Volver a Blanchott, siempre
¿Y si escribir es, en el libro, hacerse legible para todos e indescifrable para sí mismo?
Maurice Blanchott
Maurice Blanchott
Chicos en Kosovo (Segunda entrega)
En alguna parte de Chile hay un lago de sal tan poderoso que los viejos se sumergen y salen convertidos en momias radiactivas. ¿Qué efecto produce el exceso de sal en el organismo? ¿Y en la mente?
Me acuesto con medias y me tapo con una frazada
de lana hasta la nariz; me hago bolita, me enrosco y me duermo enseguida. Tengo
unos sueños raros y profundos, llenos de imágenes luminosas, que por la mañana
no recuerdo. Tengo memoria, sí, de que con Sofía y Julián arreglamos para salir
el sábado por la noche a un bar de Almagro, un bar donde pasan buena música y la
birra es un golazo, dicen. Podemos invitar a Verónica, aclaran, para convencerme.
Verónica es amiga de Sofía, licenciada en antropología, profesora en un colegio
secundario de La Boca, alta, bonita.
En la calle me
mareo por la helada o el cansancio; cruzo Rivadavia y en un kiosco compro un
alfajor triple de chocolate y una gaseosa de medio litro. Pongo todo dentro del
morral y prendo un cigarrillo mientras espero el 136. En el colectivo, a pesar
de que hay asientos individuales libres, me siento en uno doble, al lado de la
ventanilla, y escucho en el Ipod los doce tracks de un grandes éxitos de Joy
Division, mientras miro a la gente, los coches, un local de ropa deportiva que
comienza a levantar la persiana.
Me bajo cerca
de la estación de Bella Vista y camino hasta la Plaza San Martín por un calle
arbolada. La primer encuesta de la mañana se la hago al dueño de una
fiambrería, un muchacho rubio de treinta y dos años llamado Aníbal, que se
queja del tiempo, del poco trabajo y la inmigración china en el barrio.
Julián dice que tenemos aguante de sobra. A
mi el concepto del aguante me da un poco de risa. ¿Qué significa tener aguante?
¿A quién le importa? Es sábado al mediodía y nos invitaron a comer un asado en Hurlingam; bajamos del Sarmiento
y caminamos, mirando un plano fotocopiado, tres cuadras hasta una farmacia y
luego por una calle angosta, repleta de claridad y de casas americanas con
jardines. Tocamos el timbre y después de abrazarlo al Rey, cruzamos un pasillo
húmedo lleno de vigas y tambores oscuros de metal, hasta una escalera caracol
que tambalea y cruje, no se queda quieta. En los descansos hay malvones y
macetas con cactus diminutos con flores extrañas como órganos extraterrestres.
– Arranquen por acá muchachos – dice el Rey
y nos señala otro pasillo con sillones de mimbre, acrílicos plateados y telares
de gamuza colgando de ganchos enormes y oxidados que descienden del techo.
Ya en la terraza
nos sentamos en unas banquetas ubicadas en ronda, de cara al sol y a una
parrilla de ladrillo a la vista donde, a fuego lento, se tuestan las tiras de
asado y las achuras. Respiro hondo y siento el olor de cada uno de los amigos, la
carne, un aroma a menta mezclado con pis de gato. Así, de a poco, comienzo a
encontrar mi lugar de pertenencia, el espacio que ocupo en el grupo y lo que se
espera de mí. Una vez hecho esto construyo mis frases, cada comentario, mis
reflexiones y risas, siempre efectuadas en el momento oportuno. Más tarde el
Rey trae una mesa plegable con una sombrilla que no termina de abrirse, de
colores gastados, amarillo, rojo y verde. Tomamos vino tinto y comemos una
picada de queso y salame. Después del almuerzo me toca lavar los platos
mientras un pibe de pelo largo y pecas que no conozco se ríe de los chistes de
los otros. Yo lavo, raspo, unto la rejilla con detergente.
En la sobremesa
uno de los pibes cuenta que, para hacerle la cola a su mujer, primero se
humedece el dedo gordo en saliva y tantea la zona.
– ¡No falla
nunca, prueben! – dice.
Antes de irnos, mientras
los amigos terminan de jugar al wining en la habitación del Rey, me siento en
el suelo caliente de la terraza a fumar con las piernas estiradas. Por un cielo
despejado y excesivamente azul pasan unas nubes finitas y alargadas.
Chicos en Kosovo (Primera entrega)
– A mi lo que me gusta de la música es que potencia los
sentimientos. Si te pones triste, intensifica las ganas de estar solo, te hace
rumiar a vos mismo, encapsular al dolor. En un buen día la energía se
multiplica, algo brota desde adentro y comienzo a crecer: cantás, saltás,
bailás. Al menos por un rato, lo que dura la droga o la emoción, ¿entendés? – le
dice un pibe completamente rapado a otro, en el asiento de adelante del Roca. Miro
su nuca: tiene un tatuaje en el centro, un espiral oscuro y una daga que lo
traspasa. En el vagón el frío se cuela por las ventanas entreabiertas y para
distraerme comienzo a desflecar los bordes del boleto en tiritas muy finas. Mientras
tanto, escucho con atención: los chicos del frente hablan de música pop, de una
minita linda que los histeriquea, algo de un partido de fútbol americano en el club
Comunicaciones.
Antes del
mediodía estoy preguntando en la oficina de admisión del hospital por los
papeles de Rubén Masvernat, atendido en la guardia el día sábado después de
sufrir un choque frontal a la salida de la disco El Bosque. Me atiende una
mujer de pelo enrulado, con ojeras, que habla mecánicamente, sin pausas, y después
de quince minutos de espera en unas sillas de plástico color beige, me alcanza
los papeles sin demasiadas preguntas.
Vuelvo a las
seis de la tarde, con una llovizna muy fina que cae arremolinada de un cielo
casi complemente oscuro. Cuando el tren pasa frente a la cancha de Racing
comienzo a enumerar los futbolistas del club que jugaron en la selección en los
últimos años. Alcanzo a contar apenas tres y curiosamente me siento un poco
decepcionado, triste, preguntándome si es culpa mía por desentenderme de las
cosas que antes me importaban o si mi olvido, en realidad, es parte de una
debacle futbolística bastante notoria.
Al abrir la puerta del departamento me encuentro
con Sofía sentada en uno de los puff del living, en calzas y con las piernas
cruzadas.
– ¡Hola! – me
dice, con el entusiasmo de un colibrí.
Cuando me acerco para saludarla con un beso, Julián sale
del baño tarareando una canción de los Ramones. Mientras conversamos camino
hasta la cocina, prendo una hornalla y me refriego las manos, las froto y
entrecruzo los dedos encima de la llama. Después me quito la campera, el buzo y
el resto de la ropa y la pongo a secar en una percha de plástico. Las zapatillas
las apoyo en el marco de la ventana, enfrentadas unas con otras.
– Fresquito
¿no? – dice Sofía cuando vuelvo en jogging, al tiempo que pica marihuana sobre
la tapa púrpura de un libro.
Después de fumar
comemos una pizza recalentada en el horno y jugamos a enumerar las cosas que no
nos gustan. Sofía menciona la vejez, extrañar, las canas, que le crezca el
vello púbico, hacer dieta, que le ladren y la persigan los perros, levantarse
temprano, el invierno. Julián el acné, mientras se rasponea la cara con los
nudillos, que se terminen las vacaciones, el dolor de muelas, la resaca, correr
el colectivo y no llegar. Cuando me toca el turno comento que ya no queda birra
y propongo bajar a buscar. En una bolsa de almacén que encuentro al lado de la
heladera pongo los envases y recién en el ascensor noto que el culito tibio de
una de las botellas traspasó la tela de nylon y me mojó el pantalón a la altura
de la rodilla. Saludo a Maxi, que está mirando un programa de preguntas y
respuestas en un televisor de 14 pulgadas. Compro tres Heineken y un paquete
grande de chizitos. De vuelta en el departamento, después de llenar los vasos
hasta el tope, con mucha espuma, vacío el cenicero y digo dos cosas: primero
que me molesta la hiperactividad de los chicos y luego que odio mi trabajo.
– Tu trabajo no
está tan mal, mirá el mío, el problema es trabajar a secas – agrega Julián.
– Yo quisiera
ser maquinista
– ¿En serio?
– Posta
– O sereno
– Ese es un trabajo
de jubilados al borde de la muerte.
– Yo tengo un
tío que era domador de leones – y les cuento la historia del hermano de Pablo,
Enrique Meiller, quién en los ochenta dirigió un circo bastante famoso en la
ciudad de Cali, Colombia. Les explico que Enrique viajó por el mundo y que un
día un borracho se acercó demasiado a la jaula y los leones le arrancaron un
brazo a la altura del codo. Que el borracho levantó su miembro y corrió hasta
caer desmayado al frente de la boletería. Les hago creer que los tres dedos de
una mano que le faltan a mi tío están asociados a su antigua profesión cuando
en realidad se los cortó a finales de los años 80 con la sierra de una carnicería,
en José C Paz.
Una probadita tester de lo que estoy escribiendo
16.
Me cambio rápido
y, antes de salir, reviso si tengo señal en el celular. Nada, como ayer.
Disfruto del viento, recorro el verde, doy vueltas. Por la mañana el aire es helado y posee partículas de
limo o de polen que trae el viento. Más tarde, el aire adquiere aromas
irresistibles y, con el transcurso de las horas, cuando llega el mediodía,
alcanza su clímax. Las fragancias se evaporan al caer la noche: el viento ya no
trae más nada o me resulta imposible distinguir los olores. La naturaleza me
emociona, veo las hojas gigantes de un árbol muy violeta que rodea la base de
unos arbustos. Desconfío de todo el mundo, menos de la naturaleza. Desde ahora,
mi gran poder será desconfiar. Sigo caminando y de pronto tengo ganas de entrar
en contacto con el agua. Quiero mojarme las manos, beberla: sufro la necesidad
física de verla fluir. ¡Basta de vegetales!
Rumbeo hacia la zona del río, escuchando mis propios pasos. Quiebro unas
maderas finas que se amontonan en el camino ¿Dónde dejé el Ipod? ¿Y los
cigarrillos? Busco en los bolsillos traseros del jean, en la campera. Los
encuentro. Lo que me hace falta, ahora, es fuego. ¿Podré armar una chispa con
un par de piedras y un poco de paja seca? Imposible. Me da fiaca de solo
pensarlo. Soy una chica inútil de la ciudad. Cuando llego al río descubro un
montón de conejos muertos, con el pelaje retirado hacia atrás. Un olor
horrible. Tienen la panza abierta, con las tripas afuera, despellejados. Giro
hacia atrás y corro de vuelta a la cabaña.
.
.
Me engalano
Dentro
de un rato me voy a la Usina del Arte. Habrá un cocktail para escritores, un
mural para sacarse fotos (¿?) escenas donde actores interpretarán algunos
relatos, finalmente, una premiación. Según la grilla de actividades, los
ganadores tendrán entre 30 segundos y 1 minuto para agradecer. Habrá combis
para el regreso. Creo que va a ser divertido.
Desde Río de Janeiro
Viajen a pie, el mundo se deja comprender para los que caminan. Esto
tiene mucho más valor que pasar cuatro años en una escuela de cine.
Manténganse alejados de los Estudios. La Academia es el enemigo. Va a
matar sus instintos. En lugar de ir a la escuela trabajen como chofer de
taxi o como guardaespaldas en un club porno, hagan lo que sea para
ganar el dinero para hacer películas. Pero sobre todo lean. Tienen que
leer. Lean y lean y lean. Pero no teoría del cine: lean poesía, libros
que enseñen sobre la profundidad del mundo. Si no leen, nunca serán
cineastas.
Werner Herzog
Morphine: Viaje al fin de la noche
En la palabra morfina, entendida más allá de la idea de narcótico o
analgésico opiáceo, aparece cifrado el concepto de un paisaje extasiado
y onírico, casi sonámbulo. Mark Sandman –hombre de arena,
literalmente– confesó en una entrevista: “Mi apellido es como los
castillos que hacen los niños en las playas. Siento que vivo de imágenes
que se construyen y destruyen en un solo día. Como Morphine, tengo
algo de ensueño”.
Sandman fue el ideólogo, líder espiritual y vocalista de
Morphine, agrupación de culto oriunda de Boston, Massachussets, que
configuró uno de los sonidos más particulares de la década de los 90. Es
más: distanciándose del movimiento grunge, donde las guitarras tomaban
el protagonismo sonoro, Morphine se convirtió en un trío experimental,
influenciado por el free jazz, el blues y la introspección rítmica –la
música entendida como generadora de estados anímicos– para conformar
uno de los sonidos más interesante del underground de la escena
norteamericana de fin de siglo y, más tarde, puentear la música del
nuevo milenio: sin dudas el indie y el post-rock le deben muchísimo a
Morphine.
A principios de la década de los 80, el tour de force de
Sandman alrededor del mundo fue bastante curioso y ayuda a comprender
algunas cosas: hay fotos suyas a bordo de un barco pesquero,
recorriendo la costa Atlántica de los Estados Unidos, manejando un
taxi, leyendo a Allen Ginsberg, visitando amigos, posando en la
banqueta de un bar en Madrid, acodado a la barra en un pueblo
desconocido, deambulando por una jungla en alguna parte de África. Al
regresar a Boston, encaró un proyecto de rock y blues alternativo
llamado Treat Her Right y más tarde, en 1989, dio forma a Morphine,
quienes editan su primer disco, Good, en 1992. A este le seguirán otros tres: el extraordinario Cure For Pain (1993), Yes (1995) y Like Swimming (1997).
Las influencias que Sandman supo metabolizar son múltiples:
el bebop y el blues más un descreimiento de los sonidos de su época,
sumado a una línea interpretativa basada en la improvisación musical y
líricas con un fuerte apoyo en la literatura, desde la Generación Beat
hasta Paul Auster o Charles Bukowski. En este sentido, no es nada raro
que Morphine haya participado, por ejemplo, en el soundtrack de Kicks Joy Darkness,
disco tributo a Jack Kerouac. En relación a la música de la banda (en
una entrevista que puede encontrarse en YouTube), Sandman explica: “No
importa si no sale perfecto. Es más válido el sentido que la
perfección. Eso es lo que me gusta del jazz de los años 50 o 60.
Thelonious Monk, Miles Davis tienen muchos errores y no importa: se
pasa y la música continúa. Me gusta eso. Es más vivo, más espontáneo.
En las grabaciones somos más perfeccionistas y creo que no es bueno.
Espero que en nuestros próximos discos tengamos más errores".
Morphine, entonces, es un combo que va desde John Coltrane y
Miles Davis, pasando por los Pixies, para recabar en el salón de los
crooners legendarios de la música contemporánea: Tom Waits, Nick Cave o
Leonard Cohen. El resultado es un power trío seco, intimista,
profundamente visceral y vampírico, donde a la batería de Billy Conway
se le suma el bajo de dos cuerdas de Sandman –dos cuerdas que,
tensionadas, producen casi la misma nota– y el saxo barítono de Dana
Colley, quien en ocasiones lo intercambiaba por un saxo soprano, tenor o
bajo. Las guitarras se vuelven completamente prescindibles y el saxo
puede tomar la posta. Esta es una de las maravillas del sonido de
Morphine. Otra son sus letras: paisajes nocturnos, shots trágicos, una
poesía especialmente visual, creativa y tenebrosa. Por último, la voz
arenosa, subterránea y profundísima de Sandman. El combo de Morphine es
letal y funda una variable musical dentro de los estereotipos del rock
americano: el low rock o rock intimista, como lo llamaba Sandman.
En 1999, en un concierto en Palestina, Italia, Sandman muere de un
ataque al corazón mientras cantaba “Supersex”. Una muerte trágica,
inesperada, que desmembró a la banda. Después de Morphine, Dana Colley y
Billy Conway fundaron Twinemen junto a la cantante Laurie Sargent. De
Morphine quedan discos de estudio, una serie de recopilaciones,
grandes éxitos y un B sides que editó la banda en 1997. Se está
preparando, además, un documental que repasa la historia de su líder: Cure for pain: The Mark Sandman story.
Publicado en Esto no es una revista, Número 23.
El cocinero
Acaba de salir del horno el número 23 de Esto no es una revista: El cocinero. Si miran bien, van a encontrar una nota sobre Morphine y su lider, Mark Sandman (que la gloria abanique tu garganta, Mark) que escribí hace un par de meses. Bon apetit.
¡Escapate a Plutón!
Realización y montaje: Paloma Schnitzer / Fotografía y cámara: Javier
González Tuñón / Asistencia de dirección: Iara Rodriguez Vilardebó /
Agradecimientos: Malena Schnitzer, Lautaro Mirco, Sergio Calvo, Ezequiel
Azambuya.
Este video es parte del proyecto que estamos lanzando en Idea.me, para que Escape a Plutón llegue a toda la Argentina y más gente conozca nuestro club de libros salvajes. Entrá, compartí, apoyá: http://ide.la/TaICBy
El zapatero
En Escape a Plutón estamos presentando un libro de Fabián Casas, por eso me la paso dando vueltas, buscando info, objetos maravillosos, ideas, poemas, etc. Así encontré este video que había visto hace un montón y me encanta.
Hay algo que me está faltando y no se bien que es
En el último año y pico trabajé como redactor para webs de salud, viajes, cruceros, ciclismo y cine; escribí sobre camionetas 4x4, di consejos sobre cómo alquilar autos en aeropuertos de todo el mundo y enumeré las mejores pistas de ski de Europa del Este. Escribí propuestas publicitarias para una empresa que dejó de existir, sobre indumentaria, restaurantes gourmet, hoteles de lujo y delivery de sushi, entre un montón de otras cosas; después trabajé para una revista lumpen y para una editorial gallega, haciéndome pasar por un especialista en salud alternativa: ahi fueron notas sobre terapias con vino, chocolate e idioteces parecidas. Después le tocó el turno a una tarotista madrileña y a una empresa en Extremadura que necesitaba textos sobre el devaluado mercado inmobiliario español. En el medio, escribí parciales y monografías universitarias, entre alguna que otra ponencia que no presenté en ningún Congreso. Un docente de Literatura Latinoamericana II me señaló que, x expresión de cierto párrafo, era demasiado casual para el registro acádemico. Respondí que era probable. Escribí ficción, notas sobre rock, críticas de teatro y de cine, reseñas de libros, para una o dos revistas que no me gustaban demasiado y otra que me encanta, para la que hoy todavía colaboro. Ordené un libro de relatos, escribí una o dos piezas por encargo y, hace un par de meses, me cebé con una nouvelle que, ahora, se encuentra en un lindo punto de cocción. Después empecé a ser comunity manager de mi propio emprendimiento, a escribir presentaciones, mails divertidos, a crear conceptos cuasi publicitarios mientras escribo - ¿cuándo no? - para una revista progre que paga a destiempo, otra de psicoanálisis y una revi cool y geek que lleva el nombre de un actor increíble: tendencias, bares con restó, periodismo cultural y gastronómico, lo retro y lo snob entremezclándose continuamente.
Pasajes y reversiones del hombre murcielago
En la novela gráfica Knight fall -traducida aquí como La caída del
murciélago- Bane no solo derrota a Batman, sino que lo deja moribundo,
sangrando y con la espalda rota en el medio de una avenida de Ciudad
Gótica. Lo que sigue después es la lenta recuperación de Bruce Wayne,
recluido en su mansión durante meses bajo un estricto tratamiento
médico, hasta su renacer, tanto físico como espiritual. Recuerdo
especialmente una viñeta donde Alfred y Robin destrozan a mazazos un
Porsche para luego arrojarlo por un acantilado: la truculenta excusa
para explicar las lesiones que había sufrido Wayne. Bane, como se aclara
en el cómic, es el primer villano que vence a Batman en un combate
cuerpo a cuerpo. No es, sin embargo, la primer derrota de Batman, pero
sí la más terrible por sus secuelas anímicas.
En Batman, el caballero de la noche, Christopher Nolan y su
hermano adaptaron La broma asesina, entre otras historias y subtramas
del universo Batman, y recuperaron parte del gran plus de aquella
miniserie: el Guasón y Batman aparecían hermanados en un continuum de
locura y perversión, en el límite mismo de la enfermedad psiquiátrica.
Batman era representado como un esquizofrénico sumamente violento; del
Guasón poco hay para agregar.
En El caballero de la noche asciende, Nolan vuelve a retomar no
una sino dos novelas gráficas: la antemencionada Knight fall y No man´s
land, que narra el hipotético fin de Ciudad Gótica. Ahora bien, entre la
segunda parte de la trilogía y esta última entrega puede leerse un
pasaje notable con respecto al eje temático y el núcleo conceptual de
cada film: del terrorismo psicológico que ejercía el Guasón -tal vez el
mejor villano de todo DC Comics-, al poderío físico y el débil
imaginario proletario de Bane. Sin dudas se trata de un villano algo
anacrónico y superficial, lleno de músculos, un verdadero prodigio del
fisicoculturismo.
Históricamente todos los villanos clásicos ideados por Bob Kane
se manifestaban como tales en el plano de la locura: el Guasón, el
Pingüino, el Acertijo, Harvey Dos Caras, el Espantapájaros: personajes
deteriorados por una crisis personal, alterados psicológicamente, pero
con mentes criminales maestras. Cada uno funcionaba como símbolo de la
otredad. El villano, aquí, es el otro absoluto, es decir, el monstruo.
Bruce Wayne, atravesado por la rasgadura de la muerte de sus padres, es
el otro, pero el otro que conserva su lugar dentro de la sociedad -aquí
la máscara, el necesario alter ego- o bien que protege los lineamientos
del statuo quo social. Este es un punto que Batman jamás podrá poner en
crisis: su superpoder, como todo el mundo conoce, no es otro que su
dinero.
Ahora bien: ¿por qué Nolan decide, después de transitar la locura
y un enfrentamiento en el plano psicológico o mental, con todo lo que
ello implica, después de dar forma a una película extraordinaria -El
caballero de la noche-, por qué, entonces, decide trabajar con una
historia cuyo eje conceptual descansa en la confrontación física? En
esta transición aparece el primer signo de fracaso de la película. Los
efectos de esta decisión argumental son múltiples.
En primer lugar, como nunca antes en una película de Nolan, el
guión está lleno de incongruencias, problemas argumentales y personajes
mal delineados. Al mismo tiempo, el corte que puede leerse entre una
película y otra con respecto a su eje conceptual también revela, en su
desfasaje, otros transformaciones curiosas: el caso más notable es el de
Marion Cotillard, que pasa de ser una mujer hermosa, engalanada con
vestidos de seda a convertirse, sobre el final de la cinta, en una
verdadera guerrillera de vestuario y pose militares.
Otro punto interesante es el declive dramático de El caballero de
la noche asciende. Hay varias escenas de un potencial enorme sumamente
desaprovechadas: el abandono de Alfred -esto se ve reflejado,
increíblemente, en dos escenas que involucran, ambas, el portal de la
mansión: Wayne no puede entrar, no se ha llevado su llave; Wayne, por la
mañana, debe recibir personalmente a Blake, como si el único atributo
de Alfred fuese ser su mayordomo o amo de llaves- la crisis moral del
Comisionado Gordon, el renacimiento espiritual de Batman, la pérdida
total del patrimonio de Empresas Wayne.
El éxito de una saga o trilogía descansa, en parte, en el arco
narrativo de cada una de sus historias y la manera en que estas se
entrelazan con las obras precedentes. Parte de este engranaje descansa
en los vínculos: ninguno de los vínculos que Batman estrechaba en El
caballero de la noche crecen en esta última entrega: ni con el
Comisionado Gordon, ni Alfred ni con el personaje de Morgan Freeman. Han
pasado ocho años pero, en realidad, no ha pasado nada. Lo mejor de la
película son los nuevos personajes: una gran Anne Hataway interpretando a
Gatúbela y un encantador Tom Hardy (Blake) que es el corazón mismo de
la cinta. Nuevamente, la interioridad, el trabajo fino y preciso con los
rasgos sentimentales, son un obstáculo indisoluble para una cinta que
no abandona jamás su preocupación por la exterioridad y la musculatura.
Un ítem final merece el villano: de Bane nada se conoce
verdaderamente hasta el final. Aquí el personaje crece, cobra matices,
vericuetos, hondura. Pero es demasiado tarde. Ya pronto todo va a
terminar. La máscara le impide a Joseph Gordon-Levitt humanizar a Bane,
enriquecerlo más allá de su mirada, sus músculos, una voz penetrante y
cavernosa. No es casual que sus dos enfrentamientos con Batman sean
peleas cuerpo a cuerpo, sin artefactos, vehículos o estrategias. Batman,
de manera insólita, por primera vez, necesita de un ejército (de
policías) para derrotar a su némesis. Batman, antes de su choque con
Bane, ya no se prepara moral, espiritual y reflexivamente -como ocurría
en Batman Inicia, bajo la tutela de Ra's al Ghul- sino que realiza
sentadillas y flexiones de brazos en una prisión absurda para recuperar
la tonicidad muscular de antaño.
Nuevamente: ¿por qué Nolan decidió cerrar su trilogía con una
película cuyo arco narrativo se alimenta del deterioro, la puesta a
punto y la confrontación física? Un misterio que va muchísimo más allá
del alter ego de Bruce Wayne.
Publicada en el último número de Esto no es una revista.
El conquistador de lo inútil
Iquitos, 17/1/81
"Rodaje. De nuevo huelga en la ciudad, pero todo esto no parece tan serio como lo habían agrandado los rumores hasta enormidades febriles. El agua subió tan alto que penetró a través de la plataforma de mi choza. Un almohadón flotaba. Por la mañana, cuando me metí dentro de los pantalones, los sentí fríos y extraños. Los di vuelta y salió un sapo."
De Conquista de lo inutil, diario de filmación de Fitzcarraldo, por Werner Herzog.
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Copate y compartilo
Escape a Plutón es un proyecto chiquito, minimalista, alternativo, autogestionado, con escaso soporte económico pero con muchísima onda. Por eso te pedimos: copate y pegá este flyer en tu blog, muro de facebook, donde te parezca. Y claro, hacete fan.
In love
Aquí me tienes, le dijo el hombre a la chica en el bar del hotel, con casi cuarenta años, una módica reputación, algo de dinero en el banco, una dirección accesible, un número de teléfono fácil de conseguir, esta expresión que te parece distintiva, la mano apoyada en esta mesa que sin duda es real, alguien bastante real si uno no se fija demasiado.
¿Acaso parezco, le dijo el hombre en el bar del hotel, a las tres de la tarde, a la chica que no tenía ningún lugar en especial adonde ir, un hombre que no sabe qué le pasa, o que en el fondo cree que su vida llegó a una especie de final?
Imagino que no.
Imagino que, en cualquier espejo, o para los ojos con los que me cruce, digamos una tarde como la de hoy, en un hotel así, sentado a una mesa así, parezco alguien confiado, seguro de sí mismo, que sabe adónde va y, dentro de lo razonable, es consciente de qué cabe esperar cuando llega, aunque si insistieras en preguntarme, apenas podría describirte ese destino secreto.
Pero existe. Tiene que existir. Tenemos que comportarnos como si existiera, no?, adoptar el aire de quien se dirige decidido hacia alguna parte, cargando la leve preocupación del que debe llegar a una cita, la ilusión de que hay una estación terminal, un lugar en donde nos esperan, de que mientras estamos aquí tomando daiquiris y las alfombras amortiguan los pasos y la tarde se extinge, a ti y a mí nos aguardan en alguna parte, y que hay alguien muy importante que nos espera con impaciencia. Pero la verdad es que toda esta determinación es un poco falsa, ¿no?, y no tenemos ningún compromiso, no nos aguardan ni tienen la esperanza de vernos en ninguna parte, y no hay nadie, pero nadie, esperándonos, quizá nunca lo hubo, ni siquiera al principio, hace tiempo, cuando nos apurábamos más que ahora, cuando éramos jóvenes - o al menos yo lo era; tú, por supuesto, aún eres relativamente joven; ¿qué edad tienes, veinticuatro, veinticinco? - y algo dentro de nosotros nos permitía creer, aunque fuera por un instante, que la intensidad de nuestra partida hacía necesaria la existencia de nuestro destino.
Así que ahora, cerca de los cuarenta, me digo que quizá no hay, nunca hubo, tal lugar y estoy, no desilusionado, sino solo lo contrario de ilusionado, lo cual ya es algo, o quizá no; y convivo con la sensación, muy difícil de describir, de pérdida permanente, de en algún momento haber cometido un error de esos que no pueden rectificarse, de haber hecho un gesto de esos que no pueden retractarse.
Pero eres bonita. Y son cerca de las cuatro. Y aquí están los cócteles sobre la mesa. Y en aquel espejo estamos reflejados los dos. El camarero vendrá cuando lo llamemos, el reloj hará tictac, la cuenta será pagada, la factura liquidada y la ciudad seguirá existiendo.
Al fin y al cabo, ¿no es eso lo que queremos?
In love, Alfred Hayes
Las criadas
En la casa que la escenógrafa Oria Puppo montó en el Teatro Alvear,
las hermanas Clara y Solange Lemercier (Victoria Almeida y Paola
Barrientos, respectivamente) cumplen con el placer ritual de
intercambiar roles y falsear sus propios valores sociales. Clara se
disfraza, mientras que Solange mantiene su registro y, por lo tanto, su
identidad: la de criada cama adentro, desesperada y sumisa. Luego, en el
momento en que se presiente la aparición de La señora, interpretada por
una excepcional Marilú Marini, Las criadas revelerá su
condición de meta-ficción. Marini, por su parte, torna con su trabajo,
si esto era posible, aun más grotesca y excesiva la famosa pieza que
Jean Genet escribió en 1947, inspirado en un hecho real que conmocionó a
la opinión pública francesa: el asesinato de la señora Lancelin y su
hija por parte de sus dos empleadas domésticas.
Las criadas es una obra donde la mayor parte del conflicto
transcurre a nivel textual. Genet, vinculado con el Teatro de la
Crueldad de Artaud, toma personajes marginales y reconstruye, con su
intensa poética, la historia de Clara y Solange y su relación con una
aristócrata francesa que espera el excarcelamiento de su marido, quien
fue enviado a prisión por una carta anónima. Las hermanas Lemercier, en
un juego que las sitúa al borde de la desesperación y la locura, planean
el asesinato de La señora. Aquí hay varios puntos para tener en cuenta,
tanto en la estructura dramática como en el arco narrativo de la obra.
Un primer estamento define la propuesta estética y la riqueza y tersura
de la dramaturgia; se teje en el sadismo, la repulsión y la sumisión que
recubre la relación entre las empleadas domésticas y su señora. El
texto y las interpretaciones se apoyan en el grotesco y el principio de
maldad y odio que supo crear Genet. «Estoy harta de ser un objeto de
asco. La odio», grita Solange en un ataque de furia. Antes, había
proclamado con convicción marxista-leninista una rebelión de las
criadas. Siempre está, entonces, el imaginario de la liberación de la
estructura de clases. Debajo de esto, es decir, debajo de este germen
nacido del diagrama social, aparece un elemento propio del género
policial: el señor de la casa será liberado y, por lo tanto, crece —en
la mente de Clara y Solange— el peligro. Que el señor sea liberado poco
importa a los fines narrativos; lo importante, lo terrible, es la
presencia de la policía: ellos pueden descubrir quienes han escrito las
cartas que han llevado al señor a prisión. Al menos, introducen la
premura y el suspenso, al tiempo que revelan los verdaderos planes de
las empleadas domésticas. Esta problemática está poco explorada en el
texto y no presenta mayor rigurosidad. Como se ha dicho, el plano que
hace de Las criadas una obra excepcional es el que se ocupa del
sadismo y las relaciones entre clases sociales distintas. Sin embargo,
lo policial sitúa un punto límite y, por lo tanto, una escenificación de
la sospecha: La señora siempre parece a punto de descubrir algo, de
comprender, lo que enriquece aún más la original puesta de Ciro Zorzoli.
Marilú Marini compone a una aristócrata excesiva y grotesca, llena de
matices y de un poder expresivo alucinante. Su presencia en escena es
tan poderosa que, al abandonarla, se siente el vacío que ha dejado.
Almeida y Barrientos se pliegan al registro de Marini y, una vez que
esta ya no ocupa el centro del drama, deben encarar el desafío de
sostener la pieza con las mismas herramientas que ya han demostrado en
escenas anteriores. Aquí la interpretación de Barrientos se siente algo
monocorde, sin variantes de tono, indispensable para que su personaje y
la problemática de las hermanas alcance su clímax, especialmente en la
resolución del conflicto.
La puesta en escena de Zorzoli retoma el juego de las cajas chinas
—la ficción dentro de la ficción o, en este caso, el relato que, además
de extenderse en su propio fluir narrativo, reflexiona sobre si mismo al
instalar su propia construcción ficcional— y, de esta manera, hay un
mozo, Omar, que se encarga de abrir ventanas, acomodar muebles, sostener
a Clara o Solange o agarrar el teléfono que cae antes de que este
golpee el suelo. A Omar lo acompañan en escena los utileros y
maquinistas. Por último, es importante mencionar la música original de
Marcelo Katz y el excelente trabajo de traducción de Laurent Berger,
quien, con notable precisión traslada a nuestra lengua toda la
intensidad poética de Las criadas.
Las criadas, de Jean Genet
Teatro Presidente Alvear, Corrientes 1659
Funciones: miércoles a sábados a las 21:00 y domingos a las 20:00
Teatro Presidente Alvear, Corrientes 1659
Funciones: miércoles a sábados a las 21:00 y domingos a las 20:00
Un invierno sin mujeres
Simón nos cuenta una historia que
transcurre en una playa. La primera imagen es contundente: Simón emergiendo
desde el fondo del mar y, con las antiparras todavía puestas, sacude la cabeza
y permanece un momento mirando el paisaje. Un barco de pesca avanza mar
adentro, intercalado por botes más pequeños y un yate donde unos turistas
europeos toman tragos coloridos y sonríen de cara al sol. En la playa, delante
de la línea de palmeras, hay unos puestitos de frutas, casetas que venden
pescado fresco y algunas chozas de madera despintada. A cada lado, la península
rocosa que forma la bahía rodea al caserío, las palmeras y las chozas,
encauzando también a los barcos pesqueros que se alejan, las bebidas frescas de
aquellos alemanes o franceses y al propio Simón y a sus clientes que acaban de
pasar una tarde de buceo en el agua transparente del Pacífico. Desde el fondo
brotan, una a uno, los turistas. Simón pone un particular esfuerzo en
describirlos, como si estuviera viendo la escena en este mismo instante: la
melena rubia y lacia pertenece a un norteamericano llamado Mike, que se gana la
vida en Oklahoma como director adjunto del departamento de idiomas de alguna universidad
de segundo o tercer orden. A su lado asoma su esposa, Ronda, una latina que
emigró a Estados Unidos hace cinco o seis años. Se conocieron fumando en el
estacionamiento de un hipermercado, explica Simón. Mike había comprado, como
todos los lunes, sus víveres semanales. Ronda cumplía su turno de nueve horas
diarias como cajera.
Todo esto se lo habían contado aquella
mañana, cuando Simón se acercó para proponerles una travesía por el fondo del
mar, con avistaje de peces y otras rarezas. Después estaban los hermanos
chilenos, quienes compartían el mismo apellido pero, en realidad, parecían
pareja. Del pecoso no se sabía nada: ni quién era, qué hacía allí, de dónde
venía. Un verdadero misterio.
–Cuento todo esto – dice Simón, como si
presintiera que se está excediendo, que bordea un límite peligroso con su
historia – cuento esto porque más tarde me encontré con Adela, fuimos al hotel
y decidimos el asunto de la prisión.
Simón narra como, aquella tarde, subieron
al bote a motor, se quitaron los equipos y rumbearon hacia la costa. La
embarcación daba saltitos a medida que avanzaba: los chilenos se palmeaban los
hombros, Ronda, acomodándose la parte superior de su bikini, sacaba fotos a la
zona del cayo. El pecoso, exhausto, estiraba las piernas a lo ancho.
Una rato más tarde, cuando el día acababa,
Simón pidió una cerveza en el bar de Vargas.
– Sos un tilingo brutal – dijo Adela,
apareciendo por detrás, como un fantasma.
– Hoy fiesta en lo de Florence – propuso
él.
– Wow… ¿Florence?
– Florence… en la pileta del hotel. ¿Nos
vemos ahí?
– Allí – corrigió Adela.
– Allí – repitió Simón y fijó la mirada en
los barquitos que, con las últimas luces del atardecer, volvían para atracar en
la costa.
La fiesta transcurría en la terraza del
hotel Tuma Conquistador, donde Florence trabajaba durante las noches de
temporada sirviendo cocktails. Florence compartía con Simón una casita a cien
metros de la costa, encaramada cerca del camino principal y la jungla. Florence
era colombiano. Su madre lo parió a los quince años, a los veintitrés había
enviudado, a los veintinueve abandonó todo y partió al interior para ejercer de
guía turística en una reserva natural del neotrópico colombiano, cerca de
Manizales. Cuando cumplió diecinueve, Florence emigró a Venezuela, donde lo
esperaba una chica llamada Juana que había conocido a través de un foro
musical. La relación duró muy poco, se pelearon y Florence recabó en Urama.
Durante algún tiempo durmió en la calle, luego consiguió trabajo como ayudante
de un pescador y aprendió el oficio. En aquel momento, mientras Florence
agitaba la coctelera y, detrás de la barra, danzaba al run run de la cumbia,
Simón, con un short colorado y una camisa turquesa, mojaba los pies en el agua
de una pileta circular que parecía sostenerse, como al borde de un precipicio,
sobre los cayos. Delante, se veían las islas. En una de ellas, la más extraña,
asomaban las colinas y una construcción de yeso y cemento gris.
– Te flashea la prisión – dijo Adela, acariciándole
la espalda – ¡Mirá lo que me obsequió Florence!
Y le tendió dos Margaritas. Cuando Adela,
unas horas más tarde, se alejó y permaneció un rato inmóvil en el borde de la
piscina, Simón se dijo que esa chica era muy extraña, que tenía algo triste
apretado en el cuerpo. Pensó, también, que podía medir el paso del tiempo por
la presencia o la ausencia de Adela.
Como si ella hubiera descendido de la
plataforma luminosa de una nave espacial, Simón no podía dejar de mirarla.
A la mañana siguiente, bien temprano, Simón
tomó un bus destartalado hacia el pueblo de Cayo Sombrero. Necesitaba comprar
unas patas de rana, algunos pliegos para rotular un tubo de oxígeno en mal
estado, antiparras nuevas y, si le alcanzaba el dinero, un equipo completo de
buceo profundo. En algún momento desde su llegada a Urama, había tomado la
decisión de descender lo más hondo posible, porque en lo profundo, creía,
estaban ocultos los secretos. Para esto, necesitaba de un equipo de buceo
profesional de largo tiraje. Nadie lo entendía, ni siquiera Adela.
– ¿Para qué vas a gastar plata en eso? – le
decía y Simón pensaba que hay cosas que las mujeres no pueden entender.
Viajó recostado en un asiento doble,
dormitando con un sombrero de paja que le tapaba los ojos, pispeando cada tanto
la línea de la costa. Lo despertaron una serie de frenadas bruscas poco antes
de llegar a la estación de ómnibus. Bajó, fumó un cigarrillo y compró unas
empanadas de algas y queso. Las comió recostado contra un paredón donde alguien
había grafiteado a un niño negro con un rifle de guerra.
En el negocio de pesca compró todo menos el
equipo, que estaba mucho más caro de lo que suponía. Al volver en el bus de las
tres, se bajó en Tuma y, sentado sobre una piedra, lió otro cigarrillo y se
quedó mirando como los surfers remontaban olas en el mar, mientras, desde un
parlante enchufado a una camioneta roja, brotaba una especie de rockabily
californiano. Ya era de noche cuando llegó al bar de Vargas y le dijo a Adela
que mañana no pensaba trabajar, que podían tomarse el día y visitar, con
Florence o sin él, la isla con los restos de la cárcel de Tortugas. Adela, muy
contenta, dijo que sí.
El bote avanzaba muy rápido y, por un
momento, Simón tuvo la tentación de levantarse y pedirle a Florence que
aflojara el ritmo, que se estaba mareando. Pero no dijo nada y, en lugar de
eso, acercó una mano sobre el filo del agua y sintió que se quemaba. Florence,
con su gorra negra, dirigía la expedición.
Cruzaron bandadas de pelícanos y otras aves tropicales que reposaban
sobre el mar. Era un día claro, excesivamente luminoso, con nubes finísimas muy
cerca de la costa.
Después de unos minutos, el bote disminuyó
la velocidad, hicieron un fleco sobre la isla hasta encaramarse a una bahía y
encallar suavemente en la arena blanca. Ataron el bote con listones de cuerda a
una roca y comenzaron el ascenso a la cima. A media mañana descansaron bajo la
sombra de un cocotero. Después de comer
unas frutas, continuaron. Cruzaron un camino empinado y un pequeño arroyo que
descendía sobre las piedras. En la cima, descubrieron la Tortuga: unos bloques
de cemento carcomidos por la humedad y el tiempo, algunas celdas, una torre de
vigilancia tambaleante, un pasillo larguísimo que llevaba a otras celdas, más
espaciosas que las anteriores. Por un hoyo en una pared, se veía la playa y el
agua verdosa.
– Miren – dijo Adela y señaló una pequeña
cocina. En lo que debía ser un baño con duchas y bidet, encontraron botellas de
vino y pensaron que tal vez alguien había pasado por allí no hace mucho. En una
de las celdas, Florence fingió que encerraba a Simón y comenzó a hacerle
morisquetas del otro lado de los barrotes. Sentado en un camastro, Simón
recordó las prisiones móviles de los años veinte, donde trasladaban a los
presos del Sur estadounidense para que estos trabajaran en la construcción de
caminos asfaltados. Había leído las notas de los fabricantes de aquellas
prisiones portátiles: estos afirmaban que podían limpiarse con tan solo un
baldazo de agua una vez por año, que cabía más luz que en las celdas normales,
cosas así. Mientras lo escuchaba, Simón pensó que Florence conocía cosas muy
extrañas y se preguntó que clase de vida llevaba antes de llegar a Urama. En
una ráfaga de imágenes, vio muchos Florences, uno al lado del otro, con
distintas edades y algunos cambios superficiales, todo lo que la imaginación de
Simón era capaz de crear en unos pocos segundos.
Finalmente, Florence abrió la puerta y sus
pensamientos se desvanecieron. Más tarde, cuando se sentaron en la hierba,
notaron que Adela nunca había salido del primer bloque. Volvieron. La
encontraron mirando fijamente una pared descascarada, donde leyeron, escrito
con carbón o alguna piedra oscura: aquí estuvo Johan Kart Vernon. ¿Pero quién era
Johan Kart Vernon? Adela no respondió. Cuando más tarde les contó que Johan
Kart Vernon había sido su padre, Simón pensó: aquí, en este instante, la
historia de Adela comienza a revelarse.
– ¿Johan Kart Vernon? – preguntó, para
dejar atrás aquel silencio incómodo.
– Algo así. Pero lo raro es todo lo que no
sabíamos de Adela. Después de ese momento, la descubrimos. Y obvio, nos empezó
a gustar.
Importa,
también, que a los dos, en aquel momento o más tarde, al descender o cruzar el
mar hacia la costa, nos empezó a gustar Adela.
– ¿Recién entonces?
– Y si…
Hubo una pausa.
– Seguí, seguí – arengó Paloma
– ¿Dónde me había quedado? Claro, Adela
dijo miren y señaló la luna llena sobre el mar y nos despedimos con un beso.
Antes, ella había hablado durante todo el viaje de regreso. Su historia era más
o menos así: en plena adolescencia sus padres le contaron que era adoptada y
Adela, en un rapto de desesperación, comenzó a rastrear a su madre. La encontró
al poco tiempo, no se sabía bien como, en un pueblo del interior. Se llamaba
Luz Marina, tenía labios gruesos, el mismo color de piel, los mismos ojos que
Adela. El parecido era asombroso. Su madre provenía de una familia muy pobre y,
de joven, había conocido a un comerciante, que terminó siendo un estafador o
traficante de drogas o sicario canadiense llamado Johan. Ella se había
enamorado. Cuando nació Adela, Johann desapareció, Luz Marina vendió a su hija
por un precio altísimo a una pareja de la capital que no podía tener hijos. Se
arrepentía. Después de algunas semanas, Adela se escapó, quizá buscándose a si
misma o buscando a su padre, es decir, su identidad estaba en juego.
– De pronto sentí las ansias de moverme y
desde entonces no puedo parar – había dicho Adela, sentada en cuclillas en la
arena. Florence y Simón la entendieron de lleno.
Trabajó de camarera, limpió cuartos en
hostels de Venezuela y Perú, durmió durante semanas en las escalinatas de la
iglesia de Villa Leyva, administró un camping en Guatavida porque un maula
cuarentón se encariñó con ella, hizo un curso de peluquería, fue peluquera,
fumo muchísimo hachish en compañía de un panameño que ofrecía tours a pie en no
se qué ciudad famosa del tropicalísimo norte de la república bolivariana.
Finalmente, llegó a Urama. Ahora, sucedía esto: una idiotez, un nombre
extrañísimo garabateado en la pared de una cárcel abandonada hace una década.
Ella decía que su padre había muerto, que en realidad no quería saber nada de
él, que lo odiaba como si tuviera el corazón en carne viva.
– Nos quedamos tomando latas de cerveza
Babaria hasta la madrugada, hablando de todo. Al final, nos despedimos con un
beso, los tres – contó Simón.
Con Florence caminaron por la playa hasta
su choza. En secreto, cada uno por su lado, los dos estaban locos por Adela. El
resto es confuso, tal vez porque Simón todavía no comprende bien lo que sucedió
o no sabe como narrarlo. Hubo averiguaciones de Adela en la comisaría de Urama
(dos ratis y un administrativo, todos viejos, borrachos y aburridos) y en una
oficina de prensa de Cayo Sombrero, clases de buceo, días hermosos intercalados
por otros realmente tristes. Florence y Simón, cada uno a su manera,
compitieron por Adela. Todo bastante patético.
Simón cuenta que una tarde esperó a Adela
durante horas, sentado al sol, y le armó un escándalo por algún motivo poco
coherente. Cuenta también que nunca tuvo una estrategia y solo actúo por celos.
Adela, finalmente, eligió a Florence.
Una noche
ventosa, casi en la época tropical, cuando la temporada termina y los turistas
desaparecen por cuatro o cinco meses, Simón tomó su bote y se metió mar
adentro. Se detuvo en un punto cualquiera del océano, se desvistió y, desnudo,
se lanzó al agua. Tomó la bocanada de aire más grande que jamás había tomado (y
entonces sintió como sus pulmones se inflaban hasta estallar y todas las
partículas de oxígeno, de vida en realidad, que lentamente, en unos instantes,
comenzarían a disiparse, abombaron sus venas) y se sumergió. Según él, quería
llegar al fondo de todo, hundirse lo más profundo que fuera posible. Atravesó
la oscuridad, sintió las aletas de los peces rozarle la piel, tuvo miedo de que
un tiburón o calamar lo atacara. El tiempo se volvía elástico y los oídos
amenazaron con estallarle. Los pulmones se le encogían como una esponja. Sintió
agujas en la traquea. ¿Cuántos metros había bajado? De pronto giró sobre sí y
comenzó el ascenso. Simón pensó que podría morirse ahí mismo pero, a punto de
desmayarse, sintió que algo lo impulsaba hacia arriba y al fin llegó a la
superficie. Al abrir los ojos, parecía otro planeta: vio ruinas, fuego y en la
bahía, las chozas, puestos y casetas, destruidas por completo, como si hubiera
caído un meteorito o hecho erupción un volcán. Pensó que había estado años debajo
del agua y había emergido en algún punto impreciso del futuro. Qué había muerto
o viajado en el tiempo o tenía una embolia cerebral. Simón dice que tuvo
delante el fin del mundo. Se arrastró al bote y se desplomó sobre las tablas de
madera. Durmió ahí mismo y, cuando despertó a la mañana siguiente, encendió el
motorcito y lo encaramó hacia la costa. Luego fue hasta su caseta, recogió sus
pertenencias en silencio y las amontonó en una valija. Se pegó una ducha
caliente y lió un cigarrillo. Lo fumó con tranquilidad, sentado en el alfeizar,
mirando la jungla espesa. Comió ciruelas que arrancó de los árboles frutales.
Más tarde caminó hasta la estación y le vendió su bote a un tal Ernesto, una
especie de agente de viajes, guía turístico y gerente hotelero, que le dio a
cambio un manojo de billetes sudados y un pasaje en bus al Distrito Capital.
Desde allí, tomó un avión de regreso a Buenos Aires.
Una escritura sonámbula
Después de la recuperación democrática, entre mediados y finales de los 80, todo era posible. Especialmente la creación de Babel,
emblemática revista literaria dirigida por Martín Caparrós y Alejandro
Dorio que, en tan solo tres años y una veintena de números, agitó el
mapamundi literario argentino y le dio visibilidad a una serie de
escritores prácticamente desconocidos, en su mayoría, aun inéditos:
Matilde Sánchez, Sergio Bizzio, Alan Pauls, Martín Caparrós y, entre
muchos otros, el autor que hoy nos ocupa: Sergio Chejfec. Babel
no solo puso en circulación otras voces —centrales, más tarde, en lo
que sería la corriente estética de los 90— sino que reestructuró
espacios críticos que, bajo el prisma del intenso realismo y el
compromiso literario-político de los 60 y 70 habían quedado en los
márgenes: Aira, Copi, Fogwill. Después de la fragmentación de los
babélicos en 1991, aquella generación de jóvenes escritores se dispersó.
Entre ellos, el itinerario de Sergio Chejfec fue uno de los más
particulares. En 1990 publicó Lenta biografía y Moral por Editorial Puntosur. Su tercera novela, El aire, publicada en 1992 por Alfaguara, marcó un punto de inflexión en su producción. Es más, El aire
fue la primera novela que Chejfec escribió en el extranjero, ya que en
1990 el autor argentino abandonó Buenos Aires y partió rumbo a Caracas,
donde vivió durante 15 años, hasta 2005, cuando se mudó a Nueva York. El aire,
entonces, marca un quiebre: se amplifica el registro oral y puntilloso
de Chejfec y sus narradores —figuras centrales de su trabajo literario—
se vuelven cada vez más dubitativos y reflexivos. Él mismo lo dice con
claridad en una charla con Guillaume Contré: «… no me gustan los
narradores que cuentan, sino los que interpretan. Pedirle a un narrador
que solamente cuente es condenarlo a la inocencia, o peor, a la
ingenuidad».
En El aire, Barroso es abandonado por su mujer, Benavente,
quien le deja una pequeña carta donde le explica que ha huido a Carmelo.
No se conocerán los motivos de la partida, ni las claves de la relación
entre Barroso y Benavente. Al mismo tiempo, la desazón del protagonista
y narrador de la novela se entremezclan con una Buenos Aires que se
desmorona, donde el dinero ha sido reemplazado por el vidrio; en otras
palabras: una ciudad vertical marcada por la desocupación y el
deterioro. Se trata de una Buenos Aires posindustrial donde el vidrio se
convierte en fetiche y en mercancía. El aire fue leída por la crítica y por el aparato mercantil como una novela anticipatoria de la debacle socioeconómica del 2001. El aire,
como alguna vez mencionó el propio Chejfec, se presenta marcada por la
influencia de Cesar Aira. Con relación a la tradición literaria,
Chejfec, en una entrevista pública llevada adelante en el marco del
seminario Dinero y trabajo en la narrativa argentina: entre los románticos y los contemporáneos, dictado enla Facultad Filosofía y Letras por Alejandra Laera, mencionó:
Uno tiene una relación muy fuerte con lo que se ha escrito antes, en
términos de tradición, de modelos, de tópicos, de recursos, etcétera. En
estos términos, uno puede hacer legible lo que escribe, porque si
fueras completamente original, serías completamente ilegible. Entonces,
hay una especie de conflicto, más o menos armónico, entre lo que uno
escribe, en el sentido de que tiene que ser legible, pero no tanto que
sea tan legible que termine siendo transparente, que no te diga nada,
pero no tan ilegible como para que sea hermético.
Sergio Chejfec es uno de esos escritores particularmente lúcidos al
pensar su obra, su estética y los procedimientos puestos en juego en su
narrativa. En la antedicha entrevista pública, Chejfec reflexionó sobre
el trabajo del escritor, el dinero, las nuevas tecnologías y,
naturalmente, sobre sus propios textos. Recuperamos aquí algunos de los
puntos sobresalientes de aquella charla.
Nuevas tecnologías
Consultado en relación a www.parabolaanterior.wordpress.com, el blog que administra desde 2006 y las relaciones existentes entre una plataforma digital gratuita y una plataforma editorial como Alfaguara, Chejfec comentó:
Consultado en relación a www.parabolaanterior.wordpress.com, el blog que administra desde 2006 y las relaciones existentes entre una plataforma digital gratuita y una plataforma editorial como Alfaguara, Chejfec comentó:
Yo lo pienso como una plataforma digital, ya que no lo concibo como
un blog tradicional, en el sentido de poner comentarios y opiniones
cotidianas; más bien utilizo la plantilla del blog, algo que ya está
predeterminado, ahí puedo poner las cosas que me interesan. Lo que yo
quiero poner no son opiniones cotidianas; tampoco tengo el interés de
una incidencia constante directa sobre lo que se escribe. A mí me
interesa la presencia digital de mi escritura como si fuera una
presencia mortecina, en el sentido de que me gusta poner ensayos, los
finales de las novelas, algunas cosas sueltas y que estén ahí como si
fuera un cementerio, porque en un punto uno puede pensar que todo lo que
está en Internet es un cementerio, pero que tiene la virtud, al
contrario de la biblioteca, de que los textos, como son intangibles,
como son digitales, no sufren el deterioro del objeto físico. Pueden
sufrir otro tipo de deterioro, por ejemplo la tipografía que se usaba en
los blogs en 2006 es diferente de lo que se usa ahora. También son
modas: de la misma manera que cambian las portadas de los libros,
también cambian los diseños de las plantillas. A mí me interesa ese tipo
de presencia, como si fuera una escritura sonámbula, como una cosa que
siempre está disponible para quien quiera leerla y que parece inmutable,
tan inmutable que es completamente ajena a los avatares de la realidad,
que no se deshoja. Es una escritura a la que no le importa si es leída o
no, por lo menos como yo concibo la literatura, porque también hay toda
una serie de escrituras en la red que tienen otra función, que se
podría decir es semejante a la prensa, el manual, el folleto, etcétera.
En fin, el blog me da la posibilidad de colgar lo que yo quiero, no
molestar a nadie y tener esa fantasía de la autonomía. Eso es lo que me
gusta: una especie de presencia subalterna.
Dinero y literatura
No sé si hablar de profesión, ya que para la mayoría de los
escritores, en la escritura no está en juego la supervivencia, el
mantenerse, porque tenés que ser muy exitoso para vivir de lo que
escribís. Puede ser entendido como una profesión, en el sentido de que
uno deposita mucho tiempo, mucha vocación, o deseo, en fin, que le da
mucho valor a eso. Igualmente, yo creo que es una actividad. A mí me
cuesta pensarlo en términos de profesionalidad, incluso dando por
sentado que me resulta muy difícil vivir de los libros que escribo. No
solo es difícil, sino que es imposible. No habría manera. Además, uno
tiende a pensar, como atributos del escritor profesional, en cierto tipo
de presencia, de participación en debates, de presencia física y
simbólica muy fuerte. Yo no me puedo concebir de esa forma, porque hay
muchas cosas de las que no tengo opinión. Muchas veces, al escritor
profesional se le pide opinión sobre muchas cosas, no siempre vinculadas
con el ejercicio de la escritura. Sí pienso en lo que hago en términos
de compromiso profesional, de la manera en que uno pensaría su propio
compromiso cuando está comprometido con su profesión: le gusta, tiene
una vocación. Siento que no me costaría dejar de escribir, sería más o
menos como dejar de fumar, pero al mismo tiempo, no siento deseos de
hacerlo. Por otro lado, en el mundo literario, una de las formas de
tener éxito es el dinero. Un escritor puede ser exitoso cuando vende
muchos libros. Eso te da cierta presencia importante dentro del mundo
dela cultura. Hay mucha gente que está un poco alejada del universo de
la literatura y de la cultura letrada, para quienes la figura del
escritor es una figura muy vinculada con el dinero: presupone que hay
tantos libros circulando, aunque ellos lean poco, que hay una industria
muy poderosa detrás.
Ensayo y novela
En novelas posteriores como El llamado de la especie, Los planetas y Boca de Lobo, Chejfec pasará de la alegoría a novelas que pueden ser abordadas a partir de un eje que contempla tanto la ficción como el trabajo ensayístico. La novela, para Chejfec, se convierte así en un género apropiado para abordar problemas teóricos. En el caso particular de Boca de lobo, se conceptualizan temas como el trabajo, la mercancía, el deseo, la identidad y el amor. Sobre este punto, Chejfec comentó:
Yo siento la relación entre estos dos géneros (novela y ensayo) como
una relación, a veces bastante armónica, más o menos pacífica. Cuando
digo pacífica me refiero a que no está desprovista de tensiones. Es
pacífica en el sentido de que puede declinar hacia un sistema de
convivencia provisoria, temporal, acotado al libro del que se trate. Yo
creo que en la narrativa hay muchas novelas que tienen un componente
ensayístico bastante evidente. Sería un error contraponer ensayo contra
novela. Desde los comienzos del género, sin ese componente ensayístico,
la novela no hubiera podido desarrollarse y someterse ante nuevas crisis
y resoluciones y tomar nuevas formas de renovación. En mi caso, esa
tendencia ensayística no obedece solamente a un principio poético o
estético o literario, sino que también tiene que ver con las
posibilidades materiales propias de la escritura, en el sentido de que
yo escribo, como todo el mundo, como me sale. Uno es consecuencia de lo
que no puede escribir o lo que no le sale escribir. Tengo un estilo muy
digresivo muchas veces, un poco espiralado, mis libros no avanzan por
intriga o resolución de contradicciones, sino más bien por una especie
de desarrollo reflexivo de las circunstancias y de las cosas que van
ocurriendo. Eso hace que yo tienda un poco inconscientemente a escribir
de una manera un poco más ensayística; quizá también se asocie a otro
tipo de ideas que tengo vinculadas con la literatura en términos
generales. Para mí la literatura se trata, a veces, de contar una
experiencia, una historia, ya sea real o ficcional, pero también se
trata de contar el proceso de pensamiento, como uno percibe las cosas y
es capaz de describirlas. Creo que es una especie de navegación
narrativa. En realidad, en el realismo en general y esa idea de la
literatura como transmisora de las acciones efectivamente reales, muchas
veces ese aspecto de interrogación reflexiva sobre las historias que
contamos se deja un poco de lado. Me entusiasma escribir de esa manera,
como intentando dar cuenta de una faceta que me parece muy productiva,
porque la literatura, cuando nos lleva a preguntarnos sobre el
significado de las cosas que nos rodean, cuando renuncia a describirla,
eventualmente, alcanza una mayor autonomía.
Publicado en El gran otro.
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