Dieciocho


Como si no hubiese preparado con exactitud el momento, Conrado le dijo a su mujer que tenía una sorpresa. Carina estaba de espaldas, lavando los platos en la pileta de la cocina cuando su marido, con un bonito ramo de flores en la mano, entró por la puerta del frente:

– Mi amor, tengo una sorpresa divina para vos.

La mujer de Conrado pensó por un instante y descartó cualquier motivo lógico que pudiera explicar la sorprendente actitud de su marido. No era su cumpleaños, ni la fecha del aniversario, para el cual faltaba poco menos de dos meses. Rubén tampoco era especialmente partidario de fechas como el día de San Valentín o la semana de la dulzura, instancias que consideraba idiotas, molestas y que, en consecuencia, no tenían ninguna importancia dentro de su universo. Carina, por supuesto, ya estaba acostumbrada a estas actitudes. Finalmente abandonó el repasador sobre la mesada y se lo quedó mirando con actitud inquieta.

– ¿Una sorpresa? ¿Para mí?

– Si bobi ¿para quién va a ser? – respondió Conrado con dulzura

Se miraron por unos segundos, en silencio.

– ¿No me crees? Teatro y cena, mirá.

Y agitó la mano derecha para mostrarle dos tickets plateados.

– ¡Ay Rubén!

Carina tardó todavía un momento en reaccionar. Estaba tan feliz que, camino al baño, se llevó por delante la mesita ratona y se golpeó la pierna a la altura de la rodilla. Una hora después salía de la habitación peinada y maquillada, con jeans y una remerita negra bastante escotada para su edad.

– ¿Cómo estoy? – le preguntó a Rubén.

– Hermosísima – dijo él y le dio un beso en la mejilla.

Después de la obra fueron a cenar a una pizzería en el Microcentro. Una vez en el coche, a punto de regresar, Conrado dejó entrever, con una frase enigmática, que todavía faltaba algo. Encararon para Avenida del Libertador.

– ¿Dónde vamos?

– Ah

Entraron en un telo monumental que ocupaba toda la esquina y daba la vuelta hasta la mitad de cuadra, con el exterior vidriado y una entrada de hotel de lujo.

– Ay, hace mucho ¿no? – dijo Carina y le acarició la pierna a su marido. Notó entonces que ya la tenía muy parada.

– Soy Rubén Conrado – anunció en la ventanilla del garaje y, a través de la hendija, le pasó un papelito al empleado. Este, a su vez, le alcanzó una tarjeta con un número y le dijo que tenía tiempo hasta las ocho.

– ¿Hasta las ocho? ¿No tenés que trabajar mañana? ¿Por qué le dijiste tu nombre? – preguntó Carina.

– Shhh, ya vas a ver.

Después de estacionar, bajaron del coche y subieron tres pisos en el ascensor. Los pasillos del telo estaban iluminados por unos faroles que arrojaban una luz amarilla sobre sus cuerpos, las paredes eran de madera y el piso estaba alfombrado de un verde crudo. Carina observaba todo con mucho interés. Doblaron y caminaron hasta el fondo del pasillo. Cuando Carina pensó que ya no podían avanzar más, Conrado miró los números, pegó otro giro y camino unos metros. Llegaron a la habitación 102. No se veía nada, pero a tientas bajaron una escalerita con cinco escalones. Cuando se escuchó una voz, quedaron inmóviles.

– Por acá señores.

Se encendió entonces una luz muy leve. Un muchacho de traje, rubio, los miraba, en realidad, la miraba a Carina. Carina a su vez miraba a Conrado.

– ¿Y esto? – alcanzó a preguntar.

Conrado movió la cabeza, como pidiéndole calma.

– Si esta es tu idea…

Pero no completó la frase. Permaneció callada, pensando que el rubio era joven y muy lindo, que después de todo, pero que raro, nunca creí, volvió a pensar Carina, nerviosa y molesta porque su marido no le hubiera explicado sus planes con anterioridad.

– ¿Así que ella es Carina?

– Ajá

– ¿Cómo?

– Tranquila mi amor

– Me llamo Agustín, su marido contrató un servicio, un servicio particular, digamos.

La luz parpadeó. Carina amagó con irse pero luego se dejó sujetar por la mano de su marido. El muchacho rubio sonreía.

– No duele nada, nunca hubo quejas – dijo el muchacho buscando un tono tranquilizador que solo consiguió a medias.

Conrado se percató del impacto que había provocado la frase y le acarició la mejilla a su mujer con el borde de la mano.

– No es lo que vos pensás

– ¿Se puede saber que es entonces?

– Por favor, un momentito ¿Qué decidió el señor?

– Dieciocho – respondió Conrado con seguridad, como si hubiese estado esperando la pregunta toda la noche, lo que en realidad era bastante cierto.

–Dieciocho – repitió el muchacho rubio para estar seguro.

Después le señaló un biombo a Carina y le dijo adelante. Como ella dudaba, Conrado volvió a insistir.

– Vas a ver que lindo, haceme caso, yo estoy acá, te va a gustar…

Carina imaginó que, después de todo, no sería malo darle un gusto a su marido, además, si no ahora, ¿cuándo? Se acercó con pasitos vacilantes hacia el biombo.

– Desnúdese por favor – fue lo último que alcanzó a oír Conrado desde la habitación donde esperaba.

El muchacho rubio se preparó y entró al biombo por detrás. Después de hablar con Carina, la acostó en una camilla, y con ayuda de una mujer que acababa de aparecer por una puerta lateral, la llevaron a un segundo cuarto. Unos minutos después comenzaron los gritos. Conrado, por supuesto, no podía ver nada, pero le habían avisado que el proceso dolía un poco.

– Ay ay ay, la puta – gemía Carina – Ui, dios mío.

A Conrado le habían explicado que era como tirar el cuerito cuando uno está empachado. La mecánica era la misma, solo que era otro cuerito el que había que despegar. El problema había sido siempre cómo convencerla a Carina, por ese motivo, después de pensarlo mucho, había decidido preparar la cena, el teatro, en otras palabras, llevarla engañada al telo.

A la media hora, por fin, se abrió la puerta.

– Dieciocho – se apresuró a decir el muchacho rubio, contentísimo. Detrás de él apareció Carina, con la cara y el cuerpo de una chica de dieciocho años. Temblaba de la excitación. Tenía las tetas firmes, flaquita, la piel muy suave, nada de arrugas, en el espejo de la sala no lograba reconocer sus gestos. La mujer que había hecho de auxiliar explicó que habían sido 39 tirones, por eso la tardanza.

– ¿Y la señora que decide? – preguntó finalmente, después de una pausa.

– Lo mismo – respondió sin pensar, limpiándose el sudor de la cara con la tela de la remera.

Carina se sorprendió. ¡Su voz! ¡Su voz era una locura! Cuarenta minutos después Rubén Conrado apareció en el hall transformado en un pendejo, sin barba ni ojeras, radiante, con los bíceps y los pectorales marcados. Salieron de la habitación: el muchacho les había explicado que disponían hasta las ocho, hora en que el cuerito de la edad volvería a pegarse. Después de esta noche, en las sucesivas oportunidades en que quisieran repetir la experiencia, cada vez sería más difícil y doloroso despegarlo.

– Ahora si, vamos a garchar con todo – dijo Conrado, mientras apoyaba la palma de la mano y apretaba el culito precioso de su mujer.

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3 comentarios:

Lucila dijo...

JAJAJAJAJAJAJAJAJAJA Qué grande, Jalili!

Noe dijo...

estás siendo cinematográfico, Jalili!
me gusta esta idea! :)

Shalena Mitcher dijo...

JA
Conrado es groso.

Qué bien esto de volver a leer los classics, eh.