Simón nos cuenta una historia que
transcurre en una playa. La primera imagen es contundente: Simón emergiendo
desde el fondo del mar y, con las antiparras todavía puestas, sacude la cabeza
y permanece un momento mirando el paisaje. Un barco de pesca avanza mar
adentro, intercalado por botes más pequeños y un yate donde unos turistas
europeos toman tragos coloridos y sonríen de cara al sol. En la playa, delante
de la línea de palmeras, hay unos puestitos de frutas, casetas que venden
pescado fresco y algunas chozas de madera despintada. A cada lado, la península
rocosa que forma la bahía rodea al caserío, las palmeras y las chozas,
encauzando también a los barcos pesqueros que se alejan, las bebidas frescas de
aquellos alemanes o franceses y al propio Simón y a sus clientes que acaban de
pasar una tarde de buceo en el agua transparente del Pacífico. Desde el fondo
brotan, una a uno, los turistas. Simón pone un particular esfuerzo en
describirlos, como si estuviera viendo la escena en este mismo instante: la
melena rubia y lacia pertenece a un norteamericano llamado Mike, que se gana la
vida en Oklahoma como director adjunto del departamento de idiomas de alguna universidad
de segundo o tercer orden. A su lado asoma su esposa, Ronda, una latina que
emigró a Estados Unidos hace cinco o seis años. Se conocieron fumando en el
estacionamiento de un hipermercado, explica Simón. Mike había comprado, como
todos los lunes, sus víveres semanales. Ronda cumplía su turno de nueve horas
diarias como cajera.
Todo esto se lo habían contado aquella
mañana, cuando Simón se acercó para proponerles una travesía por el fondo del
mar, con avistaje de peces y otras rarezas. Después estaban los hermanos
chilenos, quienes compartían el mismo apellido pero, en realidad, parecían
pareja. Del pecoso no se sabía nada: ni quién era, qué hacía allí, de dónde
venía. Un verdadero misterio.
–Cuento todo esto – dice Simón, como si
presintiera que se está excediendo, que bordea un límite peligroso con su
historia – cuento esto porque más tarde me encontré con Adela, fuimos al hotel
y decidimos el asunto de la prisión.
Simón narra como, aquella tarde, subieron
al bote a motor, se quitaron los equipos y rumbearon hacia la costa. La
embarcación daba saltitos a medida que avanzaba: los chilenos se palmeaban los
hombros, Ronda, acomodándose la parte superior de su bikini, sacaba fotos a la
zona del cayo. El pecoso, exhausto, estiraba las piernas a lo ancho.
Una rato más tarde, cuando el día acababa,
Simón pidió una cerveza en el bar de Vargas.
– Sos un tilingo brutal – dijo Adela,
apareciendo por detrás, como un fantasma.
– Hoy fiesta en lo de Florence – propuso
él.
– Wow… ¿Florence?
– Florence… en la pileta del hotel. ¿Nos
vemos ahí?
– Allí – corrigió Adela.
– Allí – repitió Simón y fijó la mirada en
los barquitos que, con las últimas luces del atardecer, volvían para atracar en
la costa.
La fiesta transcurría en la terraza del
hotel Tuma Conquistador, donde Florence trabajaba durante las noches de
temporada sirviendo cocktails. Florence compartía con Simón una casita a cien
metros de la costa, encaramada cerca del camino principal y la jungla. Florence
era colombiano. Su madre lo parió a los quince años, a los veintitrés había
enviudado, a los veintinueve abandonó todo y partió al interior para ejercer de
guía turística en una reserva natural del neotrópico colombiano, cerca de
Manizales. Cuando cumplió diecinueve, Florence emigró a Venezuela, donde lo
esperaba una chica llamada Juana que había conocido a través de un foro
musical. La relación duró muy poco, se pelearon y Florence recabó en Urama.
Durante algún tiempo durmió en la calle, luego consiguió trabajo como ayudante
de un pescador y aprendió el oficio. En aquel momento, mientras Florence
agitaba la coctelera y, detrás de la barra, danzaba al run run de la cumbia,
Simón, con un short colorado y una camisa turquesa, mojaba los pies en el agua
de una pileta circular que parecía sostenerse, como al borde de un precipicio,
sobre los cayos. Delante, se veían las islas. En una de ellas, la más extraña,
asomaban las colinas y una construcción de yeso y cemento gris.
– Te flashea la prisión – dijo Adela, acariciándole
la espalda – ¡Mirá lo que me obsequió Florence!
Y le tendió dos Margaritas. Cuando Adela,
unas horas más tarde, se alejó y permaneció un rato inmóvil en el borde de la
piscina, Simón se dijo que esa chica era muy extraña, que tenía algo triste
apretado en el cuerpo. Pensó, también, que podía medir el paso del tiempo por
la presencia o la ausencia de Adela.
Como si ella hubiera descendido de la
plataforma luminosa de una nave espacial, Simón no podía dejar de mirarla.
A la mañana siguiente, bien temprano, Simón
tomó un bus destartalado hacia el pueblo de Cayo Sombrero. Necesitaba comprar
unas patas de rana, algunos pliegos para rotular un tubo de oxígeno en mal
estado, antiparras nuevas y, si le alcanzaba el dinero, un equipo completo de
buceo profundo. En algún momento desde su llegada a Urama, había tomado la
decisión de descender lo más hondo posible, porque en lo profundo, creía,
estaban ocultos los secretos. Para esto, necesitaba de un equipo de buceo
profesional de largo tiraje. Nadie lo entendía, ni siquiera Adela.
– ¿Para qué vas a gastar plata en eso? – le
decía y Simón pensaba que hay cosas que las mujeres no pueden entender.
Viajó recostado en un asiento doble,
dormitando con un sombrero de paja que le tapaba los ojos, pispeando cada tanto
la línea de la costa. Lo despertaron una serie de frenadas bruscas poco antes
de llegar a la estación de ómnibus. Bajó, fumó un cigarrillo y compró unas
empanadas de algas y queso. Las comió recostado contra un paredón donde alguien
había grafiteado a un niño negro con un rifle de guerra.
En el negocio de pesca compró todo menos el
equipo, que estaba mucho más caro de lo que suponía. Al volver en el bus de las
tres, se bajó en Tuma y, sentado sobre una piedra, lió otro cigarrillo y se
quedó mirando como los surfers remontaban olas en el mar, mientras, desde un
parlante enchufado a una camioneta roja, brotaba una especie de rockabily
californiano. Ya era de noche cuando llegó al bar de Vargas y le dijo a Adela
que mañana no pensaba trabajar, que podían tomarse el día y visitar, con
Florence o sin él, la isla con los restos de la cárcel de Tortugas. Adela, muy
contenta, dijo que sí.
El bote avanzaba muy rápido y, por un
momento, Simón tuvo la tentación de levantarse y pedirle a Florence que
aflojara el ritmo, que se estaba mareando. Pero no dijo nada y, en lugar de
eso, acercó una mano sobre el filo del agua y sintió que se quemaba. Florence,
con su gorra negra, dirigía la expedición.
Cruzaron bandadas de pelícanos y otras aves tropicales que reposaban
sobre el mar. Era un día claro, excesivamente luminoso, con nubes finísimas muy
cerca de la costa.
Después de unos minutos, el bote disminuyó
la velocidad, hicieron un fleco sobre la isla hasta encaramarse a una bahía y
encallar suavemente en la arena blanca. Ataron el bote con listones de cuerda a
una roca y comenzaron el ascenso a la cima. A media mañana descansaron bajo la
sombra de un cocotero. Después de comer
unas frutas, continuaron. Cruzaron un camino empinado y un pequeño arroyo que
descendía sobre las piedras. En la cima, descubrieron la Tortuga: unos bloques
de cemento carcomidos por la humedad y el tiempo, algunas celdas, una torre de
vigilancia tambaleante, un pasillo larguísimo que llevaba a otras celdas, más
espaciosas que las anteriores. Por un hoyo en una pared, se veía la playa y el
agua verdosa.
– Miren – dijo Adela y señaló una pequeña
cocina. En lo que debía ser un baño con duchas y bidet, encontraron botellas de
vino y pensaron que tal vez alguien había pasado por allí no hace mucho. En una
de las celdas, Florence fingió que encerraba a Simón y comenzó a hacerle
morisquetas del otro lado de los barrotes. Sentado en un camastro, Simón
recordó las prisiones móviles de los años veinte, donde trasladaban a los
presos del Sur estadounidense para que estos trabajaran en la construcción de
caminos asfaltados. Había leído las notas de los fabricantes de aquellas
prisiones portátiles: estos afirmaban que podían limpiarse con tan solo un
baldazo de agua una vez por año, que cabía más luz que en las celdas normales,
cosas así. Mientras lo escuchaba, Simón pensó que Florence conocía cosas muy
extrañas y se preguntó que clase de vida llevaba antes de llegar a Urama. En
una ráfaga de imágenes, vio muchos Florences, uno al lado del otro, con
distintas edades y algunos cambios superficiales, todo lo que la imaginación de
Simón era capaz de crear en unos pocos segundos.
Finalmente, Florence abrió la puerta y sus
pensamientos se desvanecieron. Más tarde, cuando se sentaron en la hierba,
notaron que Adela nunca había salido del primer bloque. Volvieron. La
encontraron mirando fijamente una pared descascarada, donde leyeron, escrito
con carbón o alguna piedra oscura: aquí estuvo Johan Kart Vernon. ¿Pero quién era
Johan Kart Vernon? Adela no respondió. Cuando más tarde les contó que Johan
Kart Vernon había sido su padre, Simón pensó: aquí, en este instante, la
historia de Adela comienza a revelarse.
– ¿Johan Kart Vernon? – preguntó, para
dejar atrás aquel silencio incómodo.
– Algo así. Pero lo raro es todo lo que no
sabíamos de Adela. Después de ese momento, la descubrimos. Y obvio, nos empezó
a gustar.
Importa,
también, que a los dos, en aquel momento o más tarde, al descender o cruzar el
mar hacia la costa, nos empezó a gustar Adela.
– ¿Recién entonces?
– Y si…
Hubo una pausa.
– Seguí, seguí – arengó Paloma
– ¿Dónde me había quedado? Claro, Adela
dijo miren y señaló la luna llena sobre el mar y nos despedimos con un beso.
Antes, ella había hablado durante todo el viaje de regreso. Su historia era más
o menos así: en plena adolescencia sus padres le contaron que era adoptada y
Adela, en un rapto de desesperación, comenzó a rastrear a su madre. La encontró
al poco tiempo, no se sabía bien como, en un pueblo del interior. Se llamaba
Luz Marina, tenía labios gruesos, el mismo color de piel, los mismos ojos que
Adela. El parecido era asombroso. Su madre provenía de una familia muy pobre y,
de joven, había conocido a un comerciante, que terminó siendo un estafador o
traficante de drogas o sicario canadiense llamado Johan. Ella se había
enamorado. Cuando nació Adela, Johann desapareció, Luz Marina vendió a su hija
por un precio altísimo a una pareja de la capital que no podía tener hijos. Se
arrepentía. Después de algunas semanas, Adela se escapó, quizá buscándose a si
misma o buscando a su padre, es decir, su identidad estaba en juego.
– De pronto sentí las ansias de moverme y
desde entonces no puedo parar – había dicho Adela, sentada en cuclillas en la
arena. Florence y Simón la entendieron de lleno.
Trabajó de camarera, limpió cuartos en
hostels de Venezuela y Perú, durmió durante semanas en las escalinatas de la
iglesia de Villa Leyva, administró un camping en Guatavida porque un maula
cuarentón se encariñó con ella, hizo un curso de peluquería, fue peluquera,
fumo muchísimo hachish en compañía de un panameño que ofrecía tours a pie en no
se qué ciudad famosa del tropicalísimo norte de la república bolivariana.
Finalmente, llegó a Urama. Ahora, sucedía esto: una idiotez, un nombre
extrañísimo garabateado en la pared de una cárcel abandonada hace una década.
Ella decía que su padre había muerto, que en realidad no quería saber nada de
él, que lo odiaba como si tuviera el corazón en carne viva.
– Nos quedamos tomando latas de cerveza
Babaria hasta la madrugada, hablando de todo. Al final, nos despedimos con un
beso, los tres – contó Simón.
Con Florence caminaron por la playa hasta
su choza. En secreto, cada uno por su lado, los dos estaban locos por Adela. El
resto es confuso, tal vez porque Simón todavía no comprende bien lo que sucedió
o no sabe como narrarlo. Hubo averiguaciones de Adela en la comisaría de Urama
(dos ratis y un administrativo, todos viejos, borrachos y aburridos) y en una
oficina de prensa de Cayo Sombrero, clases de buceo, días hermosos intercalados
por otros realmente tristes. Florence y Simón, cada uno a su manera,
compitieron por Adela. Todo bastante patético.
Simón cuenta que una tarde esperó a Adela
durante horas, sentado al sol, y le armó un escándalo por algún motivo poco
coherente. Cuenta también que nunca tuvo una estrategia y solo actúo por celos.
Adela, finalmente, eligió a Florence.
Una noche
ventosa, casi en la época tropical, cuando la temporada termina y los turistas
desaparecen por cuatro o cinco meses, Simón tomó su bote y se metió mar
adentro. Se detuvo en un punto cualquiera del océano, se desvistió y, desnudo,
se lanzó al agua. Tomó la bocanada de aire más grande que jamás había tomado (y
entonces sintió como sus pulmones se inflaban hasta estallar y todas las
partículas de oxígeno, de vida en realidad, que lentamente, en unos instantes,
comenzarían a disiparse, abombaron sus venas) y se sumergió. Según él, quería
llegar al fondo de todo, hundirse lo más profundo que fuera posible. Atravesó
la oscuridad, sintió las aletas de los peces rozarle la piel, tuvo miedo de que
un tiburón o calamar lo atacara. El tiempo se volvía elástico y los oídos
amenazaron con estallarle. Los pulmones se le encogían como una esponja. Sintió
agujas en la traquea. ¿Cuántos metros había bajado? De pronto giró sobre sí y
comenzó el ascenso. Simón pensó que podría morirse ahí mismo pero, a punto de
desmayarse, sintió que algo lo impulsaba hacia arriba y al fin llegó a la
superficie. Al abrir los ojos, parecía otro planeta: vio ruinas, fuego y en la
bahía, las chozas, puestos y casetas, destruidas por completo, como si hubiera
caído un meteorito o hecho erupción un volcán. Pensó que había estado años debajo
del agua y había emergido en algún punto impreciso del futuro. Qué había muerto
o viajado en el tiempo o tenía una embolia cerebral. Simón dice que tuvo
delante el fin del mundo. Se arrastró al bote y se desplomó sobre las tablas de
madera. Durmió ahí mismo y, cuando despertó a la mañana siguiente, encendió el
motorcito y lo encaramó hacia la costa. Luego fue hasta su caseta, recogió sus
pertenencias en silencio y las amontonó en una valija. Se pegó una ducha
caliente y lió un cigarrillo. Lo fumó con tranquilidad, sentado en el alfeizar,
mirando la jungla espesa. Comió ciruelas que arrancó de los árboles frutales.
Más tarde caminó hasta la estación y le vendió su bote a un tal Ernesto, una
especie de agente de viajes, guía turístico y gerente hotelero, que le dio a
cambio un manojo de billetes sudados y un pasaje en bus al Distrito Capital.
Desde allí, tomó un avión de regreso a Buenos Aires.
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