Aquí me tienes, le dijo el hombre a la chica en el bar del hotel, con casi cuarenta años, una módica reputación, algo de dinero en el banco, una dirección accesible, un número de teléfono fácil de conseguir, esta expresión que te parece distintiva, la mano apoyada en esta mesa que sin duda es real, alguien bastante real si uno no se fija demasiado.
¿Acaso parezco, le dijo el hombre en el bar del hotel, a las tres de la tarde, a la chica que no tenía ningún lugar en especial adonde ir, un hombre que no sabe qué le pasa, o que en el fondo cree que su vida llegó a una especie de final?
Imagino que no.
Imagino que, en cualquier espejo, o para los ojos con los que me cruce, digamos una tarde como la de hoy, en un hotel así, sentado a una mesa así, parezco alguien confiado, seguro de sí mismo, que sabe adónde va y, dentro de lo razonable, es consciente de qué cabe esperar cuando llega, aunque si insistieras en preguntarme, apenas podría describirte ese destino secreto.
Pero existe. Tiene que existir. Tenemos que comportarnos como si existiera, no?, adoptar el aire de quien se dirige decidido hacia alguna parte, cargando la leve preocupación del que debe llegar a una cita, la ilusión de que hay una estación terminal, un lugar en donde nos esperan, de que mientras estamos aquí tomando daiquiris y las alfombras amortiguan los pasos y la tarde se extinge, a ti y a mí nos aguardan en alguna parte, y que hay alguien muy importante que nos espera con impaciencia. Pero la verdad es que toda esta determinación es un poco falsa, ¿no?, y no tenemos ningún compromiso, no nos aguardan ni tienen la esperanza de vernos en ninguna parte, y no hay nadie, pero nadie, esperándonos, quizá nunca lo hubo, ni siquiera al principio, hace tiempo, cuando nos apurábamos más que ahora, cuando éramos jóvenes - o al menos yo lo era; tú, por supuesto, aún eres relativamente joven; ¿qué edad tienes, veinticuatro, veinticinco? - y algo dentro de nosotros nos permitía creer, aunque fuera por un instante, que la intensidad de nuestra partida hacía necesaria la existencia de nuestro destino.
Así que ahora, cerca de los cuarenta, me digo que quizá no hay, nunca hubo, tal lugar y estoy, no desilusionado, sino solo lo contrario de ilusionado, lo cual ya es algo, o quizá no; y convivo con la sensación, muy difícil de describir, de pérdida permanente, de en algún momento haber cometido un error de esos que no pueden rectificarse, de haber hecho un gesto de esos que no pueden retractarse.
Pero eres bonita. Y son cerca de las cuatro. Y aquí están los cócteles sobre la mesa. Y en aquel espejo estamos reflejados los dos. El camarero vendrá cuando lo llamemos, el reloj hará tictac, la cuenta será pagada, la factura liquidada y la ciudad seguirá existiendo.
Al fin y al cabo, ¿no es eso lo que queremos?
In love, Alfred Hayes
2 comentarios:
Hay cosas que de tan bien escritas me dan ganas de leerlas en voz alta. Con este libro me pasa desde que empieza hasta que termina.
A alguien le tenemos que regalar este libro
Publicar un comentario