Un día de playa

Aníbal duda un momento, después se hunde y traspasa la ola por debajo. Un segundo después emerge con los párpados apretados y escucha – o quizás escuchó antes, debajo del agua – el retumbo de la rompiente.

– Apurate toro – le dice a Nacho, quién, unos metros detrás, decidió enfrentar con el pecho la ola grande y, ante el impacto, acaba por trastabillar y caer de culo. Aníbal lo mira y se ríe, luego, a pesar de que el agua le llega al pecho y ahora menos, al abdomen, porque el mar chupa hacia lo hondo y el nivel decrece por un instante, abandona su posición vertical, se lanza y da unas brazadas.

– Dejate de joder, quién te va a sacar a vos – grita Nacho, a medias atragantado por el golpe, escupiendo agua salada que chorrea por sus labios. Después avanza lo más rápido que puede hasta que el terreno, debajo de sus pies, comienza a equilibrarse y alcanza una meseta donde las olas, que romperán a unos veinte metros de la costa, le imprimen, suavemente, un push hacia arriba.

– Tranquilo – dice Aníbal – Acá está lindo ¿no?

– Si, se siente bien, es linda la playa.

– El mar está planchadísimo, esto no pasa seguido. Hace diez años que vengo acá y esto nunca, pero nunca, dan ganas de meterse bien adentro.

– Yo me quedo acá, no me jode nadie – dice Nacho y de inmediato gira sobre sí y flota panza arriba.

– ¿Alguna vez te hiciste una paja en el mar? – pregunta Aníbal.

– Nunca.

Yo sí, es más, me la hizo Natalia. ¿Te acordás de Natalia vos? La hermana de Marianela. Vinimos con los chicos un fin de semana y ella estaba con sus amigas. Una tarde nos metimos al mar y me hizo una paja.

– Que trolita, te creo.

– Estuvo bien.

– Obvio – dice Aníbal, respirando hondo, mientras mira el cielo clarísimo.

– Date vuelta – lo despierta Nacho.

– ¿Qué?

– El bañero nos hace señas

– Decile que me agarre la poronga.

– Que pelotudo, que nos deje en paz ¿no?

– Pasa que se aburre.

– Se aburre de la gente, a mi me da risa.

– ¿Qué tiene?

– Miralos, tomando sol, con los nenes, la canastita, el gorro, el juego de paleta, que torre.

– Así son las cosas, a mi no me molesta.

– La gente.

– ¿Cómo?

– La gente, no las cosas, así es la gente.

– Da igual.

Mientras tanto las olitas siguen llegando, una tras otra, y levantan los cuerpos de Nacho y Aníbal: pareciera que levitan, que la gravedad se olvida de ellos por unos segundos y, entonces, flotan. Nacho flexiona los dedos de los pies, enroscándolos, y hunde la cabeza en el agua para refrescarse. Son las cinco de la tarde y hace un calor denso, demasiado sólido, además no sopla nada de viento.

– ¿Cómo va el programa? – pregunta después.

– Bien ¿Viste el primero? Conduce una minita. Encima en este país, si algo sobra son tipos que se mueren por mostrar sus autos.

– ¿Y les rinde?

– Si, rinde. Tenemos ideas nuevas.

– ¿Cómo se llamaba?

– Nunca taxi – responde Aníbal.

– Me gusta.

– La verdad que lo hacemos por la guita.

– ¿Y las ideas nuevas?

– Pensamos hablar con las marineritas de Almirante ¿sabes? Se le ocurrió a Agustín. Que todos los capítulos una o dos marineritas le laven el coche a unos de los locos. Va a pegar.

– Coches y minas en pelotas siempre garpan.

– Tal cual. Mirá.

Y miran: una avioneta pasa sobre sus cabezas dibujando líneas de humo que, en ciertos sectores del cielo, probablemente por el brillo del sol, se vuelven prácticamente invisibles.

– ¿Y aquello que me contaste? – pregunta Nacho, mientras la pancita de una ola lo levanta.

– Te morís, un programa de cocina.

– ¿De cocina? ¿Qué sabes vos de cocina?

– Nada, pero esperá, escuchame un segundo, un programa de cocina donde al cocinero le salga todo mal ¿entendes? Imaginate a un chabón que no sabe prender el fuego, que se quema, que los platos le salen para el orto.

– No se, decís…

– Lo pensamos también como separadores de un canal de cable, el gourmet, ponele. O podemos mostrar como el tipo hace todo mal y después, con segmentos, como debería hacerse bien.

– En todo caso el tipo podría tener un ayudante que pruebe el morfi.

– No, esperá, un maestro que le explique como cocinar, mejor, una dupla cómica.

– ¿Tiene nombre la humorada?

– Todavía no.

– El cocinero salvaje.

– Puede ser.

– El cocinero salvaje te digo.

– Si, igual está en proceso, che, ¿y vos?

– Todo muy tranquilo.

– ¿Si?

– Nada, Julia, el trabajo, todo. En realidad ahora estoy acá y me dan ganas de irme a la mierda. O sea, mirá que bien que estamos así.

– ¿Vos? ¿Adónde te vas a ir?

– Ni idea, ¿Sabías que Roberto se va a Brasil, a remodelar un hotelito? ¿No está bueno?

– Que se yo. Si. Un poco, claro.¿Pero después?

– No se, no importa.

– Si es por irse, loco, nadás derecho. Es más, podes construir una balsita, la llenas de vino, una radio con música y unos sanguchitos y seguís viaje hasta alguna isla.

– Si llegamos a África podemos tener cuatro o cinco mujeres.

– Y hacemos ceremonias de ayahuasca con un fucking indio.

– Me copa el plan.

– Qué fácil que te cebás vos eh

– Un poco. Te digo algo, se me están entumeciendo los pies.

– Nadá, boludo, nadá… ¿Ves lo que viene ahí?

– ¿Qué? – pregunta Nacho, dándose vuelta.

– La rubia loco, ahí viene.

– ¡Mirá esas tetas!

– Uf, en cualquier momento la agarra una buena ola y se queda en pelotas.

– Viene para acá.

– ¿A qué no te animás a tocarle el culo? – propone Aníbal.

– No se.

– Dale.

– Bueno, esperá que venga una ola.

– Esta.

– No, la que viene.

– Ahora.

Nacho se sumerge, nada unos metros y, al pasar, le aprieta la cola a la rubia. La rubia siente el manotazo, pero Nacho se ha dejado ir mar adentro, ya está lejos y, envuelto en las olas, no escucha nada. Aníbal se ríe y también lo ve irse, despacio. Cuando grita ey y comienza a hacerle señas, Nacho ya está muy lejos y casi no se lo ve entre el brillo del sol y el agua salada. Se le distingue la cabeza, apenas, sube y baja, una y otra vez, hasta que comienza a perderse mar adentro. Entonces Aníbal piensa: por fin, y comienza a nadar hacia la orilla.

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1 comentario:

Shalena Mitcher dijo...

al finnn :)

esa sensación de olita que te hace upa es demasiado genial. me llevaste al verano.