Un pibe con una remera de los Stooges

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Mientras Felipe subía al bus se puso a pensar en las mascotas que había tenido a lo largo de su vida: un dálmata, una tortuga a la que el doberman de un vecino le arrancó la cabeza, una cruza de galgo que se murió bastante joven a causa de un cáncer en las tetillas. Una vez en su asiento, se preguntó si no se había equivocado, quizá ese no fuera el micro que iba para Gualeguay, entonces, para salirse de dudas, giró su cuerpo y buscó con la mirada a las chicas que habían hablado sin parar durante todo el viaje y se tranquilizó al encontrarlas leyendo una revista que tenía en la tapa a Mariano Martínez. Se durmió imaginando que esas chicas no eran las chicas que él pensaba y que en unas pocas horas se iba a despertar en la estación de ómnibus de Bahía Blanca o en algún lugar muy choto del partido de la costa.

Para llegar al camping municipal atravesó el centro y caminó unas cuantas cuadras bordeando el río. Después de armar la carpa compró una cerveza descartable, 200 gramos de queso de máquina, 100 de salame y 100 de jamón cocido. Tenía un discman y unos parlantes, eligió un compact y le subió el volumén al tope. Se acostó en el pasto pensando en la posibilidad de viajar a otro país en caso de que algún equipo de fútbol lo fichara: Valladolil, Costa Rica, el sur de Brasil, Moscú. De pronto, por la playa pasaron dos hombres a caballo, se acercaron a los yuyos que crecían sobre el agua amarronada y los animales comenzaron a patear un bicho o una serpiente. Felipe se acercó y observó, debajo de los cascos, un reptil chamuscado patas para arriba, color verde y con los ojos hinchados. Escuchó que los hombres decían seguí, seguí, debe haber más. Entonces los caballos trotaron por la arena y se perdieron de vista.


A medida que oscurecía cobraba fuerza el aroma de la carne que se asaba en las parrillas y Felipe sintió tristeza al recordar su paquete de fiambre. Decidió dar una vuelta; atravesó los baños, las duchas individuales, un grupo de pibes que jugaban al truco sentados sobre una lona de playa, la cancha de voley. Antes de volver pasó por la carpa de unas chicas y una de ellas, de flequillo y ojos claros, levantó la vista y su mirada, durante una fracción de segundo, se encontró con la de Felipe.

A Bianca la encaró a la tarde siguiente; estaba sentada en la orilla, le pidió fuego y charlaron sobre el lugar que habían elegido para pasar el fin de semana largo. Cuando Felipe le preguntó si le gustaba el nombre Bianca, Bianca respondió que le hacía pensar en Belén Blanco, una actriz muy pálida con pinta de freak que Felipe recordaba de algunas películas argentinas de los ´90. Esa madrugada, un poco borrachos, se acostaron juntos. Por la mañana Felipe se despertó por un hilo de luz que se colaba por el respiradero de la carpa; al salir encontró a Bianca sentada sobre una colchoneta azul marina que olía a transpiración y humedad.

– ¿Qué haces loca? – preguntó mientras se refregaba la cara en el agua fría de los piletones. Bianca giró sobre si y se colgó de su pierna. Cuando cayó sobre el césped, le levantó la remera oscura, que tenía un emblema de los Stooges en dorado y plata, y le besó la panza.Un momento después Bianca se levantaba para cambiar la yerba del mate.
– Me gustas – le dijo, mientras juntaba un palito del suelo y lo untaba con la saliva de sus labios.

El lunes por la tarde decidieron volver juntos en tren en lugar de tomar el ómnibus hacia Buenos Aires. Durante el viaje se entretuvieron escuchando la música que Bianca traía en su mp3 y mirando por la ventanilla las líneas de un paisaje apenas visible. El acolchonado de los asientos era fino y estaba muy gastado, con lo cual se sentía la estructura de hierro debajo, lo que obligaba a Felipe a reacomodarse cada cierto tiempo y despertarla a Bianca, que dormía apoyada sobre su hombro. Se bajaron en la estación de Retiro y antes de despedirse intercambiaron teléfonos.

Al día siguiente Felipe marcó el número que le había dejado Bianca e inmediatamente atendió el buzón de voz. Intentó varias veces pero siempre, antes de que comenzara a sonar, escuchaba la voz metálica y colgaba antes del pitido que marcaba el momento de dejar el mensaje. Con el tiempo se olvidó de Bianca hasta que una noche, mientras miraba un partido por televisión, sonó el teléfono. Bianca le contó cómo le habían robado el aparato a la salida de la estación de Once y le propuso, para el sábado siguiente, encontrarse en la plaza de San Cristóbal.

Felipe trabajaba repartiendo volantes para un centro de computación y vivía con sus padres Elsa y Gustavo en un departamento de dos ambientes en Tres de Febrero. A dos cuadras había un campito de tierra con dos arcos torcidos hacia atrás y una hilera de troncos que delimitaban las dimensiones de la cancha. Los fines de semanas se organizaban campeonatos interbarrial de once contra once. Durante los partidos Felipe soñaba que era el volante por izquierda de un equipo de primera división que peleaba la punta del campeonato; tenía un ida y vuelta notable que dejaba en ridículo a otros jugadores más grandes y con menor resto físico, sin embargo su técnica era bastante pobre y era conciente de que necesitaba un entrenamiento más disciplinado para alcanzar el máximo de su potencial.

Gustavo trabajaba en una fábrica que urdía chapitas de metal para las botellas de cerveza mientras que Elsa cocía botones para una empresa de camisas. El mejor amigo de Gustavo era un gigante de dos metros llamado Enrique que había jugado al básquet en el interior del país y en Puerto Rico y ahora trabajaba turnos de diez horas como guardia de seguridad en un banco del microcentro. Conversaba con un acento extraño y al sentarse en las banquetas de la casa estiraba sus piernas enormes y se acariciaba las rodillas con gestos de dolor. Enrique, mas allá de su corpulencia, era un hombre apacible y sereno que, especialmente en verano, solía transpirar muchísimo. Durante años había probado diversos tipos y marcas de desodorante: aerosol, rodillo, hasta fragancias con esencias vegetales que compraba en la herboristería del barrio. Ninguna parecía dar resultado. Según contaba a veces, tenía un problema genético que afectaba sus glándulas sudoríficas, pero esto era algo más bien improbable que nadie terminaba de creer. Estos olores que transmitía, según Elsa, eran el motivo por el cual no encontraba pareja: ninguna mujer podía tolerar olores como los suyos. Por lo demás, Enrique estaba obsesionado con la mujer que atendía la panadería del barrio. Día por medio salía de su trabajo y pasaba por Tres de Febrero, compraba facturas y luego iba a tomar mate a la casa de Felipe. Otras veces llegaba más tarde aún ya que aguardaba que la mujer cerrara el negocio y, desde la parada del colectivo que se encontraba enfrente, como si alguien pudiera no verlo, la espiaba a través de los ventanales.

Aquella tarde en la plaza de San Cristóbal, mientras lo escuchaba hablar de su alergia, Bianca pensó en un novio de su adolescencia y, cuando Felipe terminó su historia, le contó que vivía en los departamentos de enfrente y que ahora conducía un programa de televisión sobre videojuegos.

– Ah ¿quién es? – preguntó Felipe, ocultando su incomodidad.

Cuando Bianca le dijo el nombre, lo primero que se le vino a la mente fueron los rulos y la muletilla que usaba el conductor para calificar el nivel de diversión de cada juego. Recordó que en la pantalla del televisor solía aparecer una escala del uno al diez que se iluminaba con los colores del semáforo de acuerdo al puntaje otorgado. El ex novio de Bianca era un pibe gordo que usaba camisas escocesas y pantalones de jeans e inmediatamente Felipe sintió un arranque de celos al imaginarlos juntos.

– Nos conocimos en esta misma plaza, íbamos juntos al colegio – dijo Bianca y después le propuso ir a tomar una cerveza a un bar del centro de San Cristóbal.

El lugar era amplio, tenía mesas de pool y estaba ambientando al estilo de un pub irlandés. Luces amarillas y verdosas caían de los decorados. Cuando entraron y Felipe eligió una mesa en un rincón, lejos de la barra, Bianca recordó una frase que había leído en una revista chic, la cual explicaba que la gente no suele elegir las mesas del centro de los restaurantes o bares por una especie de predilección instintiva. También recordó una serie de tips para descubrir el grado de interés de los chicos: cruzarse de brazos o mirar en otra dirección era una clara señal de rechazo. Bianca observaba con atención como Felipe buscaba a la mesera o intentaba leer las promociones en una pizarra, buscando alguna clase de signo en sus movimientos corporales. Después le señaló, en esa misma pizarra, una frase firmada por Sartre.

– ¿La cambiarán todos los días? – preguntó Felipe.

Bianca se encogió de hombros. Cuando se acercó la mesera, pidieron unas pintas que llegaron con una canasta de pochoclo muy salados.

– Tenía ganas de verte – dijo por fin Bianca y Felipe sonrío.

Más tarde cruzaron las vías del tren y caminaron hasta un telo. La habitación tenía una barra de metal que llegaba hasta el baño y el techo estaba cubierto de espejos, como en las películas porno de los años 80.

Dos meses después, al jubilarse su inmediato superior, ascendieron a Gustavo al puesto de sub-encargado en la fábrica de chapitas, con lo cual su salario trepó al doble. Al principio se sintió incómodo en aceptar el nuevo cargo especialmente por que, de ahora en más, su tarea principal consistiría en vigilar los tiempos de los que, hace apenas unos días, habían sido sus compañeros de trabajo. Sin embargo era una oportunidad importante y no pensaba dejarla pasar. Al poco tiempo descubrió que el operario que mayores problemas le traía era un amigo de Felipe llamado Damián que, una o dos veces por día, atrasaba la mecánica de producción debido a sus constantes errores. En estos casos sonaba en la oficina de Gustavo una bocina aguda y en una pequeña pantalla aparecía un punto rojo que le indicaba el área del problema. Entonces salía de su oficina, bajaba las escaleras de metal y, después de encontrar la complicación, le explicaba a Damián que debía presionar con fuerza la palanca o agilizar la deposición de las piezas o colocarlas con justeza en la superficie de contacto. Más de una vez Gustavo se sacó completamente y le gritó al muchacho si era estúpido o qué. El chico lo miraba cansado, con los ojos enrojecidos y le repetía que no volvería a equivocarse. Naturalmente, al día siguiente Damián cometía el mismo error u otro parecido.

– ¿Vos sos pelotudo? ¿Cuántas veces te tengo que explicar las cosas? – gritaba.

Cuando Gustavo realizó la evaluación semestral, el rendimiento de Damián fue el peor de toda la planta.

– ¿Me queda lindo? Yo creo que es demasiado escotado – le preguntó Elsa, mirándose en el espejo y dándose vuelta de inmediato para recibir la aprobación o el rechazo de su nuera. Felipe, desde su cuarto, escuchaba la conversación e intentaba comprender la relación de afecto que, en tan poco tiempo, había construido Bianca con su madre. Era conciente de que Elsa inició el vínculo por necesidad, pero, más tarde, había descubierto en ella la figura de la hija que siempre había deseado tener. Desde que Felipe tenía memoria, su madre era una mujer proclive a generar amistades que luego sobredimensionaba. De alguna manera Elsa aplacaba la cotidianeidad de su vida y su rutina colocando una enorme porción de amor y de energía en otras personas que, por supuesto, al final terminaban por desilusionarla: era exigente con la correspondencia de su amor, sumamente memoriosa y no perdonaba con facilidad los desplantes. Algo de culpa también le correspondía a Gustavo, tal vez por desmerecerla o por no procurarle la atención que necesitaba, pensó Felipe, feliz por la conclusión a la que había llegado.

– Te queda divino – escuchó que respondía Bianca.

– ¿Segura? ¿Lo decís en serio?

– Por supuesto.

Felipe cerró su ventana de msn y caminó hasta el living. Sentados en la puerta de calle, Enrique y su padre tomaban cerveza con las piernas estiradas. Cuando lo vieron llegar se quedaron en silencio.

– Hablábamos de tu amigo – le dijo Gustavo.

– ¿De Damián?

– Si, tu amigo, ¿quién va a ser?

– Me dijo que lo echaron de la fábrica, está buscando otra cosa.

– Ese pibe no tiene remedio, es un inútil – anunció Gustavo, visiblemente contrariado.

Para cambiar de tema Enrique levantó sus brazos, se arremango la remera y le pidió a Felipe que lo oliera.

– Olé pibe, sin miedo, olé tranquilo.

Cuando bajó la cabeza hasta la altura de la axila, Felipe sintió un aroma hermoso. Permaneció un momento llenándose los pulmones de esa fragancia y luego se enderezó con cara de sorpresa.

– Es cosa de no creer – dijo Gustavo y comenzó a reírse.

– Probé de todo, pero esta vez la pegué, lastima que…

– Olvidate de eso che, haceme el favor.

Felipe se enteró después que la chica de la panadería estaba saliendo con el policía que, desde hace algunas semanas, custodiaba la puerta del local.

Una noche en que volvía de visitar a Bianca, Felipe cruzó el campito y se encontró con Damián, quién pateaba una pelota contra los troncos.

– ¿Cómo estás loco? – le preguntó Felipe.

Sentados fumaron un cigarrillo y de pronto, iluminado por los flashes de luz de un coche, notaron un bulto a lo lejos. Parecía una cosa tumbada, demasiado larga para ser un perro. Caminaron con cuidado y ya encima de él se dieron cuenta de que era un hombre boca arriba, con los brazos abiertos, como crucificado, y por algún motivo tuvieron la certeza de que ese hombre estaba muerto. Felipe lo tanteó con el pie y murmuró unas palabras a su izquierda. Damián sintió un chucho de frío que le recorrió la espalda y al comprender, dejó caer la pelota de fútbol que llevaba entre los brazos. La pelota comenzó a rodar en el desnivel del terreno en dirección a uno de los arcos, el que se inclinaba levemente hacia atrás y le daba la espalda a la ruta. Hacía calor pero esto no explicaba que el hombre, en principio muerto, estuviera desnudo sobre la tierra. Felipe, para salirse de dudas, volvió a patearlo.

– Quizá está pasado de rosca – dijo Damián pero Felipe respondió que no con la cabeza, lo habían tirado y lo dejaron así, respondió. Mientras tanto la pelota siguió rodando hasta clavarse en un pozo, prácticamente en el semicírculo de cal del mediocampo. Felipe se llenó los pulmones de aire y comentó que habría que llamar a alguien, que alguno de los dos tendría que parar un coche o correr hasta el barrio.

– No te puedo creer boludo, mirá que blanco está – dijo Damián y en ese momento descubrió, cuando los focos de un coche iluminaron el cuerpo, que jamás había visto un hombre con la piel tan lechosa.

– Qué asco – comentó Felipe.

– ¿Y porqué tiene los brazos así? ¿Ves? Abiertos y las pies juntitos.

De pronto, con una sincronización exacta, ambos miraron hacia arriba porque creyeron que el hombre también había estado contemplando algo. Buscaron ese algo hasta que se aburrieron y Felipe, acordándose de la pelota, giró la cabeza y la encontró quieta en el pozo.

– Mirá donde fue a parar la pelota.

Entonces se percataron de algo importante: el cuerpo del hombre trazaba una línea recta con el segundo palo del arco. Se lo comentó a Damián quién acababa de llegar con la pelota arrinconada entre sus piernas.

– Capaz palmó atajando un penal ¿no?

– Anda a cagar.

– ¿Y si hay otros?

Felipe y Damián quedaron inmóviles en la oscuridad. Detrás pasaban autos que por su velocidad resaltaban furiosamente con la quietud del campito.

– Vamos a buscar a alguien che – dijo Felipe cuando un pájaro se estrelló en el otro poste y cayó al lado del muerto.

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1 comentario:

amiga amema dijo...

Enrique es entrañable, tanto que cuando faltó el remedio para el tufo consideré terminada la historia :(