Copate y compartilo
Escape a Plutón es un proyecto chiquito, minimalista, alternativo, autogestionado, con escaso soporte económico pero con muchísima onda. Por eso te pedimos: copate y pegá este flyer en tu blog, muro de facebook, donde te parezca. Y claro, hacete fan.
In love
Aquí me tienes, le dijo el hombre a la chica en el bar del hotel, con casi cuarenta años, una módica reputación, algo de dinero en el banco, una dirección accesible, un número de teléfono fácil de conseguir, esta expresión que te parece distintiva, la mano apoyada en esta mesa que sin duda es real, alguien bastante real si uno no se fija demasiado.
¿Acaso parezco, le dijo el hombre en el bar del hotel, a las tres de la tarde, a la chica que no tenía ningún lugar en especial adonde ir, un hombre que no sabe qué le pasa, o que en el fondo cree que su vida llegó a una especie de final?
Imagino que no.
Imagino que, en cualquier espejo, o para los ojos con los que me cruce, digamos una tarde como la de hoy, en un hotel así, sentado a una mesa así, parezco alguien confiado, seguro de sí mismo, que sabe adónde va y, dentro de lo razonable, es consciente de qué cabe esperar cuando llega, aunque si insistieras en preguntarme, apenas podría describirte ese destino secreto.
Pero existe. Tiene que existir. Tenemos que comportarnos como si existiera, no?, adoptar el aire de quien se dirige decidido hacia alguna parte, cargando la leve preocupación del que debe llegar a una cita, la ilusión de que hay una estación terminal, un lugar en donde nos esperan, de que mientras estamos aquí tomando daiquiris y las alfombras amortiguan los pasos y la tarde se extinge, a ti y a mí nos aguardan en alguna parte, y que hay alguien muy importante que nos espera con impaciencia. Pero la verdad es que toda esta determinación es un poco falsa, ¿no?, y no tenemos ningún compromiso, no nos aguardan ni tienen la esperanza de vernos en ninguna parte, y no hay nadie, pero nadie, esperándonos, quizá nunca lo hubo, ni siquiera al principio, hace tiempo, cuando nos apurábamos más que ahora, cuando éramos jóvenes - o al menos yo lo era; tú, por supuesto, aún eres relativamente joven; ¿qué edad tienes, veinticuatro, veinticinco? - y algo dentro de nosotros nos permitía creer, aunque fuera por un instante, que la intensidad de nuestra partida hacía necesaria la existencia de nuestro destino.
Así que ahora, cerca de los cuarenta, me digo que quizá no hay, nunca hubo, tal lugar y estoy, no desilusionado, sino solo lo contrario de ilusionado, lo cual ya es algo, o quizá no; y convivo con la sensación, muy difícil de describir, de pérdida permanente, de en algún momento haber cometido un error de esos que no pueden rectificarse, de haber hecho un gesto de esos que no pueden retractarse.
Pero eres bonita. Y son cerca de las cuatro. Y aquí están los cócteles sobre la mesa. Y en aquel espejo estamos reflejados los dos. El camarero vendrá cuando lo llamemos, el reloj hará tictac, la cuenta será pagada, la factura liquidada y la ciudad seguirá existiendo.
Al fin y al cabo, ¿no es eso lo que queremos?
In love, Alfred Hayes
Las criadas
En la casa que la escenógrafa Oria Puppo montó en el Teatro Alvear,
las hermanas Clara y Solange Lemercier (Victoria Almeida y Paola
Barrientos, respectivamente) cumplen con el placer ritual de
intercambiar roles y falsear sus propios valores sociales. Clara se
disfraza, mientras que Solange mantiene su registro y, por lo tanto, su
identidad: la de criada cama adentro, desesperada y sumisa. Luego, en el
momento en que se presiente la aparición de La señora, interpretada por
una excepcional Marilú Marini, Las criadas revelerá su
condición de meta-ficción. Marini, por su parte, torna con su trabajo,
si esto era posible, aun más grotesca y excesiva la famosa pieza que
Jean Genet escribió en 1947, inspirado en un hecho real que conmocionó a
la opinión pública francesa: el asesinato de la señora Lancelin y su
hija por parte de sus dos empleadas domésticas.
Las criadas es una obra donde la mayor parte del conflicto
transcurre a nivel textual. Genet, vinculado con el Teatro de la
Crueldad de Artaud, toma personajes marginales y reconstruye, con su
intensa poética, la historia de Clara y Solange y su relación con una
aristócrata francesa que espera el excarcelamiento de su marido, quien
fue enviado a prisión por una carta anónima. Las hermanas Lemercier, en
un juego que las sitúa al borde de la desesperación y la locura, planean
el asesinato de La señora. Aquí hay varios puntos para tener en cuenta,
tanto en la estructura dramática como en el arco narrativo de la obra.
Un primer estamento define la propuesta estética y la riqueza y tersura
de la dramaturgia; se teje en el sadismo, la repulsión y la sumisión que
recubre la relación entre las empleadas domésticas y su señora. El
texto y las interpretaciones se apoyan en el grotesco y el principio de
maldad y odio que supo crear Genet. «Estoy harta de ser un objeto de
asco. La odio», grita Solange en un ataque de furia. Antes, había
proclamado con convicción marxista-leninista una rebelión de las
criadas. Siempre está, entonces, el imaginario de la liberación de la
estructura de clases. Debajo de esto, es decir, debajo de este germen
nacido del diagrama social, aparece un elemento propio del género
policial: el señor de la casa será liberado y, por lo tanto, crece —en
la mente de Clara y Solange— el peligro. Que el señor sea liberado poco
importa a los fines narrativos; lo importante, lo terrible, es la
presencia de la policía: ellos pueden descubrir quienes han escrito las
cartas que han llevado al señor a prisión. Al menos, introducen la
premura y el suspenso, al tiempo que revelan los verdaderos planes de
las empleadas domésticas. Esta problemática está poco explorada en el
texto y no presenta mayor rigurosidad. Como se ha dicho, el plano que
hace de Las criadas una obra excepcional es el que se ocupa del
sadismo y las relaciones entre clases sociales distintas. Sin embargo,
lo policial sitúa un punto límite y, por lo tanto, una escenificación de
la sospecha: La señora siempre parece a punto de descubrir algo, de
comprender, lo que enriquece aún más la original puesta de Ciro Zorzoli.
Marilú Marini compone a una aristócrata excesiva y grotesca, llena de
matices y de un poder expresivo alucinante. Su presencia en escena es
tan poderosa que, al abandonarla, se siente el vacío que ha dejado.
Almeida y Barrientos se pliegan al registro de Marini y, una vez que
esta ya no ocupa el centro del drama, deben encarar el desafío de
sostener la pieza con las mismas herramientas que ya han demostrado en
escenas anteriores. Aquí la interpretación de Barrientos se siente algo
monocorde, sin variantes de tono, indispensable para que su personaje y
la problemática de las hermanas alcance su clímax, especialmente en la
resolución del conflicto.
La puesta en escena de Zorzoli retoma el juego de las cajas chinas
—la ficción dentro de la ficción o, en este caso, el relato que, además
de extenderse en su propio fluir narrativo, reflexiona sobre si mismo al
instalar su propia construcción ficcional— y, de esta manera, hay un
mozo, Omar, que se encarga de abrir ventanas, acomodar muebles, sostener
a Clara o Solange o agarrar el teléfono que cae antes de que este
golpee el suelo. A Omar lo acompañan en escena los utileros y
maquinistas. Por último, es importante mencionar la música original de
Marcelo Katz y el excelente trabajo de traducción de Laurent Berger,
quien, con notable precisión traslada a nuestra lengua toda la
intensidad poética de Las criadas.
Las criadas, de Jean Genet
Teatro Presidente Alvear, Corrientes 1659
Funciones: miércoles a sábados a las 21:00 y domingos a las 20:00
Teatro Presidente Alvear, Corrientes 1659
Funciones: miércoles a sábados a las 21:00 y domingos a las 20:00
Un invierno sin mujeres
Simón nos cuenta una historia que
transcurre en una playa. La primera imagen es contundente: Simón emergiendo
desde el fondo del mar y, con las antiparras todavía puestas, sacude la cabeza
y permanece un momento mirando el paisaje. Un barco de pesca avanza mar
adentro, intercalado por botes más pequeños y un yate donde unos turistas
europeos toman tragos coloridos y sonríen de cara al sol. En la playa, delante
de la línea de palmeras, hay unos puestitos de frutas, casetas que venden
pescado fresco y algunas chozas de madera despintada. A cada lado, la península
rocosa que forma la bahía rodea al caserío, las palmeras y las chozas,
encauzando también a los barcos pesqueros que se alejan, las bebidas frescas de
aquellos alemanes o franceses y al propio Simón y a sus clientes que acaban de
pasar una tarde de buceo en el agua transparente del Pacífico. Desde el fondo
brotan, una a uno, los turistas. Simón pone un particular esfuerzo en
describirlos, como si estuviera viendo la escena en este mismo instante: la
melena rubia y lacia pertenece a un norteamericano llamado Mike, que se gana la
vida en Oklahoma como director adjunto del departamento de idiomas de alguna universidad
de segundo o tercer orden. A su lado asoma su esposa, Ronda, una latina que
emigró a Estados Unidos hace cinco o seis años. Se conocieron fumando en el
estacionamiento de un hipermercado, explica Simón. Mike había comprado, como
todos los lunes, sus víveres semanales. Ronda cumplía su turno de nueve horas
diarias como cajera.
Todo esto se lo habían contado aquella
mañana, cuando Simón se acercó para proponerles una travesía por el fondo del
mar, con avistaje de peces y otras rarezas. Después estaban los hermanos
chilenos, quienes compartían el mismo apellido pero, en realidad, parecían
pareja. Del pecoso no se sabía nada: ni quién era, qué hacía allí, de dónde
venía. Un verdadero misterio.
–Cuento todo esto – dice Simón, como si
presintiera que se está excediendo, que bordea un límite peligroso con su
historia – cuento esto porque más tarde me encontré con Adela, fuimos al hotel
y decidimos el asunto de la prisión.
Simón narra como, aquella tarde, subieron
al bote a motor, se quitaron los equipos y rumbearon hacia la costa. La
embarcación daba saltitos a medida que avanzaba: los chilenos se palmeaban los
hombros, Ronda, acomodándose la parte superior de su bikini, sacaba fotos a la
zona del cayo. El pecoso, exhausto, estiraba las piernas a lo ancho.
Una rato más tarde, cuando el día acababa,
Simón pidió una cerveza en el bar de Vargas.
– Sos un tilingo brutal – dijo Adela,
apareciendo por detrás, como un fantasma.
– Hoy fiesta en lo de Florence – propuso
él.
– Wow… ¿Florence?
– Florence… en la pileta del hotel. ¿Nos
vemos ahí?
– Allí – corrigió Adela.
– Allí – repitió Simón y fijó la mirada en
los barquitos que, con las últimas luces del atardecer, volvían para atracar en
la costa.
La fiesta transcurría en la terraza del
hotel Tuma Conquistador, donde Florence trabajaba durante las noches de
temporada sirviendo cocktails. Florence compartía con Simón una casita a cien
metros de la costa, encaramada cerca del camino principal y la jungla. Florence
era colombiano. Su madre lo parió a los quince años, a los veintitrés había
enviudado, a los veintinueve abandonó todo y partió al interior para ejercer de
guía turística en una reserva natural del neotrópico colombiano, cerca de
Manizales. Cuando cumplió diecinueve, Florence emigró a Venezuela, donde lo
esperaba una chica llamada Juana que había conocido a través de un foro
musical. La relación duró muy poco, se pelearon y Florence recabó en Urama.
Durante algún tiempo durmió en la calle, luego consiguió trabajo como ayudante
de un pescador y aprendió el oficio. En aquel momento, mientras Florence
agitaba la coctelera y, detrás de la barra, danzaba al run run de la cumbia,
Simón, con un short colorado y una camisa turquesa, mojaba los pies en el agua
de una pileta circular que parecía sostenerse, como al borde de un precipicio,
sobre los cayos. Delante, se veían las islas. En una de ellas, la más extraña,
asomaban las colinas y una construcción de yeso y cemento gris.
– Te flashea la prisión – dijo Adela, acariciándole
la espalda – ¡Mirá lo que me obsequió Florence!
Y le tendió dos Margaritas. Cuando Adela,
unas horas más tarde, se alejó y permaneció un rato inmóvil en el borde de la
piscina, Simón se dijo que esa chica era muy extraña, que tenía algo triste
apretado en el cuerpo. Pensó, también, que podía medir el paso del tiempo por
la presencia o la ausencia de Adela.
Como si ella hubiera descendido de la
plataforma luminosa de una nave espacial, Simón no podía dejar de mirarla.
A la mañana siguiente, bien temprano, Simón
tomó un bus destartalado hacia el pueblo de Cayo Sombrero. Necesitaba comprar
unas patas de rana, algunos pliegos para rotular un tubo de oxígeno en mal
estado, antiparras nuevas y, si le alcanzaba el dinero, un equipo completo de
buceo profundo. En algún momento desde su llegada a Urama, había tomado la
decisión de descender lo más hondo posible, porque en lo profundo, creía,
estaban ocultos los secretos. Para esto, necesitaba de un equipo de buceo
profesional de largo tiraje. Nadie lo entendía, ni siquiera Adela.
– ¿Para qué vas a gastar plata en eso? – le
decía y Simón pensaba que hay cosas que las mujeres no pueden entender.
Viajó recostado en un asiento doble,
dormitando con un sombrero de paja que le tapaba los ojos, pispeando cada tanto
la línea de la costa. Lo despertaron una serie de frenadas bruscas poco antes
de llegar a la estación de ómnibus. Bajó, fumó un cigarrillo y compró unas
empanadas de algas y queso. Las comió recostado contra un paredón donde alguien
había grafiteado a un niño negro con un rifle de guerra.
En el negocio de pesca compró todo menos el
equipo, que estaba mucho más caro de lo que suponía. Al volver en el bus de las
tres, se bajó en Tuma y, sentado sobre una piedra, lió otro cigarrillo y se
quedó mirando como los surfers remontaban olas en el mar, mientras, desde un
parlante enchufado a una camioneta roja, brotaba una especie de rockabily
californiano. Ya era de noche cuando llegó al bar de Vargas y le dijo a Adela
que mañana no pensaba trabajar, que podían tomarse el día y visitar, con
Florence o sin él, la isla con los restos de la cárcel de Tortugas. Adela, muy
contenta, dijo que sí.
El bote avanzaba muy rápido y, por un
momento, Simón tuvo la tentación de levantarse y pedirle a Florence que
aflojara el ritmo, que se estaba mareando. Pero no dijo nada y, en lugar de
eso, acercó una mano sobre el filo del agua y sintió que se quemaba. Florence,
con su gorra negra, dirigía la expedición.
Cruzaron bandadas de pelícanos y otras aves tropicales que reposaban
sobre el mar. Era un día claro, excesivamente luminoso, con nubes finísimas muy
cerca de la costa.
Después de unos minutos, el bote disminuyó
la velocidad, hicieron un fleco sobre la isla hasta encaramarse a una bahía y
encallar suavemente en la arena blanca. Ataron el bote con listones de cuerda a
una roca y comenzaron el ascenso a la cima. A media mañana descansaron bajo la
sombra de un cocotero. Después de comer
unas frutas, continuaron. Cruzaron un camino empinado y un pequeño arroyo que
descendía sobre las piedras. En la cima, descubrieron la Tortuga: unos bloques
de cemento carcomidos por la humedad y el tiempo, algunas celdas, una torre de
vigilancia tambaleante, un pasillo larguísimo que llevaba a otras celdas, más
espaciosas que las anteriores. Por un hoyo en una pared, se veía la playa y el
agua verdosa.
– Miren – dijo Adela y señaló una pequeña
cocina. En lo que debía ser un baño con duchas y bidet, encontraron botellas de
vino y pensaron que tal vez alguien había pasado por allí no hace mucho. En una
de las celdas, Florence fingió que encerraba a Simón y comenzó a hacerle
morisquetas del otro lado de los barrotes. Sentado en un camastro, Simón
recordó las prisiones móviles de los años veinte, donde trasladaban a los
presos del Sur estadounidense para que estos trabajaran en la construcción de
caminos asfaltados. Había leído las notas de los fabricantes de aquellas
prisiones portátiles: estos afirmaban que podían limpiarse con tan solo un
baldazo de agua una vez por año, que cabía más luz que en las celdas normales,
cosas así. Mientras lo escuchaba, Simón pensó que Florence conocía cosas muy
extrañas y se preguntó que clase de vida llevaba antes de llegar a Urama. En
una ráfaga de imágenes, vio muchos Florences, uno al lado del otro, con
distintas edades y algunos cambios superficiales, todo lo que la imaginación de
Simón era capaz de crear en unos pocos segundos.
Finalmente, Florence abrió la puerta y sus
pensamientos se desvanecieron. Más tarde, cuando se sentaron en la hierba,
notaron que Adela nunca había salido del primer bloque. Volvieron. La
encontraron mirando fijamente una pared descascarada, donde leyeron, escrito
con carbón o alguna piedra oscura: aquí estuvo Johan Kart Vernon. ¿Pero quién era
Johan Kart Vernon? Adela no respondió. Cuando más tarde les contó que Johan
Kart Vernon había sido su padre, Simón pensó: aquí, en este instante, la
historia de Adela comienza a revelarse.
– ¿Johan Kart Vernon? – preguntó, para
dejar atrás aquel silencio incómodo.
– Algo así. Pero lo raro es todo lo que no
sabíamos de Adela. Después de ese momento, la descubrimos. Y obvio, nos empezó
a gustar.
Importa,
también, que a los dos, en aquel momento o más tarde, al descender o cruzar el
mar hacia la costa, nos empezó a gustar Adela.
– ¿Recién entonces?
– Y si…
Hubo una pausa.
– Seguí, seguí – arengó Paloma
– ¿Dónde me había quedado? Claro, Adela
dijo miren y señaló la luna llena sobre el mar y nos despedimos con un beso.
Antes, ella había hablado durante todo el viaje de regreso. Su historia era más
o menos así: en plena adolescencia sus padres le contaron que era adoptada y
Adela, en un rapto de desesperación, comenzó a rastrear a su madre. La encontró
al poco tiempo, no se sabía bien como, en un pueblo del interior. Se llamaba
Luz Marina, tenía labios gruesos, el mismo color de piel, los mismos ojos que
Adela. El parecido era asombroso. Su madre provenía de una familia muy pobre y,
de joven, había conocido a un comerciante, que terminó siendo un estafador o
traficante de drogas o sicario canadiense llamado Johan. Ella se había
enamorado. Cuando nació Adela, Johann desapareció, Luz Marina vendió a su hija
por un precio altísimo a una pareja de la capital que no podía tener hijos. Se
arrepentía. Después de algunas semanas, Adela se escapó, quizá buscándose a si
misma o buscando a su padre, es decir, su identidad estaba en juego.
– De pronto sentí las ansias de moverme y
desde entonces no puedo parar – había dicho Adela, sentada en cuclillas en la
arena. Florence y Simón la entendieron de lleno.
Trabajó de camarera, limpió cuartos en
hostels de Venezuela y Perú, durmió durante semanas en las escalinatas de la
iglesia de Villa Leyva, administró un camping en Guatavida porque un maula
cuarentón se encariñó con ella, hizo un curso de peluquería, fue peluquera,
fumo muchísimo hachish en compañía de un panameño que ofrecía tours a pie en no
se qué ciudad famosa del tropicalísimo norte de la república bolivariana.
Finalmente, llegó a Urama. Ahora, sucedía esto: una idiotez, un nombre
extrañísimo garabateado en la pared de una cárcel abandonada hace una década.
Ella decía que su padre había muerto, que en realidad no quería saber nada de
él, que lo odiaba como si tuviera el corazón en carne viva.
– Nos quedamos tomando latas de cerveza
Babaria hasta la madrugada, hablando de todo. Al final, nos despedimos con un
beso, los tres – contó Simón.
Con Florence caminaron por la playa hasta
su choza. En secreto, cada uno por su lado, los dos estaban locos por Adela. El
resto es confuso, tal vez porque Simón todavía no comprende bien lo que sucedió
o no sabe como narrarlo. Hubo averiguaciones de Adela en la comisaría de Urama
(dos ratis y un administrativo, todos viejos, borrachos y aburridos) y en una
oficina de prensa de Cayo Sombrero, clases de buceo, días hermosos intercalados
por otros realmente tristes. Florence y Simón, cada uno a su manera,
compitieron por Adela. Todo bastante patético.
Simón cuenta que una tarde esperó a Adela
durante horas, sentado al sol, y le armó un escándalo por algún motivo poco
coherente. Cuenta también que nunca tuvo una estrategia y solo actúo por celos.
Adela, finalmente, eligió a Florence.
Una noche
ventosa, casi en la época tropical, cuando la temporada termina y los turistas
desaparecen por cuatro o cinco meses, Simón tomó su bote y se metió mar
adentro. Se detuvo en un punto cualquiera del océano, se desvistió y, desnudo,
se lanzó al agua. Tomó la bocanada de aire más grande que jamás había tomado (y
entonces sintió como sus pulmones se inflaban hasta estallar y todas las
partículas de oxígeno, de vida en realidad, que lentamente, en unos instantes,
comenzarían a disiparse, abombaron sus venas) y se sumergió. Según él, quería
llegar al fondo de todo, hundirse lo más profundo que fuera posible. Atravesó
la oscuridad, sintió las aletas de los peces rozarle la piel, tuvo miedo de que
un tiburón o calamar lo atacara. El tiempo se volvía elástico y los oídos
amenazaron con estallarle. Los pulmones se le encogían como una esponja. Sintió
agujas en la traquea. ¿Cuántos metros había bajado? De pronto giró sobre sí y
comenzó el ascenso. Simón pensó que podría morirse ahí mismo pero, a punto de
desmayarse, sintió que algo lo impulsaba hacia arriba y al fin llegó a la
superficie. Al abrir los ojos, parecía otro planeta: vio ruinas, fuego y en la
bahía, las chozas, puestos y casetas, destruidas por completo, como si hubiera
caído un meteorito o hecho erupción un volcán. Pensó que había estado años debajo
del agua y había emergido en algún punto impreciso del futuro. Qué había muerto
o viajado en el tiempo o tenía una embolia cerebral. Simón dice que tuvo
delante el fin del mundo. Se arrastró al bote y se desplomó sobre las tablas de
madera. Durmió ahí mismo y, cuando despertó a la mañana siguiente, encendió el
motorcito y lo encaramó hacia la costa. Luego fue hasta su caseta, recogió sus
pertenencias en silencio y las amontonó en una valija. Se pegó una ducha
caliente y lió un cigarrillo. Lo fumó con tranquilidad, sentado en el alfeizar,
mirando la jungla espesa. Comió ciruelas que arrancó de los árboles frutales.
Más tarde caminó hasta la estación y le vendió su bote a un tal Ernesto, una
especie de agente de viajes, guía turístico y gerente hotelero, que le dio a
cambio un manojo de billetes sudados y un pasaje en bus al Distrito Capital.
Desde allí, tomó un avión de regreso a Buenos Aires.
Una escritura sonámbula
Después de la recuperación democrática, entre mediados y finales de los 80, todo era posible. Especialmente la creación de Babel,
emblemática revista literaria dirigida por Martín Caparrós y Alejandro
Dorio que, en tan solo tres años y una veintena de números, agitó el
mapamundi literario argentino y le dio visibilidad a una serie de
escritores prácticamente desconocidos, en su mayoría, aun inéditos:
Matilde Sánchez, Sergio Bizzio, Alan Pauls, Martín Caparrós y, entre
muchos otros, el autor que hoy nos ocupa: Sergio Chejfec. Babel
no solo puso en circulación otras voces —centrales, más tarde, en lo
que sería la corriente estética de los 90— sino que reestructuró
espacios críticos que, bajo el prisma del intenso realismo y el
compromiso literario-político de los 60 y 70 habían quedado en los
márgenes: Aira, Copi, Fogwill. Después de la fragmentación de los
babélicos en 1991, aquella generación de jóvenes escritores se dispersó.
Entre ellos, el itinerario de Sergio Chejfec fue uno de los más
particulares. En 1990 publicó Lenta biografía y Moral por Editorial Puntosur. Su tercera novela, El aire, publicada en 1992 por Alfaguara, marcó un punto de inflexión en su producción. Es más, El aire
fue la primera novela que Chejfec escribió en el extranjero, ya que en
1990 el autor argentino abandonó Buenos Aires y partió rumbo a Caracas,
donde vivió durante 15 años, hasta 2005, cuando se mudó a Nueva York. El aire,
entonces, marca un quiebre: se amplifica el registro oral y puntilloso
de Chejfec y sus narradores —figuras centrales de su trabajo literario—
se vuelven cada vez más dubitativos y reflexivos. Él mismo lo dice con
claridad en una charla con Guillaume Contré: «… no me gustan los
narradores que cuentan, sino los que interpretan. Pedirle a un narrador
que solamente cuente es condenarlo a la inocencia, o peor, a la
ingenuidad».
En El aire, Barroso es abandonado por su mujer, Benavente,
quien le deja una pequeña carta donde le explica que ha huido a Carmelo.
No se conocerán los motivos de la partida, ni las claves de la relación
entre Barroso y Benavente. Al mismo tiempo, la desazón del protagonista
y narrador de la novela se entremezclan con una Buenos Aires que se
desmorona, donde el dinero ha sido reemplazado por el vidrio; en otras
palabras: una ciudad vertical marcada por la desocupación y el
deterioro. Se trata de una Buenos Aires posindustrial donde el vidrio se
convierte en fetiche y en mercancía. El aire fue leída por la crítica y por el aparato mercantil como una novela anticipatoria de la debacle socioeconómica del 2001. El aire,
como alguna vez mencionó el propio Chejfec, se presenta marcada por la
influencia de Cesar Aira. Con relación a la tradición literaria,
Chejfec, en una entrevista pública llevada adelante en el marco del
seminario Dinero y trabajo en la narrativa argentina: entre los románticos y los contemporáneos, dictado enla Facultad Filosofía y Letras por Alejandra Laera, mencionó:
Uno tiene una relación muy fuerte con lo que se ha escrito antes, en
términos de tradición, de modelos, de tópicos, de recursos, etcétera. En
estos términos, uno puede hacer legible lo que escribe, porque si
fueras completamente original, serías completamente ilegible. Entonces,
hay una especie de conflicto, más o menos armónico, entre lo que uno
escribe, en el sentido de que tiene que ser legible, pero no tanto que
sea tan legible que termine siendo transparente, que no te diga nada,
pero no tan ilegible como para que sea hermético.
Sergio Chejfec es uno de esos escritores particularmente lúcidos al
pensar su obra, su estética y los procedimientos puestos en juego en su
narrativa. En la antedicha entrevista pública, Chejfec reflexionó sobre
el trabajo del escritor, el dinero, las nuevas tecnologías y,
naturalmente, sobre sus propios textos. Recuperamos aquí algunos de los
puntos sobresalientes de aquella charla.
Nuevas tecnologías
Consultado en relación a www.parabolaanterior.wordpress.com, el blog que administra desde 2006 y las relaciones existentes entre una plataforma digital gratuita y una plataforma editorial como Alfaguara, Chejfec comentó:
Consultado en relación a www.parabolaanterior.wordpress.com, el blog que administra desde 2006 y las relaciones existentes entre una plataforma digital gratuita y una plataforma editorial como Alfaguara, Chejfec comentó:
Yo lo pienso como una plataforma digital, ya que no lo concibo como
un blog tradicional, en el sentido de poner comentarios y opiniones
cotidianas; más bien utilizo la plantilla del blog, algo que ya está
predeterminado, ahí puedo poner las cosas que me interesan. Lo que yo
quiero poner no son opiniones cotidianas; tampoco tengo el interés de
una incidencia constante directa sobre lo que se escribe. A mí me
interesa la presencia digital de mi escritura como si fuera una
presencia mortecina, en el sentido de que me gusta poner ensayos, los
finales de las novelas, algunas cosas sueltas y que estén ahí como si
fuera un cementerio, porque en un punto uno puede pensar que todo lo que
está en Internet es un cementerio, pero que tiene la virtud, al
contrario de la biblioteca, de que los textos, como son intangibles,
como son digitales, no sufren el deterioro del objeto físico. Pueden
sufrir otro tipo de deterioro, por ejemplo la tipografía que se usaba en
los blogs en 2006 es diferente de lo que se usa ahora. También son
modas: de la misma manera que cambian las portadas de los libros,
también cambian los diseños de las plantillas. A mí me interesa ese tipo
de presencia, como si fuera una escritura sonámbula, como una cosa que
siempre está disponible para quien quiera leerla y que parece inmutable,
tan inmutable que es completamente ajena a los avatares de la realidad,
que no se deshoja. Es una escritura a la que no le importa si es leída o
no, por lo menos como yo concibo la literatura, porque también hay toda
una serie de escrituras en la red que tienen otra función, que se
podría decir es semejante a la prensa, el manual, el folleto, etcétera.
En fin, el blog me da la posibilidad de colgar lo que yo quiero, no
molestar a nadie y tener esa fantasía de la autonomía. Eso es lo que me
gusta: una especie de presencia subalterna.
Dinero y literatura
No sé si hablar de profesión, ya que para la mayoría de los
escritores, en la escritura no está en juego la supervivencia, el
mantenerse, porque tenés que ser muy exitoso para vivir de lo que
escribís. Puede ser entendido como una profesión, en el sentido de que
uno deposita mucho tiempo, mucha vocación, o deseo, en fin, que le da
mucho valor a eso. Igualmente, yo creo que es una actividad. A mí me
cuesta pensarlo en términos de profesionalidad, incluso dando por
sentado que me resulta muy difícil vivir de los libros que escribo. No
solo es difícil, sino que es imposible. No habría manera. Además, uno
tiende a pensar, como atributos del escritor profesional, en cierto tipo
de presencia, de participación en debates, de presencia física y
simbólica muy fuerte. Yo no me puedo concebir de esa forma, porque hay
muchas cosas de las que no tengo opinión. Muchas veces, al escritor
profesional se le pide opinión sobre muchas cosas, no siempre vinculadas
con el ejercicio de la escritura. Sí pienso en lo que hago en términos
de compromiso profesional, de la manera en que uno pensaría su propio
compromiso cuando está comprometido con su profesión: le gusta, tiene
una vocación. Siento que no me costaría dejar de escribir, sería más o
menos como dejar de fumar, pero al mismo tiempo, no siento deseos de
hacerlo. Por otro lado, en el mundo literario, una de las formas de
tener éxito es el dinero. Un escritor puede ser exitoso cuando vende
muchos libros. Eso te da cierta presencia importante dentro del mundo
dela cultura. Hay mucha gente que está un poco alejada del universo de
la literatura y de la cultura letrada, para quienes la figura del
escritor es una figura muy vinculada con el dinero: presupone que hay
tantos libros circulando, aunque ellos lean poco, que hay una industria
muy poderosa detrás.
Ensayo y novela
En novelas posteriores como El llamado de la especie, Los planetas y Boca de Lobo, Chejfec pasará de la alegoría a novelas que pueden ser abordadas a partir de un eje que contempla tanto la ficción como el trabajo ensayístico. La novela, para Chejfec, se convierte así en un género apropiado para abordar problemas teóricos. En el caso particular de Boca de lobo, se conceptualizan temas como el trabajo, la mercancía, el deseo, la identidad y el amor. Sobre este punto, Chejfec comentó:
Yo siento la relación entre estos dos géneros (novela y ensayo) como
una relación, a veces bastante armónica, más o menos pacífica. Cuando
digo pacífica me refiero a que no está desprovista de tensiones. Es
pacífica en el sentido de que puede declinar hacia un sistema de
convivencia provisoria, temporal, acotado al libro del que se trate. Yo
creo que en la narrativa hay muchas novelas que tienen un componente
ensayístico bastante evidente. Sería un error contraponer ensayo contra
novela. Desde los comienzos del género, sin ese componente ensayístico,
la novela no hubiera podido desarrollarse y someterse ante nuevas crisis
y resoluciones y tomar nuevas formas de renovación. En mi caso, esa
tendencia ensayística no obedece solamente a un principio poético o
estético o literario, sino que también tiene que ver con las
posibilidades materiales propias de la escritura, en el sentido de que
yo escribo, como todo el mundo, como me sale. Uno es consecuencia de lo
que no puede escribir o lo que no le sale escribir. Tengo un estilo muy
digresivo muchas veces, un poco espiralado, mis libros no avanzan por
intriga o resolución de contradicciones, sino más bien por una especie
de desarrollo reflexivo de las circunstancias y de las cosas que van
ocurriendo. Eso hace que yo tienda un poco inconscientemente a escribir
de una manera un poco más ensayística; quizá también se asocie a otro
tipo de ideas que tengo vinculadas con la literatura en términos
generales. Para mí la literatura se trata, a veces, de contar una
experiencia, una historia, ya sea real o ficcional, pero también se
trata de contar el proceso de pensamiento, como uno percibe las cosas y
es capaz de describirlas. Creo que es una especie de navegación
narrativa. En realidad, en el realismo en general y esa idea de la
literatura como transmisora de las acciones efectivamente reales, muchas
veces ese aspecto de interrogación reflexiva sobre las historias que
contamos se deja un poco de lado. Me entusiasma escribir de esa manera,
como intentando dar cuenta de una faceta que me parece muy productiva,
porque la literatura, cuando nos lleva a preguntarnos sobre el
significado de las cosas que nos rodean, cuando renuncia a describirla,
eventualmente, alcanza una mayor autonomía.
Publicado en El gran otro.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)