En celo
No hace mucho descubrí, mirando páginas porno en la web, un video de una ex novia. La costumbre de masturbarme por las noches y chequear este tipo de páginas la tengo desde la adolescencia, pero creo que en los últimos años, tal vez por aburrimiento o debido a la construcción de un nuevo Yo hiper-erótico que en partes iguales me divierte y me angustia, ha ido aumentando hasta convertirse rápidamente en una rutina que me cuesta trabajo abandonar. Hace poco me puse a pensar en el asunto y comprendí que no solo mis gustos se han modificado con el tiempo sino también mi manera de consumir pornografía. Recuerdo que al principio, para ver videos había que asociarse y pagar exuberantes cuotas mensuales, generalmente en dólares, con lo cual me resigné con las fotografías. Esto, por supuesto, es ahora innecesario. Lo único pago suele estar en la periferia de este tipo de páginas bajo la forma de hiperlinks que ofrecen contactos sexuales cerca de la zona de los usuarios o, también, la oportunidad de ver y chatear en vivo con jovencitas amateur que prometen ponerse en pelotas o hacer cualquier cosa que al cliente se le antoje.
La página me la había recomendado mi amigo Leo y presentaba dos columnas larguísimas repletas de videos ordenados por estricta aparición cronológica: orgías, teens, sexo interracial, handjob, milf. Desde siempre los videos de milf me generaron expectativa, principalmente porque nunca tuve demasiado en claro que es o deja de ser una milf. En general son mujeres de más de 40, rubias y con gigantescas tetas operadas, semi pornostars en decadencia filmadas con lentes de alta resolución. Otra cosa importante que aprendí es la nomenclatura norteamericana para las categorías de los videos: si quiero buscar un pete, no escribo pete, ni siquiera sexo oral, sino blowjob. Este aprendizaje fue algo lento pero sustancioso al fin, hasta el punto de que ya ni siquiera pienso en orgía sino que en mi mente se me presenta la palabra gangbang escrita en letras rojas chispeantes, como un gran cartel de neón adornado con lenguas de fuego. Acá aparece lo que antes escribía sobre mis gustos: si en algún momento habían sido los videos de lesbianas, o el hard sex, después fueron los videos de milfs y ahora, el ranking de mis preferencias lo encabezan los videos de chicas argentinas. En este caso, si uno sabe buscar, hay bastante para elegir. En general infinidad de chicas amateurs, films de mala calidad, con poca luz, donde los cuerpos por momentos resultan indiscernibles uno del otro. Pero también descubrí, a través de esta página, a una productora nacional llamada Triple X y desde aquí llegué al video de mi ex novia, una chica llamada Mercedes que en la película se hace llamar Lupe.
Antes de la escena, lo primero que se ve es una entrevista con Lupe: ella está acostada en ropa interior – tanga pequeñísima y corpiño verde esmeralda – sobre un colchón azul de dos plazas ubicado en el suelo, las paredes son blancas, el suelo también es blanco. Luego el director le pregunta su nombre, su edad, sus fantasías sexuales, después, una vez que ella responde que le encanta el sexo anal, le pregunta por su primera vez. Ella responde, textual, que fue con su primer novio, o sea yo, y que no fue una experiencia placentera porque le dolió un poco. El diálogo que sigue es impresionante y quiero escribirlo como corresponde:
– ¿Y si él te está mirando?
– Ojala, me gustaría – dice Lupe y yo siento que me lo está diciendo a mí, como si los dos estuviéramos dentro de un panóptico, separados por una fina capa de vidrio, de un lado ella, del otro lado, con la cara deformada y soplando completamente borracho de lírica sexual, toda mi conciencia colapsada por la figura de Lupe. Esto, en realidad, es cierto: en la línea de tiempo que va desde esta entrevista y posterior trío hasta ahora, cabrían todas las posibilidades y entre ellas, la más potente, la posibilidad de que mi afinidad por la pornografía web me llevara, tarde o temprano, a esta escena con dos chongos que no paran de garcharla a lo largo de los 25 minutos que dura la filmación.
***
Durante las semanas siguientes pensé mucho en Lupe y miré varias veces su video. En la facultad me costaba concentrarme con los temas de cada clase, pensaba en ella en mi trabajo en el Conicet, caminando por la calle, a veces, charlando con amigos, me abstraía de la conversación e imaginaba que les contaba mi descubrimiento, entonces ellos me miraban como si los hubieran atravesado con un punzón eléctrico y me pedían detalles que yo, convertido de inmediato en un gran narrador, cumplía con gran emoción y destreza.
Un día, por azar, mientras recorría el portal de zona jobs, encontré el siguiente aviso en la sección de música/arte/cultura:
Oferta de trabajo para selección de chicas y chicos:
Productora nacional de cine Triple X busca chicos y chicas para películas que se comercializarán en el extranjero (NO en el país) Absoluta reserva. ¡Animate!
Chicas: $ 4000
Chicos: $ 2000
Los interesados, en caso de tener, deberán enviar material propio (fotografías y/o videos acorde a nuestro trabajo) y datos personales exclusivamente a esta dirección de correo:
triplexxxproducciones@gmail.com. Se mantendrá total privacidad y reserva con el material enviado.
Requisitos que deben cumplir los postulantes:
Edad: Desde 21 hasta 35 años.
Pensé en presentarme. Pensé también que, siguiendo la línea del azar, debía enviar alguna clase de video o foto o bien encontrar una excusa para conocer a la gente que había filmado a Lupe. Recién más tarde llegué a la conclusión de que, lo que realmente quería, era reencontrarme con ella. Empecé una búsqueda frenética a través de Internet: lo primero fue teclear su verdadero nombre (Mercedes Fernandez Irigoin) en el facebook. Aparecieron centenas de Mercedes Fernandez: chicas dominicanas, venezolanas, en bikini en una playa preciosa, chicas en un mirador acompañadas por morenos de pelo enrulado, lentes y gorras de baseball, chicas comiendo jugosas sandías en un parque, chicas cordobesas, dos o tres porteñas que por edad o facciones me obligaban a dejar su imagen atrás para que mi retícula visual avanzara, como un tiburón exhausto, sobre las otras chicas de la lista interminable. Al final envíe solicitudes de amistad a dos que, o no tenían foto de perfil o el acceso a su información estaba protegido. Una me aceptó a las pocas horas (no era Lupe) y la otra, mediante un mensaje privado, me preguntó quién era yo y que quería con ella. Cuando le expliqué me contestó que no me conocía y entonces se acabó toda posibilidad de dialogo. A mí me gobernaba una única obsesión: encontrarla a Lupe. Ante mi primer fracaso, no desistí pero en el google tampoco encontré pistas claras. El único rastro interesante fue el de un usuario de una página llamada Talked.com, un site de citas en el cual, una tal Mercedes Fernandez Irigoin, cuyos datos coincidían con los de mi Mercedes, había estado activa hasta hace 65 días. ¿Qué eran dos meses ante el punch de tiempo que se había rebalsado desde los 18 años hasta ahora? Decidí asociarme y después de completar un extenso fichado con mis datos personales le dejé un mensaje que nunca me respondió. Lo que si recibí a cambio fueron reiterados correos basura de talked avisándome de contactos con rangos de edad, pasatiempos o gustos musicales parecidos a los míos. En resumen, una gran perdida de tiempo.
***
Tuve que esperar bastante en la puerta de una oficina cerca de la avenida Constituyentes y General Paz. Delante y sentados sobre una larga fila de sofás incómodos, había diez tipos grandotes, la mayoría con el pelo rapado o peinados con gel, musculosos, con jeans y remeras ajustadas. Pero no todos eran freaks, exagero, dos o tres eran pibes normales, probablemente sin trabajo, que acarrearon sus cuerpos hasta el segundo piso de la productora Triple X. Y estaba yo, gobernado por otro tipo de deseo, más bizarro aún, aguardando que llegara mi turno. Me miraban. O nos miraban, en realidad, y no tardé en descubrir que ellos temían, los freaks, que nosotros, los flaquitos, tuviéramos grandes pijas engarzadas dentro de nuestros boxers, enormes aparatos de reproducción que contrastaran con nuestra aparente debilidad corporal. ¿Y las chicas? Las chicas no estaban en ninguna parte. O las habían citado para otro día, lo que era lo más probable, o permanecían en otro sector de la productora. Yo quería, necesitaba ver a esas chicas anónimas, clandestinas, fantasmales. Imaginaba también que, después de la presentación de rigor, nos harían pasar a todos al set de filmación. Por una puerta entraría Lupe y me vería desnudo y tendría que fingir, por algún motivo inexplicable, que no nos conocíamos. Entonces garcharíamos enloquecidos enmascarando nuestra verdadera identidad como miembros de una logia secreta: ella sería Lupe, yo Pornomanu.
Al fin, después de media hora, llegó mi turno.
– Vení, sentate, mi nombre es Esteban – me dijo un muchacho prematuramente calvo cuando entré a la oficinita. Después miró mi cv (no se me había ocurrido enviar otra cosa) y en su notebook, según me explicó, se puso a buscar el archivo con las fotos que le había enviado. Eran tres, desnudo, en el baño de mi casa frente al espejo.
– No tenés una fea pija – dijo con una sonrisa – ¿pero te la bancas con esto? Mirá que no es para cualquiera.
– No sé, quiero probar, creo que sí.
– Contame algo de vos.
Le expliqué a qué me dedicaba y exprimí toda la actividad física que había hecho a lo largo de mi vida. Conté, también, como si eso pudiera acreditarme para algo, que ya conocía el material de la productora y que me entusiasmaban sus películas.
– Más que un actor, vendrías a ser un cliente – dijo Esteban.
Entonces decidí contarle la verdad.
– Soy el ex novio de Lupe, una de las chicas que filmaron… – empecé a decir y no supe bien como continuar.
Esteban me miró un momento, muy serio. Después alargó la mano, levantó un intercomunicador y le dijo a alguien que viniera en seguida. Nadie dijo nada hasta que otro tipo, con camisa oscura manga corta y varios tatuajes que le cruzaban los brazos, entró y preguntó que pasaba.
– Este loquito dice que es el novio de Lupe.
– ¿Qué Lupe?
– Lupe, la misionera, boludo.
– Primer novio – aclaré.
– ¿Y que quiere?
– No se, preguntale.
– ¿Qué querés pibe?
– Nada, o si, encontrarla…
– ¿Me estás cargando?
– No, en realidad vine, no se bien a que vine, quería ver como era todo…
En ese instante, como si los dos hubiesen recordado el momento en que Lupe hablaba de mí en la previa de la escena, comenzaron a mirarme de otra manera y a hablar más despacio, tranquilos. Pensé que al fin habían entendido. O no habían entendido nada. Pensé en volver a pedirles algún dato sobre Lupe pero en lugar de eso dije que mejor me iba, que ya no aguantaba más.
– Vos la querés ver a Lupe, entonces… – dijo el tipo del tatuaje y luego lo miró a Esteban.
Yo me levanté, abrí la puerta y salí al pasillo. Mientras bajaba las escaleras escuché que alguien me gritaba. Esperé apoyado contra la baranda. El hombre de los tatuajes me alcanzó un papel con un número de teléfono. No dije gracias, corrí hasta la salida y aspiré una gran bocanada de aire caliente que atravesó mi garganta. Caminé algunas cuadras y entré en un locutorio que también vendía libros usados y dvd truchos apilados sobre una mesa de madera. Pedí una cabina y poco después de marcar, cuando esperaba el sonido del llamado, la voz de una operadora me dijo que el teléfono pertenecía a un cliente en desuso, o algo así.
***
A los dos meses abandoné mi trabajo como administrativo del Conicet. Me había cansado de completar fojas con los datos de los postulantes, corroborar fechas de vencimiento de becas, viajar al microcentro, lidiar con graduados de letras que, en lugar de recibir x cantidad de dinero por una investigación que siempre parece retrasarse – de ahí las infinitas prórrogas – deberían irse al Chaco y hacerse yerbateros. También abandoné, solo por ese breve lapso de tiempo, mi rutina con el porno: dejé de pensar en gangbangs torneados con lenguas de fuego y mirar videos de japonesas teniendo sexo interracial con negros que hablan en slang. Tuve algunas entrevistas laborales realmente horribles en las que pedían asesor de producción en editoriales, administrativo en universidades privadas, bedel en Lomas de Zamora, redactor para notas de salud. Visité conclaves aduaneros para chequear containers en el puerto, repartí folletos para clases de teatro, hice algunas otras cosas que nunca había hecho y por las cuales me pagaron bastante mal; también trabajé, exactamente 21 días, en la feria del libro. Pensé en irme de viaje por Latinoamérica a probar suerte, como muchos de los pibes que, al bordear los 30 y al pelearse con sus novias, entran en crisis y sufren un crash mental. Tuve ganas de hacerme adicto a la cocaína pero al poco tiempo me arrepentí al comprender el estado lamentable en que se encontraba Leo, aquel amigo que, un tiempo atrás, me había recomendado aquella página porno tan famosa. Me junté bastante con mis otros amigos y, durante la época reluciente de pokerstars, llegué a jugar noches enteras para ganar un puñado de euros que, hasta ahora, nunca retiré de mi monedero virtual. Todavía no sé si aquella fue una época feliz o qué. Lo cierto es que me moví bastante. Todo eso se acabó cuando recibí un mail y acepté una de tantas invitaciones de amistad en el facebook. Ya no las miro, solo acepto. No se cuanto tiempo pasó hasta que descubrí que esa chica era Lupe. Recuerdo que había revisado mi lista de amistades para borrar aquellas que no me interesaban y entonces me di cuenta de quién se trataba. Su usuario era raro y por eso no había aparecido en mi búsqueda: mercedesfi. Entonces miré todas sus fotos, todos los comentarios, hasta donde pude, que tenía en su muro, revisé una a una sus amistades con vocación de herbólogo. Intenté imaginar que hacía, donde vivía, el motivo por el cual me había agregado. Después le escribí un mensaje, le pregunté como estaba. Nos escribimos durante cuatro días consecutivos. Ella siempre me respondía durante la mañana, yo, por las noches, porque es el momento en que siento que pienso mejor, que logro articular lo que tengo adentro.
Arreglamos para encontrarnos el jueves por la noche en un bar cuyos dueños son franceses, en la calle Tucumán. Llegué tarde y ella me esperaba. Lupe estaba bastante parecida lo que yo recordaba, o a la Lupe del video porno, lo que es mas o menos lo mismo. Es decir: Lupe y Mercedes se me confundían y me costaba mucho diferenciar a una de la otra.
– Hola Manu – me dijo.
– Hola Mercedis – dije yo.
Después de saludarnos, y, como el día de otoño era bastante caluroso, tomamos unos tragos en una terraza grafiteada y llena de plantas. Hablamos mucho. Recuerdo que ella me contó algunas cosas que yo ya conocía pero me las contó igualmente, como si nunca me hubiera dicho nada sobre su familia o el campo de sus padres en Mercedes. En algún momento pensé que tenía que decirle la verdad y le conté toda esta historia, cada cosa que había hecho en los últimos meses y cómo había llegado a su video porno.
– Me lo imaginaba – dijo ella y agregó– ¿Querés que vayamos a un telo? – y no hizo falta que nadie diga nada porque nos levantamos apurados y salimos del bar.
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Un tigre y su domador
Tengo un don probablemente excepcional. Basta que alguien se acerque a mí, para que yo lea su pensamiento. Me resigno, sin embargo, a que mi actuación en el circo donde trabajo sea aún más modesta que la de los payasos: ellos, al fin y al cabo, pretenden provocar la risa. Yo, por mi parte, con falda corta y muy largas medias blancas, al compás de la música, ejecuto pasos de baile ante la indiferencia del público, mientras a mi alrededor jinetes, equilibristas y domadores se juegan la vida.
De chica fui vanidosa. Para mí no había halago comparable al de ser admirada por mi don. Pronto, demasiado pronto, sospeché que por ese mismo don la gente me rehuía, como si me temiera. Me dije: "Si no lo olvidan quedaré sola" Oculté mi don: fue un secreto que no revelé a nadie, ni siquiera a Gustav, mi marido.
De un tiempo a esta parte Gustav trabaja con un solo tigre. Hace poco nos enteramos de que un viejo domador, famoso entre la gente del gremio por tratar a las fieras com si fueran humanos, se jubilaba y vendía un tigre. Gustav fue a verlo y, tras mucho regateo, lo compró.
La primera tarde en que Gustav ante el público trabajó con el tigre, yo bailaba en el centro de la pista. De pronto, sin proponérmelo, me puse a leer pensamientos. Cuando me acerqué a mi marido, toda lectura cesó; pero cuando me acerqué al tigre, cuál no sería mi sorpresa, leí fácilmente su pensamiento, que se dirigía a mi marido y ordenaba: "Dígame que salte", "Dígame que dé un zarpazo" , "Dígame que ruja". Obedeció mi marido y el tigre saltó, dio un zarpazo y rugió con ferocidad.
Adolfo Bioy Casares.
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Que esto se convierta en un jardín
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Una mujer sola parece superhéroe
Miro la nieve por la ventana. Aunque desde acá no veo la calle sé que las mujeres caminan abrigadas y les rebalsan las bolsas de regalos. Me anudo la bufanda al cuello, me pongo el abrigo y me cruzo el morral. Abro la billetera: setenta dólares y la foto que nos sacamos en Buenos Aires. La tiro en el cajón de los cubiertos pero la saco. No quiero verla cada vez que agarre un tenedor. Camino por toda la casa. Es la primera vez que busco un lugar para guardar algo que no quiero volver a ver, y no encuentro, acá todo es poco y todo es nuevo, usado, sí, pero nuevo para mí o más bien extraño, mi casa extraña porque acá nieva, hay escaleras para llegar a planta baja y después más escaleras entre la puerta del edificio y la calle. La madera del piso cruje y no me importa que la cama haga ruido y que el colchón se hunda cuando nos acostamos. Levanto la almohada pero poner la foto ahí sería un suicidio. En la cajita de los anillos tampoco. Agarro el anillo que me regaló para mi cumpleaños. La piedra azul brilla divina. Me lo pondría pero no quiero usarlo. Me queda bien, es ideal, a medida. Me lo saco. Ya son dos objetos para esconder. Camino al living, apoyo la foto y el anillo en la mesa y voy a la cocina para agarrar la escalera, la llevo hasta el cuarto y la abro lo más cerca posible del placard. Vuelvo al living, agarro las cosas para subirme y tirarlas en una valija. Nunca abro las valijas y están tan arriba que el tedio de ir a buscar las cosas ahí va a ganarle a cualquier intento de revisionismo.
Voy a la cocina a agarrar las llaves. Me acuerdo de sacar la basura. Un envase vacío de yogur quiere zafarse del nudo que hago con la bolsa. Ya no habrá envases como ese en este departamento. Ok. Foto empieza melancolía, envase de yogur termina melancolía. Si no habrá envases como ese y quiero tanto envases como ese, por qué no lo saco de la bolsa y lo dejo de adorno en la biblioteca. Lo hundo entre otros envases y papeles que tampoco son míos. Cierro la bolsa, hermética, no veo más que nylon blanco y el logotipo del supermercado, enorme. Me anticipo y decido no profundizar en las salidas al supermercado que ya no haremos juntos. Tampoco íbamos tanto. Yo prefería este de la bolsa, y él prefería el de la calle ciento quince, así que no voy a creerme justo ahora eso de la pareja feliz que salía de compras los domingos.
Me pongo el gorro de lana y salgo. Cierro con todos los cerrojos. Si cuando vuelvo no están puestos es que él está leyendo en el sillón rojo frente a la ventana. Bajo las escaleras en un trote rápido. Abro la puerta de calle, bajo los últimos escalones, tiro la basura y empiezo a caminar las cuatro cuadras hasta la estación de metro. Aunque me conviene bajar a la ciento diez voy a la estación de la ciento dieciséis. Mucha gente en todos lados. Caminan o estacionan autos. Muchas familias pura sonrisa blanca de publicidad que por momentos también parece nieve y contrasta con el verde de los arbolitos. Parece que algunos se acordaron a último momento y compran el arbolito hoy. No hay mejor actividad para un domingo de invierno, la noche antes de navidad, que preparar el arbolito en familia, ponerle bolas de colores y lucecitas que transforman cualquier casa en un hogar feliz. Pasa una familia con más de uno, el padre lleva el de tamaño standard y la nena uno extra small para armar en su habitación y jugar con las muñecas. Ciento quince street. Ciento dieciséis. Metrocard. Metro. No comprendo qué dicen esos chicos, tienen un slang imposible. Un hombre sube para vendernos algo. Como casi siempre, muchos objetos en uno. Escucho su voz remixada con el correteo del metro en las vías. Algunas miradas entre la gente. Otras miradas perdidas. Una pareja se besa apasionada en cámara lenta. Se besan despacio como si buscaran, más que el placer de besarse, la posibilidad de recordar ese beso cuando ya no estén juntos, después de que uno abandone al otro un día cualquiera. Una vieja atraviesa el vagón apurada, de malhumor. Una mujer sola parece súper héroe. Tiene como cincuenta y jeans muy ajustados. La nariz respingada operada y pelo cortísimo, rubio platinado casi blanco tirado para atrás con gel como si el viento le estuviera soplando en la cara todo el tiempo, efecto viento en los árboles del sur, quedan todos para un costado y uno, porteño, no sabe por qué, y es el viento, que siempre va para el mismo lado y los atrofia. Un chico se para como para bajar pero no baja. Parece suspendido en el aire del vagón. Me gusta la sensación de verlo suspendido en el aire, fijándose en el cartel de estaciones dónde bajar. Dos latinos suben y miran a la mujer súper héroe. Busco a la pareja que se besaba pero ya no está. Llegamos a la estación de la calle ochenta y seis y decido sin razón que en la próxima, en la setenta y nueve, me bajo y empiezo a caminar.
Camino, tengo hambre, cuadras y cuadras, no sé elegir, me tienta todo, no descarto, camino hasta que al final no puedo más y es el cuerpo el que decide ya, parar acá. Entro en Subway y pido el sandwich de pollo teriaki. Me dan un papelito con una encuesta, ¿cuál es mi sándwich preferido? Marco con una cruz el de atún. Marco el de atún y estoy esperando que me den el de pollo teriaki, su preferido. Hago un bollito. Me dan el sándwich. Tiro la encuesta en el tacho antes de salir del local.
Gente que habla sola, un hombre de mirada transparente parece asesino serial y me inhibe, agacho la cabeza, veo mis borcegos. Izquierda, derecha, izquierda, derecha. Estos borcegos y la mochila de mochilero son las dos cosas que siempre me acompañaron en todos los viajes. Esta vez vinieron los borcegos con la excusa del invierno, la mochila quedó en Buenos Aires, no servía para un viaje de un punto a otro, sin itinerario ni regreso previsto. Las valijas son otra cosa, son parte de un proyecto de los serios, esos que si no salen bien son un fracaso aunque todos digan “lo peor que puede pasar es que vuelvas, y eso no es grave” pero no, lo peor que puede pasar es que me vaya bien, me enamore, me separe y no vuelva justo por lo bien que me va en ese proyecto. Se equivocaron o me engañaron, nadie había hablado de amor, se trataba de estudiar y de hacer amigos nuevos, nadie imaginó que él se iba a acercar a hablarme en la biblioteca. Todos cara de sorpresa cuando nos fuimos a vivir juntos. Como si yo no pudiera tener pareja, levantarme un tipo, que venga a hablarme un día un ratito, después otro día y después invitarme a salir, y otro día, antes de volver cada uno a su casa, por qué no tomamos un café y hablamos de literatura, de poesía, de tu familia, el desarraigo, y por qué no vamos al cine y por qué después no hablamos de cualquier cosa un viernes hasta las seis de la mañana en mi casa mientras nos agarramos las manos porque hace mucho frío en esta ciudad. La nieve se derrite en el piso. Izquierda, derecha, izquierda, derecha, izquierda, derecha, mejor contar los pasos hasta la esquina: uno, dos, tres, unos tacos plateados pasan de largo junto a unas botas tejanas, escucho las carcajadas y el chocar de las bolsas, yo todavía no compré ningún regalo, debería llevar algo más que las explicaciones de por qué sola, izquierda, derecha, izquierda, derecha, setenta y cuatro y Central Park West, la calle nevada es demasiado romántica para un día como este.
¿Estará Yoko en su casa? ¿Estará justo llegando o justo yéndose? ¿Habrá algún día en el que no piense en John? ¿Se le habrá borroneado su cara, sus gestos precisos? ¿Soñará mucho con él? En la vida diurna hay que hacer un esfuerzo para recordar cómo era su cara y el esfuerzo no sirve de nada, nada que ver con la voluntad, nada parecido ni siquiera a mirar una foto. Contemplar y recordar no tienen relación, y cuando menos lo espero, aparece en el sueño y al despertar no puedo creer que no pude congelarlo, hacer del sueño la vigilia, volverlo a ver. Nunca logré entender la imposición de distancia con los que estuvieron más cerca. Es absurdo. ¿Cuándo habrá dejado de pensar en el asesinato del marido cada vez que entraba en su casa? ¿Cuántas veces habrá imaginado la escena? Tengo que comprar regalos, debería dejar de caminar como si fuese verano. Me dejó sola en esto, tengo que comprar los regalos, ir a cenar, escuchar las preguntas, dar explicaciones. ¿Qué nos costaba esperar a que pasen las fiestas? ¿Por qué justo ahora? No le importó ni cómo voy a pasar estos días, ni sus amigos, ni nuestros amigos, ni siquiera me ayudó a pensar qué decir, o a inventar una mentira juntos, quizá sería mejor no ir, decir que estoy enferma, que él tampoco va porque prefiere cuidarme, que nos vemos otro día, merry christmas. Pero después qué, al día siguiente qué, ¿explicar que en realidad él se fue y que yo no tenía fuerzas para salir de casa? No. No es cierto que no tengo fuerzas: es invierno, es navidad, él acaba de irse y yo estoy caminando por pleno West Side otra vez a la estación de metro para ir a comprar libros para mis amigos. Él se fue pero yo me quedo, soy la que puede quedarse y salir a caminar y hacer compras y festejar navidad. Él en cambio se va, me deja, no le importan sus discos, sus libros, ni su sillón rojo, y si se llevara las fotos necesitaría quemarlas, ¿cuántas veces lo hizo? Una, dos, tres, ahora empieza a correr para mí todo lo que hizo con sus ex, los mecanismos del olvido y de la supervivencia, no poder soportar el presente si se enciende la luz del pasado. Nunca entendió que mientras él vacía sobrecarga al otro, ahora todo lo tengo yo, el sillón, las fotos, los libros, los cd´s, los amigos en común y la fiesta de navidad. Ok. Me puse quejosa. Me quejo, sí. Me quejo. Soy la mujer abandonada más triste de la historia. La protagonista de una novela decimonónica. El destino de la tragedia griega. Ahora empezará el temor de que nunca más nadie se enamore de mí o, peor, que nunca más me enamore de nadie. La maldición del desamor convertida en una espada brillante clavada en mi pecho.
Me golpean. El hombre señala el semáforo. Está verde, sí, ya sé, no, no me di cuenta. El hombre lleva de la mano a una nena de unos ocho años, toda vestida de rosa ojos claros rubiecita con el corte de Matilda. Me mira y sonríe, sonrío, voy a cruzar y me saluda con la mano. Bye, merry christmas, digo, y camino rápido, cruzo y bajo las escaleras al metro. Agitada intento recuperar aire como si bajo tierra pudiera respirar mejor que arriba.
Una madre pelea con su hija adolescente. Una chica apoya su cabeza en el hombro del chico. Un viejo lee el New York Times. La madre levanta la voz, la hija mira al piso. Debe tener vergüenza de esa madre gorda pelo rojo y ojos pintarrajeados. La chica sólo quiere ir a una fiesta. La madre dice que en navidad no. La hija se tiraría del subte. La madre grita, todos la miran. Abro la cartera. Auriculares. Hold. Me tienta todo, no descarto, podría poner random. Cualquier canción. Todas. La boca de la madre se abre cada vez más grande. La hija la mira de reojo con odio. Times Square. Combinación. Ellas también bajan. Camino rápido. Llego justo y me tiro en el subte siguiente. Pocos minutos después yo también me pierdo entre la gente, zapatos, zapatillas, escaleras, la calle, tacos y botas. El mismo camino cuando lo hacíamos juntos era más lento, o rápido, pero a nuestro tiempo, un ritmo de los dos, mirar a los demás y comentar la ropa o un gesto, o esa pareja que ni se mira, aburridos, sin hablar, cada uno en lo suyo. Siempre hablamos de parejas. Nos poníamos en una línea paralela, libres de cualquier minucia de pareja tradicional no por excéntricos sino porque nos entendíamos como ningún otro podía entender a cada uno. Dos nenes que juegan un juego inventado por ellos indescifrable para los demás. Nada raro. Inexplicable, quizá. Pero no raro. El más simple juego de encastre: encastraba. Éramos indestructibles. Una pareja superhéroe frente a las parejas aburridas. Pareja infancia. No llegamos a aburrirnos. No lo hubiéramos tolerado. No hubiéramos podido seguir sólo porque sí. La ventaja desventaja de elegir todo todo el tiempo. Te elijo hoy. Te elijo hoy. El amor nuestro de cada día. Te elijo hoy. Hoy también. Tantos hoy que seguro te elijo mañana. Y mañana te elijo hoy. Te elijo hoy. Hasta que hoy no. Me voy, Ani. Interrumpió mi lectura en el sillón rojo. I´m leaving. ¿A dónde?, pregunté suponiendo un viaje de trabajo, unos días afuera, una visita a sus padres. Él no contestó. ¿A dónde?, mirá que ya arreglamos para navidad…dije, pero sabía que algo andaba mal.
Desde hace varios días cada uno hablaba en su lengua. Nos entendíamos igual. Los dos sabemos los dos idiomas, hablamos juntos en uno o en otro. Cuando peleamos cada uno vuelve a su español o a su inglés. Poseíamos la lengua o nos poseía a nosotros como un arma de guerra o como una casa donde podemos descansar a resguardo de los ataques de la potencia extranjera. Una tontería tácita pero efectiva, hasta que a alguno le salía una palabra en el idioma del otro, una mala palabra, fuck you en mi boca, boluda en la suya, casi siempre las mismas palabras en el mismo momento para volver al encastre perfecto. No llegamos a aburrirnos nunca, ni siquiera antes de ayer, ayer u hoy mismo, que yo pregunté a dónde, recordé la cena de navidad y él dijo I´m leaving New York, I´m living home. What?, me salió en inglés.
No doy más, dijo en castellano.
Marina Kogan
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Esas zonas sin valor de cambio
Bárbara Belloc
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De espaldas a las ruta
Ven al hombre boca arriba, con los brazos abiertos, como crucificado. En realidad, mientras caminan por el campito, lo primero que distinguen es una cosa tumbada, demasiado larga para ser un perro. Ya encima tienen la seguridad de que es un hombre y algo les dice que ese hombre está muerto. Uno de los chicos lo tantea con el pie y murmura unas palabras a su izquierda. Damián comprende y deja caer la pelota de fútbol en la tierra. La pelota rueda en el desnivel hacia el arco más viejo, el que se inclina levemente hacia atrás, el que le da la espalda a la ruta. La noche está estrellada y hace calor, pero nada de esto explica que el hombre, en principio muerto, esté desnudo sobre la tierra. Damián lo vuelve a patear, pero el hombre no está borracho ni se ha quedado dormido a la intemperie, en pelotas, mirando el cielo. Quizá está pasado de rosca, dice Damián pero Felipe responde que no, que el chabón está muerto, que lo tiraron y lo dejaron así, flácido sobre la tierra seca. Mientras tanto la pelota sigue rodando hacia atrás hasta clavarse en un pozo, casi en el semicírculo de cal del mediocampo. Felipe se llena los pulmones de aire y comenta que hay que llamar a alguien, que alguno de los dos, o los dos juntos quizás, tendría que parar un coche o correr hasta el barrio y avisarle a los viejos.
– No te puedo creer boludo, mirá que blanco está – y Damián descubre, cuando unos focos iluminan la escena, que jamás ha visto un hombre con la piel tan lechosa como este hombre.
– Nadie nos va a creer loco – comenta Felipe, llevándose ambas manos a la cabeza.
– ¿Y porqué tiene los brazos así? ¿Ves? Abiertos y las pies juntitos.
Ambos miran hacia arriba porque creen que el hombre también contemplaba algo. Buscan ese algo hasta que se aburren. Entonces Felipe se acuerda de la pelota. Giran la cabeza y la presienten allá, en el pozo, quietecita.
– Boludo, anda a buscarla que no es mía.
Mientras Damián corre Felipe se da cuenta de algo: la cabeza del hombre, mejor dicho, el cuerpo del hombre traza una línea recta con el segundo palo del arco. Se lo comenta a Damián quién acaba de llegar con la pelota arrinconada entre sus gambas.
– Capaz palmó atajando un penal ¿no?
– Anda a cagar.
– ¿Y si hay otros?
Los chicos se quedan inmóviles. Detrás continúan pasando autos que por su velocidad resaltan con la quietud del campito.
– Vamos a buscar a alguien che – dice Felipe cuando un pájaro se estrella en el otro poste y cae al lado del muerto.
La segunda versión de este cuento, pueden leerla acá.
L
Descubrimiento
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Cómo asesinar zombis con una consola de wii
Mientras actualizaba una y otra vez la página de inicio de su cuenta de mail, Luciano pensó que se le estaba haciendo tarde: ya eran las cinco y cuarto y a las cinco y media tenía que recoger a Matías de su clase de taekwondo. Todavía tengo un rato, se dijo pero inmediatamente decidió hacer un esfuerzo, ponerse de pie y arrancar.
En la puerta del centro deportivo tres chicos con equipo de karate (es decir: el karategui, el kobudogi y el cinto musashi) esperaban sentados en la vereda. Matías, al ver el Ford Fiesta de su padre estacionar en doble fila, se despidió rápidamente de sus compañeros y corrió hasta la puerta del acompañante. No hablaron durante el viaje: Luciano puso música en el stereo y fumaba cigarrillos rubios con el brazo colgando a través de la ventanilla. En una esquina realizó una frenada brusca y Matías se abalanzó hacia delante.
– ¡Ponete el cinturón Mati! – ordenó Luciano, buscando él mismo el encastre de plástico negro, el cual se encontraba oculto debajo del asiento y, una vez hecho esto, lo engarzó con fuerza a la hebilla plateada.
– ¡Me molesta! – rezongó Matías.
– Aguantate, ya llegamos – dijo, puso el cambio y aceleró.
La casa estaba ordenada y limpia porque Beatriz, la mujer que venía todos los martes por la mañana, tuvo una complicación y había modificado su día de trabajo para hoy, viernes.
– Anda a bañarte y después podés jugar un poco – ordenó Luciano.
Después de la ducha Matías amontonó el karategui sobre la tapa del lavarropa, sacó la wii de su mochila y se sentó en el piso del living.