Me llama a cualquier hora
y yo dejo mi puesto de trabajo y corro
a través de las calles
como un camión de bomberos o una ambulancia
que se activa inmediatamente
al oir su voz. La voz de un chico hambriento
es demoledora, uno no puede decirle
"Ahora no, estoy ocupado"
y seguir haciendo las cosas de siempre
como si el llamado no hubiera existido
nunca, o sólo fuera
una pequeña interferencia en la línea.
Yo sé que con mi acción compulsiva
no voy a cambiar el mundo, que la injusticia
en la que nos movemos
exige de nosotros una participación
más afectiva, y no esta lírica revolucionaria.
Sé, en fin, que todas las ambulancias del mundo
y todos los camiones de bomberos
no apagarán la soledad
en la que se consume el corazón de esos chicos
que miran pasar la vida
como si no les perteneciera.
Pero creo en el granito de arena, y creo que el amor
es el único granito de arena
que se multiplica a toda velocidad. Creo
en la velocidad con que el amor trabaja
sin pensar en una recompensa,
no importa la hora. Se sube a la ambulancia
y corre, corre... Atraviesa las avenidas.
Osvaldo Bossi
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Embotellamiento
durante mucho tiempo
en el espejo retrovisor
de su auto
se acuerda de si
o se olvida de si?
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Tengo que reseñar un libro que me emociona
Cuando mi papá se enteró que yo era poeta se fue de casa y no volvió nunca más. A mamá se le partió el corazón, como si le hubieran dicho que tenía un hijo bobo y que tendría que cuidarlo el resto de su vida. De hecho, pasaron los años y no logro apartarla de esa idea. Todo lo demás es literatura, es oficio. Fui a la escuela, pero nunca terminé mis estudios secundarios, y todo lo que sé (si es que alguien puede saber algo en esta vida) lo aprendí de esos libros maravillosos que escriben los poetas, y por eso - creo - tengo una visión un poco distorsionada de la realidad.
Por ejemplo: comprendo, o trato de comprender, a todo el mundo. Me encuentro con un tipo, me dice que mató a otro tipo o que robó una casa y yo, pasado el estupor, lo comprendo inmediatamente. Una amiga astróloga me dijo que esto ocurre porque soy de piscis, el signo más completo de todo el zodíaco. Puede ser... yo solamente quiero seguir escribiendo, escribiendo, hasta que la cuerda no de para más. Alguna vez pensé en vivir como todo el mundo (a veces, cada tanto, me agarra esa borrachera) pero a la mañana siguiente, mientras me lavo la cara, comprendo que no hay privilegio más grande que dedicarse a escribir poesía - se trata, por supueto, de una apreciación personal.
Osvaldo Bossi, epílogo de Casa de viento.
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Besugo
Cuando Carmen entró en la pescadería quedó hipnotizada por unos pescados color cobre apilados sobre dos barras de hielo. Eran gordos, muy anchos y las escamas parecían irradiar una luminosidad extraña que se reflejaba en los cristales del congelador. Durante el tiempo en que Carmen esperó su turno no dejó de observarlos un segundo y, cuando Arnaldo le preguntó que quería, ella le indicó con la punta del dedo en alto y después dijo:
– ¿Qué son?
Besugos, dijo Arnaldo y colando las manos por detrás del congelador, apretó el pescado con los dedos enguantados, lo dio vuelta y amagó con sacarlo.
– ¿Y cuanto pesa? – preguntó Carmen.
– Novecientos gramos, un poco más – dijo y esta vez si retiró el besugo de la almohadilla de hielo y lo colocó sobre la balanza. Esta tintineó y pesó exactamente ochocientos cincuenta gramos.
– ¡Quiero dos! – dijo Carmen, decidida.
Arnaldo abrió el freezer, retiró un nuevo besugo que parecía más vivo y fresco que el anterior y los envolvió en papel de diario.
– Con limón y al horno quedan un espectáculo – dijo, mientras le alcanzaba el paquete y tomaba la plata que le ofrecía Carmen a través del mostrador.
Más tarde, cuando Carmen llegó con las compras, Mario terminaba de desayunar y amontonaba una taza y un plato en el lavavajillas. Ya estaba cambiado, vestía traje y solo le restaba anudarse la corbata. Mario, antes de irse, le explicó que ese día llegaría un poco más tarde que lo habitual y le pidió que por favor lo esperara hasta las siete, que tenían que arreglar el asunto del festejo.
– Muy bien – dijo Carmen y después de dejar la bolsa sobre la mesada caminó hasta la habitación de Inés y con suavidad la despertó.
Más tarde, mientras Inés, en su sillón, miraba hacia el jardín, Carmen prendió una hornalla y en un jarro que retiró del borde del desayunador, puso a calentar la leche.
– ¿Quiere escuchar música? – preguntó.
Al no obtener respuesta Carmen caminó hasta el equipo y sintonizó la radio FM que escuchaba todas las mañanas. Al volver Inés tenía el cuello doblado y comenzaba a babearse. Con el doblez del vestido le limpió la boca y le acomodó el pelo blanco que caía sobre su cara: lacio, débil, con la textura del hilo.
– Así estamos mejor, a ver, pongase derecha para tomar la leche. Así, muy bien. Ahora despacito que está caliente. Así, tranquila que yo la ayudo.
Sentada a su lado la mantuvo firme apoyando el brazo sobre su espalda. Luego comenzó a darle de tomar, de a pequeños sorbitos, la leche. Entre uno y otro introducía en su boca unos bizcochos húmedos que Inés devoraba con ganas.
– En estos días tenemos que depilarla porque el sábado es su cumpleaños. Y no se imagina lo que compré para la cena.
– ¡Si!
Carmen se sorprendió.
– Si – repitió Inés – Estoy tan fea, que pensará Chiche.
– Chiche se murió Inés. Hace cinco años que se murió Chiche. ¿No se acuerda?
Inés abrió grandísimos los ojos y comenzó a llorar. En ese momento Carmen comprendió que su trabajo tenía una carga de complejidad que muchas veces ignoraba, que sus palabras podían, si no las controlaba, devastar su memoria. Sin embargo: ¿Cuánto tiempo puede durar un nombre en la memoria de Inés? Carmen comenzó por explicarle que Chiche ya no estaba, que ella se llamaba Carmen y era la mujer que la cuidaba desde antes que muriera su marido, es decir, hace poco más de seis años. Que Mario, su hijo mayor, trabajaba hasta las seis.
– ¿Vos te llamas Carmen?
– Claro mamita, me llamo Carmen. ¿Por qué no se acuesta y duerme un poco?
Esa tarde, cuando Inés despertó de su siesta, las dos mujeres merendaron juntas en la mesa vidriada del living. Antes, mientras Inés dormía, Carmen se dedicó a hablar por teléfono con su hermana de Tandil, limpiar los besugos y completar con sus datos sobres que luego enviaría a distintos concursos. Según su lógica, si mandaba cierto número de cartas a todos los concursos televisivos que existían, finalmente terminaría por ganar algo importante. Hasta ahora solo había recibido pequeños premios consuelos que, más que entristecerla, parecían motivarla: cenas en restaurantes de la capital, bonificaciones en compras al por mayor y una vez, hace bastante, una estadía gratis en un apart hotel de Bariloche al cual nunca visitó, porque pagarse el viaje, había decidido, era un sin sentido que la obligaba a entrar en gastos innecesarios.
En ese momento Carmen sintió un dolor minúsculo, como si de pronto la estuvieran quemando con un cubito. Por un descuido imperdonable se había dejado morder un dedo, eso le pasaba por distraída, por agarrar la cuchara demasiado lejos del mango y tener la cabeza en cualquier parte, pensó. Lo peor de todo no era eso: Inés no se había dado cuenta que, en lugar de chupar la cuchara, había mordido el dedo de Carmen, quien le gritó soltá puta mientras, con la mano que tenía libre, le empujaba la cara hacia atrás. Inés mantenía apretada la mandíbula con fuerza, como un cocodrilo. En aquel instante Inés recordó un documental sobre un domador australiano que en un espectáculo no se había secado bien el sudor de la frente y entonces, con la cabeza dentro de la boca del animal, una pequeña gota de transpiración había resbalado por su frente hasta alcanzar la lengua fibrosa del reptil. Cuatro o cinco hombres rubios, jóvenes y musculosos, habían hecho palanca durante algunos minutos para liberar al domador y lo consiguieron solo para que este, unos años después, contara su historia frente a una cámara de televisión y mostrara las cicatrices que le recorrían el lado derecho de la cara. Pero Inés no era un cocodrilo, ni ella tenía la fuerza de un australiano grandote, mucho menos, pensó, de cinco australianos.
A las siete, mientras hacía bailar el dedo vendado a la vista de Mario, Carmen le contó cómo había transcurrido el día y lo que pensaba cocinar para la cena del sábado.
– Me parece perfecto, pero tenés que tener más cuidado – la interrumpió Mario, al tiempo que, sin mirarla, anotaba una serie de números en unas planillas largas, divididas en columnas verticales. Números, cuentas, egresos de dinero, balances.
– Si, ya sé, es que me dejé estar, agarré la cuchara y no me di cuenta y entonces.
– Ya que estamos, mañana necesitaríamos que vengas a la tardecita, para preparar todo. Yo después te llevo a tu casa – dijo Mario.
Esa noche Carmen soñó algo estúpido: un cocodrilo gigantesco la devoraba y ella, lo más tranquila, como aquella historia de Jonás y la ballena, vivía en el estómago del animal. Nadie la molestaba, no tenía que trabajar y, no sabía bien cómo, pasaba las horas completando sobres con sus datos. Lo único que lamentaba era no poder ver la televisión ni tener teléfono para que, en caso de ganar, pudieran comunicarse con ella.
El sábado, a las ocho en punto, después de untar en limón los cortes y salarlo, Carmen colocó los besugos en la fuente del horno y los rodeó, en la base, con muchísimas rodajas de papas. Más tarde puso pimienta, más sal y nuevos cortes de limón sobre los tres tajos horizontales que había trazado sobre el lomo húmedo del pescado. Luego esperó. A las nueve, cuando el hermano de Inés, Claudio, su esposa y los nietos llegaron al cumpleaños, los besugos ya estaban listos. De entrada comieron matambre y después, cuando Mario descorchó los vinos, Carmen anunció el plato principal. Al retirarlos del horno se fijó en esos ojazos hinchados, como botones, y tuvo la sensación de que, de alguna manera, algo en ellos la incitaban a devorarlos. Pero algo salió mal: los besugos estaban secos, les faltaba sabor. Apenas se comieron algunas rodajas del primer besugo y el resto quedó abandonado sobre la mesa. Los chicos se llenaron a matambre, pan y papas. Los adultos, a los que Carmen miraba comer despacio, sin ganas, evitaban hacer comentarios y ella sintió un profundo desprecio por esas personas que no sabían apreciar la naturaleza de aquel pescado pero también, su secreta fascinación por el besugo. La cena, a fin de cuentas, había sido un completo fracaso.
Después, mientras Carmen lavaba los platos y observaba los restos de los besugos, uno de los hijos de Claudio, un rubiecito de rulos llamado Lucas, se tropezó con una piedra del jardín y entró a la cocina a los gritos, con las rodillas raspadas.
– No es nada nene, no es nada – lo consoló Mario.
En ese momento comenzó a narrar la misma historia que contaba todos los años, mientras miraba a su madre de reojo, como esperando una señal de reconocimiento. Mario explicó como se habían conocido Inés y Chiche y trajo del modular de su habitación la foto de su padre en la estación Perkins. Chiche, un italiano que peleó para el ejército soviético en la segunda guerra mundial, un hombre que cada vez que hablaba de los pilones de cadáveres en la nieve (pilones que a la distancia parecían vehículos o edificios derrumbados) ponía los ojos en blanco. Chiche, quien viajó de Italia en la década del ´50 para asentarse en Neuquén, había tomado el mismo tren que, unos kilómetros delante, descarriló en la estación de Esquel. ¿Por qué se había bajado Chiche en la estación Perkins si debía seguir viaje hasta Neuquén? Mario miró fijamente a Inés.
– ¿Sabes por que se bajó, Lucas?
– No tío
– ¡Por que la vio a tu abuela! – dijo Mario y todos buscaron con la mirada a Inés. Carmen también, pero en lugar de observarla con dulzura, como todos, recordó la mordida en el dedo y sintió odio y repulsión ante esa mujer. ¿Qué hacía en esa casa? ¿Por qué cocinaba para ellos? Decidió no pensar y continúo lavando los platos.
A las doce las visitas comenzaron a irse, entonces Mario le dijo a Carmen que llevaría a su hermano Claudio hasta su casa y luego la alcanzaría. Lo primero que hizo Carmen fue acostar a Inés y luego, mientras ordenaba y decidía en arrojar o no los besugos a la basura, Carmen tuvo un impulso irrefrenable. Entonces colocó la bandeja sobre la mesa y, con las manos, comenzó a devorar el pescado. Casi sin masticar, con los dedos engrasados y sucios, uno a uno se llevaba pedazos de besugo a la boca, sin detenerse. Comió desconociendo el sabor, comió hasta sentir al besugo dentro, hasta que ya no supo el significado de esos ojos que, casi disueltos y sin forma, ya no miraban a nadie.
Cuando sintió el coche de Mario, Carmen se puso de pie y con la bandeja en la mano, lo esperó al lado de la puerta.
– ¡Mirame bien, pelotudo! – gritó al verlo y se metió en la boca la cabeza entera del besugo. Entonces masticó y masticó, hasta casi atragantarse.
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Pienso en abrirme una cuenta de twitter y cómo recuperar timming con la escritura
Marina Marinash, en una nota en la revista Cítrica
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Me gusta la palabra periplo
En casa, con nuestras familias en la tribuna, con amigos y entre amigos, logramos una nueva medalla de oro. Pensaba hoy que nos escapó aquel Campeonato del Mundo en Indianapolis 2002 para hacer un Grand Slam: oro premundial, oro preolimpico, plata mundial, oro olímpico (más bronce olímpico por supuesto) en una década. Era el título que faltaba. Ahora ya está en casa.
En fin, de todo mi periplo con la Selección, me quedo con mis compañeros, con las personas. Hoy y siempre. El pogo antes del partido (esta es la Bandaaa de la Argentina) las sobremesas, las charlas, las anécdotas, las victorias y las derrotas, las cenas de equipo donde nadie falta, el pase extra al compañero mejor colocado, la solidaridad de Fabri, la entrega de Chapu, el empuje de Luis, ¡tenerlo a Leo Gutierrez de compañero durante 18 años!, el abrazo con Manu con quien juego desde los 12 años.
Pepe Sanchez
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Zep
Andrés Caicedo: el atravesado de Cali
1- El boom Caicedo estalló hace algunos años y el jovencísimo escritor colombiano se convirtió en la star mitológica de la literatura urbana y vitalista latinoamericana. El boca en boca y la edición en nuestro país de todas sus obras por Editorial Norma, a finales del 2008, fueron el puntapié inicial. También influyó el trabajo fino de escritores más o menos consagrados y muy disímiles uno del otro como Juan Villoro, Alberto Fuguet, Washington Cucurto (cuya narrativa recupera tonos, ritmos y el frenesí de la obra de Caicedo) o Fabián Casas, quienes, desde suplementos literarios, presentaciones, revistas y prólogos, colocaron a Caicedo dentro de la autopista literaria de nuestro campo cultural, le dieron visibilidad, diagramaron una tradición y crearon un público lector a medida del colombiano. La construcción de un público o, si se quiere, de un lector modelo no es poca cosa, más si se tiene en cuenta que la obra de Caicedo, producida durante los feroces años ´70 en el contexto del post boom de la literatura latinoamericana, más que leída de manera errónea, sufrió el ninguneo y luego cayó, como el autor, en la evanescencia, el olvido y la muerte. Más tarde su obra fue recuperada, primero por los escritores colombianos de los noventa, luego, como vemos, por escritores argentinos (Casas, Cucurto), mexicanos (Villoro) y chilenos (Fuguet)
2- Unos años después llegaron otros productos, especialmente fílmicos (Caicedo, por otra parte, era un voraz cinéfilo), como el documental que se presentó en la edición del Bafici del 2009. Ese mismo año, en el marco del festival, Alberto Fuguet aprovechó para presentar la biografía del propio Caicedo Mi cuerpo es una celda) y participar en la mesa redonda "Cine, drogas, salsa & rock and roll". Para el que no ha leído nada de la obra del atravesado de Cali, el nombre de la mesa redonda es más que elocuente. Ahora bien, en esta última edición del Bafici se presentaron dos nuevos documentales: Un ángel del pantano que profundiza en la figura de Guillermo Lemos, uno de los compadres de Caicedo en el movimiento colombiano de los setenta y la excelente Noche sin fortuna que cierra con la lectura de la carta final que Caicedo le dejó a su novia antes de quitarse la vida.
3- Siguiendo los principios punkis, Caicedo murió joven a los 25 años y dejó tras de sí un gran baúl con toda su obra. En vida Caicedo solo publicó un relato, "El atravesado", el cual pagó su madre (cuento que también integró, hace algunos años, la colección de narrativa de Eloisa Cartonera) y ¡Que viva la música! su novela más lograda, que salió de la imprenta una semana antes de que Caicedo se quitara la vida con sesenta pastillas de seconal. Ahora bien: ¿Por qué fascina tanto un suicida? ¿Qué se necesita para construir un mito? Belleza, juventud, misterio y una muerte prematura. Si es trágica, mucho mejor. Todo esto tenía Caicedo, además de talento. Como sea, el tiempo pasó y Caicedo se convirtió en una figura sumamente contemporánea y en una de las puntas que inauguró el mítico revival de la literatura urbana. La ciudad de Cali marca el ritmo vertiginoso de la estética de Caicedo pero también de su vida: 25 años le bastaron para dejar incontables novelas, obras de teatro, cartas, críticas de cine y cuentos. El vértigo y las ansias por escribir y dejar obra son solo comparables con la vorágine vital en la que vivía: fundó revistas (Ojo al cine), dirigió pelis, obras de teatro, escribió guiones que intentó vender en Hollywood y, especialmente, potenció con su presencia y su juventud la escena cultural colombiana.
4- Caicedo también es un producto cultural exótico y, por eso, sumamente atractivo: su obra se presenta inevitablemente revestida del brillo de su locura, su juventud, su belleza andrógina, y, por supuesto, el suicidio. Alberto Fuguet lo describe así: "Es una suerte de Kurt Cobain literario y cinéfilo, con algo de un Cesare Pavese salsero, capaz de unir a los fans de André Bazin con los de Bob Dylan". Desde ya, para Fuguet, lo que equipara a Caicedo con Kurt Cobain y Pavese es el suicidio y no mucho más: Andrés a los 25, Cobain a los 27 y Pavese a los 42. Quizás, también, las drogas. De Cobain no hay mucho para agregar, de Caicedo, las drogas que atraviesan ¡Que viva la música! son un complemento de la rumba y del vitalismo juvenil pero también denotan la entrada de productos de la cultura del rock inglés a Colombia: Valium 10, Ritalina, Mandrax, Mequelon, Diazepan, Nembutal. Naturalmente el combo es brutal.
5 - Es curioso, pero mientras la literatura colombiana se amontonaba detrás de la figura de Gabriel Garcia Márquez y la genealogía de los Buendía, la ciudad, el baile y las drogas copaban a un movimiento juvenil under que crecía en los nichos oscuros de la ciudad de Cali. Andrés Caicedo fue la bomba molotov de una escena que carecía de un genuino movimiento musical e importaba el rock inglés de finales de los sesenta, con los Rolling Stones a la cabeza.
Aquí la música, léase el rock y sus excesos y la rumba colombiana, la violencia y el alcohol alimentaron el imaginario de una generación. Así, las historias de Caicedo narran las peripecias de jóvenes burgueses o de clase media que salen de sus casas, bailan y se sumergen en una fiesta interminable. Aquí, el velocímetro a mil del estilo de Caicedo, que retoma las sendas de la escritura automática de la narrativa beatnick, se suma a un especial trabajo con las formas coloquiales y la poética callejera: es un laburo de depuración sobre el slang colombiano llevado a su máxima expresión en ¡Que viva la música! Es en esta novela que la literatura de Caicedo alcanza su máximo esplendor: aquí, su prosa brilla. Noche sin fortuna, novela en la que trabajaba al momento de suicidarse, más allá de su carácter incompleto, supone una prosa vertiginosa que carece de la plasticidad oral de su novela anterior. Por eso, un consejo: el que quiera sumergirse en la obra de Caicedo, que empiece con ¡Que viva la música!
Nota publicada en Esto no es una revista
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