajado hasta el subsuelo: recorrí pilas de papeles anudados con elásticos y folios desparramados. Después fui al baño, me senté en el inodoro y prendí un nuevo cigarrillo. Fumé mirando el humo que ascendía hasta el ventiluz y sentí arcadas. Al salir me encontré con Florencia, que me preguntó si estaba todo bien.

– Me pone mal esto – respondí y seguí caminando en círculos.

Cuando finalmente subí al escenario para leer mis poemas, descubrí que habían colocado el reloj digital en diez y estaba descendiendo: nueve con cincuenta y tres, nueve con cuarenta y nueve, nueve, cuatro, dos. Saqué mis hojas y mientras buscaba mi voz, tuve la sensación de que las palabras, de alguna manera, no querían salir de mi boca. Dije: Daniel San. Y cuando quise leer, comencé a tartamudear; busqué otra palabra para largar, una fácil, nada de tr o pr, nada de consonantes complejas, ninguna vibrante que entorpeciera mi paladar, suspiré hondo, quise disculparme, pero, en lugar de eso, me levanté y salí corriendo de la sala. Como si atravesara un túnel con la mirada fija hacia delante, percibí a cada lado, en forma de flashes, las miradas perturbadas, la cara de Florencia, la no sonrisa de Aníbal. Abandoné el teatro, crucé de vereda y me alejé. Sudado y mareado, me senté en una plaza: busqué cigarrillos, no tenía. Había olvidado todas mis cosas. Me levanté y seguí caminando, hasta qué, de alguna manera, me encontré en la puerta del acuario. Por suerte tenía unos billetes arrugados en un bolsillo: pagué la entrada en una cabina diminuta, a través de una pequeña hendija, separado de la vendedora por una fina capa de vidrio o de plástico que pretendía confundirse con el vidrio. Si hubiese querido preguntar algo, tendría que haber gritado, o golpeado con los nudillos el vidrio, o el plástico, y modular bien despacio. Pero no hizo falta y, con el ticket en la mano, entré al acuario. Entonces giré por salones desiertos, entre peceras con luces tubulares de color violeta o rojo o de un blanco clarísimo. Por un momento, mientras miraba unos peces largos pero extraordinariamente finos, tuve el impulso de introducirme en la pecera. Sentí que esa agua curaría todo mi malestar, que nadar ahí, con ellos, me limpiaría por completo. Pensé en sacarme las medias, desnudarme, pero pronto escuché voces y pasos que se acercaban. Recordé las palabras de Aníbal: el pez por la boca muere, por la boca muere el pez. ¿Qué forma usaría yo para hablar de los peces y de la muerte? ¿Qué forma, en cambio, usaría Aníbal? Me encontré delante de otra pecera: un pez globo se hinchaba como una pelota. Por la boca muere el pez, me dije, y sentí el sabor de la frase.

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6 comentarios:

Anónimo dijo...

buenísimo

Melina dijo...

Y me imagino que la sonrisa del personaje debió ser tan hermosa como la de Aníbal, como la tuya. Siempre un placer leerte. Beso enorme.

Noe dijo...

yo no dejo de decirte que cada día escribís mejor, máster

wiiiiiiiii

Mariana dijo...

=) Anibal sera cordobés? Que lindo trelato Tin! Lo leí como si escuchara un tema de los beatles! Asi lo disfrute, simplemente. Imagine...

Mariana dijo...

*relato

Martín dijo...

Gracias anónimo!

Que sorpresa Meli, un placer verte por acá. Un beso gigante para vos!

Me encanta que me digan master!! ja

Epa! Para tanto Mari?? :)