Aquellos que se podían desmontar, los trajeron en camiones conducidos por sonámbulos. Atravesaron el país en cajas de madera, antes, en containers gigantescos, cruzaron el mar desde la costa de otro continente. Al llegar, tres o cuatro empleados arrastraron pieza por pieza, muslos, cabeza y garras, a través de un sendero de arcilla colorada. Más tarde el dueño del parque se arrepintió y mandó cambiar todo de lugar. Una vez más, por el mismo sendero o a través de las lozas o el pasto para acortar camino, aquellos hombres silenciosos levantaron las maquetas. También debieron ocuparse de pintarlos: púrpura, verde musgo, la panza crema o carmesí. Los colores cambiaban. Los ojos siempre negros, los dientes blanquísimos, nunca amarillos. El aerosol tóxico quemaba la piel de los dedos y les hacía lagrimear el iris. A uno le creció una burbuja de sangre en un ojo. A estos que venían en piezas les decían los desarmadillos. Para los esqueletos – había dos o tres – trajeron a un especialista de Buenos Aires, el señor Ernesto, metódico, tartamudo, que usaba botas de cuero y era alcohólico.
Los otros dinosaurios llegaron en helicópteros pagados por el gobierno de Neuquén. Colgados en cables de metal, boca abajo, cruzaron el cielo durante aquellas mañanas de invierno. Hechizaban la imaginación como diamantes telepáticos. Por la tarde, los helicópteros volvían. Estos últimos eran los armadillos. Después colocaron los puestos de comidas, los juegos mecánicos y un humilde museo en una sala chiquita y poco luminosa. En medio del lago, un plesiosaurio sostenido por una línea de gomas oscuras cortaba el horizonte con su cuello larguísimo. Por dos billetes, podía rodearse alquilando unos botes de madera a pedal. En noviembre abrieron. Los primeros meses se llenó de gente de la capital, todos los días, de los pueblos vecinos, nosotros, es decir, los que no trabajábamos en el parque. Después, para atraer gente, ofrecieron descuentos y, finalmente, dejaron de abrir los días de semana. Llegó nuevamente el invierno y el parque quedó desierto. Sobre un dinosaurio, una noche de tormenta, se descolgó el tronco de un árbol y le aplastó la cabeza. Nadie removió al árbol ni al dinosaurio, quién sostuvo su extinción con elegancia.
Cuando vino la primavera, el dueño y los inversionistas habían desaparecido. Desde la legislatura, se discutió que hacer con el parque, donde movilizar las maquetas, pero el tiempo pasó y los dinosaurios siguieron allí. Poco a poco las putas comenzaron a aglutinarse en el camino que atravesaba la ciudad y recalaba en el ingreso. Un portón con un arco semicircular en el centro de una ruta angosta y arbolada. Las putas a veces cojían en los autos o en el medio del bosque. Otras, ahí el encanto, en el interior del tiranosaurus rex que, si se prendían las máquinas, todavía movía la quijada. Esto ocurrió una vez, cuando decidieron comprobar el estado de los dinosaurios y las instalaciones eléctricas. Pero, por mas que algunos estaban intactos, nadie quería comprar esas piezas en desuso, nadie los esqueletos, mucho menos remover la basura y poner a punto el terreno. Las únicas que seguían allí, por las noches, eran las trolas y los forros usados. Después llegaron los travestis y la zona roja del parque de los dinosaurios comenzó a crecer. Empezaron a llegar turistas para ver a las turras del jurásico. Así les decían. Las chicas fósiles, las que garchan en el útero de los sauros, los travas de la virgen extinta de la última era glacial. Pero ningún meteorito se estrelló sobre nada y, a veces, hacíamos visitas hasta el lago o el interior del museo. Una tarde encontramos, acostadas en un colchón de dos plazas, a cuatro chicas en el medio del parque. Desnudas. Nos acercamos y, de rodillas, acariciamos sus piernas, una y otra vez, con el dorso subíamos, bajábamos con la palma bien abierta para exprimir al máximo cada sensación. Pensamos: que esto dure para siempre, guardemos la imagen para contarla. Hacía frío, pero ellas no despertaban. Antes de irnos, alguien sacó una foto. Volvimos el martes, el miércoles, el sábado. Siempre a la misma hora. Meses después, decidieron remover el parque y trasladaron la zona roja al boulevar del Barrio Viejo. De 23:00 a 5:00 am. Hay una chica que usa un traje de latex color verde y se hace llamar Marina Jurásico. Es la más linda de todas.
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