—Cuando era chico entrenaba para mi cadena perpetua. Me encerraba en mi cuarto y colocaba una pila de almohadones para cerrar la puerta. Me llevaba una mandarina o un paquete de galletitas y me imaginaba que esa era toda mi comida. Entonces la dosificaba, comía despacio. Tenía la fantasía de que estaba preso. Mi cabeza es fuerte, me adapto. Siempre creí que con un poco de esfuerzo puedo acostumbrarme a cualquier circunstancia, que mi forma de ser es bastante maleable. En realidad, lo que me genera angustia es la falta de tiempo: no tener tiempo para pensar las cosas. Es decir: me molesta hacer cosas sin pensar. Preso me sobraría tiempo para pensar en todo. Jugaba que estaba preso y que nos comunicábamos a través de golpecitos en la pared. ¿Entendés? Era muy chico y me divertía encerrado.
—Desde pendejo eras un loco de mierda —dije.
—Sí, claro. Después empecé a leer sobre cárceles. Leí mucho. Sobre la cárcel del fin del mundo hay varios libros. El petiso orejudo estuvo encerrado ahí, anarquistas, violadores, a Tierra del Fuego mandaban lo peor de lo peor. Se morían de frío. Los hacían trabajar por una miseria. Antes, cuando no me podía dormir, hacía una lista de los crímenes que podría cometer, no para que fueran perfectos sino, justamente, para que tarde o temprano me atraparan. En la cárcel uno pierde sus derechos, se vuelve propiedad del Estado, la pasa mal. Después, cuando supe todo esto, entendí que primero tendría que ser un hombre importante, con dinero, cultivado, para tener privilegios. Entonces sí, que me encierren la cantidad de años que quieran. Que me encierren.
Recuerdo que, cuando Facundo decía esto, estábamos los dos sentados en un sofá incómodo, muy bajito, mirando la final de la Copa América. Yo acababa de mudarme a un departamento de un ambiente en Almagro. Delante nuestro, en una mesa ratona, teníamos dos chops de cerveza y un cenicero. Jugaba Uruguay contra Paraguay y, cuando terminó el partido, el director técnico de Uruguay le dedicó el triunfo a todas las selecciones celestes que desde 1930 habían campeonado. Dijo que aquel campeonato que acaban de ganar había sido posible por esa larga tradición de equipos uruguayos, por su garra, por su mística, por su vocación de trabajo.
—El maestro no es ningún boludo, conoce la importancia de las genealogías. Sabe que sin el pasado no somos nada. Es importante insertarse en la Historia. Ese hombre ha leído mucho y entiende —dijo Facundo.
Para mí la inteligencia no es ninguna virtud. Cualquiera puede usar su inteligencia para cometer las barbaridades más asquerosas. Facundo era inteligente, curioso, muy observador, además de sentimental y amable, por lo menos conmigo y con aquellas personas que consideraba valiosas.
Esa tarde, cuando apagamos el televisor, dijo aquello de la cárcel. Desde entonces, cada vez que pienso en Facundo me lo imagino encerrado en una celda, sobre un catre, leyendo o meditando.
Después de aquel día no nos vimos por un tiempo. Aunque, si no recuerdo mal, ya desde antes estábamos algo distanciados. Al terminar la secundaria me anoté en la carrera de kinesiología: ingresé en un mundo de huesos, lesiones óseas y fracturas. A veces pensaba que, mientras mi amigo planeaba crímenes por las noches, yo me dormía enumerando los músculos posteriores del cuádriceps.
Facundo, que había estudiado un poco de cine, de letras, y de periodismo pero un día lo había abandonado todo, trabajaba en la fábrica de anillados de un familiar, algún tío o primo. Una mañana que no tenía clases lo fui a visitar y me asombró su poca energía y lo rutinario de su trabajo. Con cara de dormido hacía presión sobre una palanca que agujereaba los pliegues de un calendario; luego enrollaba espirales blancos o negros y con una pinza los incrustaba para cortarlos con una tijera. Hacía esto una y otra vez, rodeado de empleados que trabajaban en silencio. Anillando cosas, Facundo aguantó un año. Hizo bien: aquel trabajo le estaba demoliendo el espíritu, le pisaba la mente como una aplanadora el asfalto. Después limpió piletas, hizo un curso para guardavidas y trabajó como administrativo en una pre-paga. En aquella época conoció a una chica llamada Laura. Yo la tengo de algunas fotos, nada más. Cuando el asunto se puso serio y planeaban casarse o tener un hijo, la abandonó de un día para el otro y se fue de viaje por el mundo. En aquel tiempo yo estaba a punto de recibirme y pensaba que, para ser una persona que soñaba con el encierro, Facundo llevaba una vida idiota, con demasiadas libertades, sin compromisos.
Al volver, nunca supe con qué plata, compró un hotelito en Lobos, a 65 kilómetros de Buenos Aires, el pueblo más peroncho de la Argentina. Yo dejé de imaginarlo encerrado en una cárcel. Cuando pensaba en él lo imaginaba en una plaza con el césped bien corto, limpita, delante de una estatua del General y rodeado de personas que cantaban, muy sacadas, la marcha peronista con la mano abierta sobre el corazón. Pero Facundo, como la música de la adolescencia, se fue diluyendo. Se convirtió en otra cosa: una persona que, con los años, no se volvió un extraño sino alguien que pertenecía a otra vida, la que yo llevaba de pibe. Una vida linda, con chicas, porro y cerveza.
Un día, años después, me llamó por teléfono y me pidió que viajara a Lobos para visitarlo. Así supe que había vuelto y supe también del hotel.
—¿Porqué no te venís un fin de semana? Llegás el viernes por la noche y te quedás hasta el domingo. Tengo muchas cosas que contarte —me dijo, con la voz ansiosa y entrecortada.
Me gustaba la idea del viaje, pero algo me resultaba incómodo. Habré tardado un segundo en responder porque agregó:
—Por favor, Agustín.
—Pasame la dirección —dije al fin y esperé.
—Aguirre 458, Hotel Montevideo.
—¿Montevideo? —repetí, y recordé aquella final que ganaron los uruguayos, recordé la mesa y las cervezas.
—Sí, Montevideo. ¿Te gusta el nombre? Te espero el viernes, un abrazo grande —dijo y cortó.
***
Un viernes por la mañana partí hacia Lobos. Hacía mucho frío y por la radio habían pronosticado lluvias. A mí no me importaba demasiado que lloviera o dejara de llover, no pensaba hacer turismo, pero que estuviera soleado al momento de arrancar me puso contento. Manejé despacio, sin apuro, y durante el viaje recordé algunas cosas. Con Facundo compartíamos equipo de handball en la secundaria. Él era un año más grande que yo y jugaba de extremo izquierdo, aunque no era zurdo. Aquella vez llegamos a la final de la zona matancera pero no jugamos el último partido porque, justo ese día, se murió el cura que había fundado el colegio. Comprendo ahora que a todo relato lo direcciona, de una u otra manera, la muerte. Con Facundo nos hicimos amigos cuando nos suspendieron, a nosotros y a varios más, por apedrear el portón del gimnasio. También, porque otro pibe más grande me tenía de punto y Facundo, porque le caía bien por no sé qué motivo, me protegía. Además vivíamos cerca y viajábamos todas las mañanas en el 624 ramal Mocoretá. A mí me gustó de entrada: me flasheaba su forma de vestir, cómo hablaba, el poder que ejercía y, en secreto, me generaba un orgullo enorme que me hubiera elegido para ser su amigo.
Lobos tiene muchas heladerías, una o dos por cuadra en la calle céntrica. En total, ahora lo sé con certeza, son ocho heladerías en el pueblo. A la gente de Lobos le gusta mucho el helado, pero las heladerías también son una atracción. Los que vienen de afuera, cuando salen, toman un helado. ¿Qué hacemos esta noche? Vamos a tomar un helado, dicen. En Lobos hay demasiadas heladerías, un bar donde pasan reggae y rock nacional y se junta la turba sub-veinte, una confitería enorme, un billar, el museo de Perón, una iglesia, una plaza enfrente de la iglesia (con el pasto corto y muy cuidada, exactamente como había imaginado) y tres hoteles. El hotel Montevideo es el peor de todos. Está a dos cuadras de Provincias Unidas, al lado de una remisería llamada Paolo. Todas sus habitaciones recuerdan a uno de esos telos malísimos del conurbano bonaerense.
Cuando llegué aquel viernes, primero di algunas vueltas por Lobos y luego le pregunté a un viejo que andaba en bicicleta (recuerdo que pedaleaba despacio, como pedalean los viejos para no cansarse) por la calle Aguirre, estacioné y, en el lobby del hotel, tomando un café, me encontré con mi amigo. Primero miró su reloj como si yo hubiese llegado de sorpresa o demasiado temprano. Después sí, el abrazo.
—Loco de mierda. ¿Cómo estás? —le dije.
—Macho —me respondió y nos abrazamos con fuerza, sin soltarnos.
—No sabés. Me pone muy contento que hayas venido —agregó y me indicó con la mirada una silla.
En esos diez minutos, sucedió algo que a veces ocurre en los reencuentros: los años, el tiempo, dejan su huella y no resulta sencillo retomar el trato de antes. Hablamos un poco y de repente nos quedamos en silencio, sin temas para tocar, incómodos.
—Vení que te muestro el hotel —sugirió para sacarnos la modorra.
Con una taza de café de filtro en la mano, recorrimos el Montevideo. Él caminaba delante, abriendo y cerrando puertas al azar. Noté que estaba más flaco, bastante más flaco que antes: la ropa le quedaba holgada. Y estornudaba mucho, como si sufriera una alergia.
Recorrimos la planta baja por pasillos mal diagramados que se entrecruzaban, se dividían y, el principal, se daba de lleno con un jardín interior de dos por dos, con una silla de plástico, algunas macetas y poco más. Realmente deprimente. Una escalera llevaba al primer piso, con dos habitaciones. Volvimos.
—¿Y eso? —pregunté, por otra escalerita que bajaba casi llegando al lobby.
—Ese hueco guarda mugre y nada más —dijo.
Después busqué mi bolso y lo dejé en una habitación, la número cuatro. De las mejores, me dijo mi amigo, pero para mí eran todas iguales y no noté ninguna diferencia más allá de una ventana corrediza que daba a aquel jardín tristísimo.
Porque tenía que limpiar y preparar el hotel para las dos o tres reservas que tenía, Facundo se disculpó y me pidió que volviera un poco más tarde. O me quedara en el lobby mirando televisión. O pegara una siesta.
—Vos me hablás de cena y yo todavía no almorcé.
—Andá al bar de la esquina —me dijo y agregó —¡Que bueno verte! A la noche tenemos que hablar.
—Dale, nos vemos después.
Pero, en realidad, esa noche hablamos poco. Y yo me fui, almorcé una hamburguesa completa con jamón, queso y huevo duro y fui al museo a ver los bustos de Perón, su escritorio, cuadros y pinturas. Después manejé hasta la laguna de Lobos: un hilo de camino barroso, entre campings, pescadores, calles de tierra y parrillas arruinadas. A eso de las cuatro comenzó a llover. Primero unas gotas sin ritmo, al rato se destapó la canilla de Dios. Cuando llegué al hotel no encontré señales de Facundo. Lo busqué por los pasillos, recorrí las habitaciones, miré televisión mientras una cortina de agua caía sobre la calle.
Cuando paró un poco pregunté por él en la remisería de al lado pero una mujer con permanente y lentes grises me respondió que no tenía idea. Esperé debajo del toldo un momento, luego entré al hotel, tomé la llave número cuatro y cerré la puerta de mi piecita.
Me dormí profundamente.
***
—Recorrí Latinoamérica de abajo a arriba. Me quedé en Colombia unos meses. Después viví en Puerto Rico y trabajé en un hotel. Conocí indios, yerbateros, putas, cantantes de rock. Una experiencia que te recomiendo mucho, Agustín. Te ayuda a crecer, a ver las cosas de otra manera.
—Sí, me imagino. Contame más —dije y Facundo me contó. Sin dar muchos detalles me fue explicando las cosas que vio y lo que hizo, la gente que le partió la cabeza. A mí me gusta que me cuenten historias, soy bueno para escuchar. Disfruto de las maneras, de los ritmos. El placer del otro, al rememorar, me contenta.
Después, cuando se quedó vacío, agregué:
—Te quiero hacer una pregunta.
Hice una pausa. Unté en limón un pedazo de milanesa de ternera, la pinché y me la llevé a la boca.
—¿Qué pasó con esta chica Laura? —pregunté.
Y Facundo hizo lo mismo: chorreó limón y masticó por un rato.
—Nada, me cansé, necesitaba irme.
Y no dijo más nada. Necesitaba emborracharlo, pensé, pero solo tomaba cuando tenía ganas de charlar y no viceversa. Al final no hablamos demasiado, ni tampoco me contó aquello que me quería contar. Yo no insistí: tenía tiempo.
Cuando terminamos de cenar me dijo algo que solo me quedó por la incomodidad que podría traerme por la noche.
—Si más tarde escuchás ruidos, música, golpes, no te preocupes, son los del boliche de atrás. A veces los viernes joden bastante.
Le respondí que no había problema. Pero más tarde escuché música africana y gritos y saltos que venían de no sé dónde y no supe, entonces, si los escuchaba entre sueños, medio dormido porque Facundo me había sugestionado al mencionarlos, o porque realmente esos ruidos estaban ahí.
***
Al levantarme encontré en la recepción a una mujer gorda y un poco encorvada, de rostro macizo y con orejas muy chiquitas, que me sirvió el desayuno y me contó que mi amigo dormía.
—Dejó dicho que lo espere para almorzar —y me mostró un papel garabateado, con letra dispareja y desarticulada. Yo pensé que esa no era la letra de Facundo.
En el lobby había una pareja de viejos, que mojaban las tostadas en el café con leche y miraban hipnotizados la televisión. Afuera ya no llovía pero el cielo estaba muy gris y se notaba que hacía mucho frío. Cuando la mujer vino a ofrecerme más café le pregunté por el boliche del fondo. Me dijo que no sabía nada sobre ningún boliche. Le conté sobre los ruidos y la música. Ella levantó los hombros. Después salí afuera y di la vuelta manzana: del otro lado solo había una casa vieja, hecha bosta, nada más. Empecé a caminar, sintiendo el viento helado en la nariz. Entré a la estación de trenes, compré cigarrillos en un kiosco y, al volver, me crucé con aquel viejo que andaba en bicicleta, tambaleándose de un lado a otro.
—¿Cómo le va? —me dijo, deteniéndose en seco.
—Bien, paseando.
—¿Le gusta el pueblo? Puede visitar la lagunita, con la tormenta deben estar picando de lo lindo.
—Fui ayer. Igual, vine a visitar a un amigo.
—¿El del hotel? —preguntó el viejo, sacándose una cascarita del labio y tironeando hacia afuera. Me pareció que le salía un poco de sangre.
—Sí, ¿lo conoce?
—Ah —dijo el viejo. Luego tiró la cascarita y, sin despedirse, recomenzó el pedaleo.
Volví temblando de frío al hotel, con ganas de acodarme frente a la estufa o seguir durmiendo. ¿Qué podía hacer? Al verme, me encaró la recepcionista. Me habló muy de cerca y yo sentí un tufo agrio que brotaba de su boca.
—Le tengo que pedir un favor. Me acaba de surgir un imprevisto y me tengo que ir un momento. El señor duerme abajo y tengo orden de no despertarlo. ¿Podría quedarse a cargo? No será más de media hora, cuarenta minutos a lo sumo.
No me negué; tampoco tenía mucho para hacer. Al rato, cuando me quedé solo, tuve la idea de despertarlo. ¿Abajo? ¿Facundo dormía abajo? Pensé en aquella escalera que descendía a pocos metros del lobby. Descendí los peldaños y llegué a una puerta que parecía muy vieja. Estaba cerrada. Volví y busqué una llave extraña, que no coincidiera con las otras, porque la abertura parecía angosta y profunda. No encontré ninguna. Busqué con paciencia en los escondrijos del mueble y, dentro de un vaso de plástico, descubrí una llavecita de bronce, de un solo diente. Apoyé la oreja en la puerta. Entonces metí la llave y abrí sin hacer ruido. El aire estaba enviciado, olía mal. Apoyando la mano contra la pared avancé, tanteando. Una luz débil se colaba de la puerta entreabierta. Y de pronto comprendí que aquello que tenía delante era, sin dudas, una jaula.
***
La jaula ocupaba el centro de la habitación: era bastante grande, del tamaño de una jaula de tigre o de gorila. Cuando me acostumbré a la oscuridad, noté un camastro, una pelela de plástico y una bombita que colgaba del techo. Había también un televisor de catorce pulgadas con la antena achanchada hacia un costado. En ese momento escuché el ronquido y sentí un miedo profundo. Cuando quise volver, trastabillé con algo de metal. El sonido fue hondo y retumbó por todas partes. Entonces algo se desperezó dentro y emitió un gorgojeo: esa cosa no era, no podía ser Facundo. Justo antes de salir corriendo, como un lince, de aquella piecita, lo vi ponerse de pie. Si hiciera una lista de las cosas que me dan mucho miedo, miedo carnal, no miedo psicológico, la encabezarían los animales con rostro humano y los enanos. Una merluza con la cara de mi padre me hizo mear de miedo durante largos años de mi infancia; los enanos me generan pavor. Pienso que un enano, por su deformidad, es un ser depravado.
Más tarde, cuando llegó la recepcionista, me preguntó si todo estaba bien; le respondí que sí. Al mediodía, mientras ojeaba una revista vieja en el lobby del Montevideo, apareció Facundo. Tenía ojeras y parecía cansadísimo.
—Por tu cara conociste al jíbaro —me dijo, y colocó, con mucha lentitud, su mano sobre mi hombro.
***
Había encontrado al jíbaro encerrado en una jaulita de perro, casi muerto de hambre.
—Ahí comprendí por qué había pagado tan barato este hotel de mierda —me explicó.
Por algún motivo extraño se lo quedó, como si el jíbaro fuese una mascota, algo que no molesta. Todos los días le cocinaba y comían juntos; le compró ropa, lo vistió y lo cuidó. A veces tomaban helado: resulta que al jíbaro le encantaba. Tal vez, por el tema del encierro, le cayó simpático.
—Cuando descubrí su poder, todo cambió —dijo, mirándome a los ojos. No pregunté nada porque, naturalmente, Facundo pensaba contarme. El jíbaro era capaz de mudar su conciencia, de transferirse por un tiempo limitado a otra persona.
—Recordé que había leído libros que explicaban que algunos indios norteamericanos, por medio de rituales, sacaban su espíritu de la cárcel. El jíbaro saca su mente del encierro a través mío. Yo lo dejo, lo dejaba, pobre jíbaro, está casi ciego, medio muerto. No te puedo explicar el terror y la emoción de la primera vez. Es raro ser otro. Ves las cosas desde otra óptica. Vamos a lo básico: medir noventa y cinco centímetros te cambia la percepción de todo. Pero también, de alguna manera, me quedan rastros de su memoria. Lo fui descubriendo con el tiempo, es decir, aprendí. Cuando aprendí fue que empecé a asustarme: el jíbaro es perverso.
Por haber visto al jíbaro, creí de inmediato toda la historia. De nuevo, mientras me hablaba, me vino la imagen de mi amigo encerrado pero esta vez interpolado en la figura de un enano de un metro, oscuro, curtido y asqueroso.
—Vos sos un reverendo hijo de puta —le dije.
—Sí, ya lo sé. Pero ahora necesito tu ayuda.
Y me explicó que el jíbaro se estaba zarpando, que cada vez se transfería por más tiempo, que todo el asunto se le estaba yendo de las manos.
—Necesito tu ayuda para matar al jíbaro, Agustín. Yo no puedo solo, el guacho, si me toca, se me puede colar. Además no me animo. Tenés que ayudarme.
Y yo, por más asco o miedo que tenga, no sé decir que no. A veces doy vueltas, pongo excusas, pero al final, de una manera u otra, me convencen. Facundo me convenció y juntos decidimos asesinar al jíbaro esa misma noche.
***
Comencé a pensar en las posibilidades de la transferencia de conciencia: me imaginaba a punto de rendir un examen dificilísimo en la facultad, sin saber nada, y transferir a mi cuerpo la mente de un doctor en kinesio. En otras circunstancias el cambio podría ser terrible: estar atrapado dentro de la mente de un bajista que tiene que dar un concierto. Me pensé explicando que yo no era yo, que había olvidado todo, que en realidad no sabía tocar un solo acorde.
Sin embargo, no era tan sencillo. Según me contó, para plasmar el puente con otra persona, primero debía ocurrir un pequeño ritual. Hacía unos meses entró a la jaula del jíbaro y ambos bebieron un brebaje muy fuerte. Después bailaron y el jíbaro, que no tenía nombre o Facundo no lo sabía, recitó unas palabras y apoyó la mano sobre su panza. A partir de ese momento, solo bastaba el contacto entre ambos para que el jíbaro mudara su conciencia. Había un enlace psíquico, una autopista mental, me explicó.
—Ahora me toca y listo. ¡Pum! —agregó Facundo.
Aquella vez el cambio duró unos treinta minutos. La última, alrededor de ocho horas. ¿Qué hace el jíbaro cuando está libre? le pregunté a mi amigo.
—Pasea, mira televisión, se va de putas, compra helado. No sé bien. Creo que se está volviendo un poco peronista —me dijo, y comenzó a reír. Yo no podía, pero me gusta que la gente encuentre humor en los momentos más complicados de la vida.
Eso ayuda mucho.
—¿Y porqué no lo soltás y a la mierda?
—No quiere. Está viejo, ciego, no podría valerse por sí mismo. ¿Qué comería? Además: ¿lo imaginás suelto en el pueblo? No, hay que matarlo y listo.
Facundo tenía un revólver viejo. Ninguno de los dos, nunca, había disparado un arma. No teníamos cultura para eso, ni fibra, sencillamente no sabíamos. Recordé un cuento que había leído hacía mucho en el cual un personaje tiene que matar un perro. Durante todo el relato está seguro de que puede pero, al llegar el momento de la verdad, se paraliza. Al final le tira una sábana y lo destroza a palazos. Le conté esto a mi amigo y decidimos que era una buena opción. Algo me confortaba: el jíbaro no parecía un hombre. Entonces, mientras nos emborrachábamos con vino tinto, me mentalicé en sentir al jíbaro como un perro.
A las doce nos preparamos: yo con una frazada en una mano y una pala puntiaguda y oxidada en la otra, Facundo con el revólver. En este orden abrimos la puerta, prendimos la luz, bajé las escaleras. Mi amigo esperaba desde el rellano: él no iba a hacer nada, estaba solo por las dudas. Menos mal. O no. Porque el jíbaro no estaba dentro de la jaula. Recuerdo la voz de Facundo cuando gritó:
—La concha bien de mi madre. ¡Se escapó!
Pero el jíbaro no se había escapado, o no del todo. Mientras yo pateaba cajones e inspeccionaba la habitación, una sombra diminuta se escabulló desde un rincón y subió las escaleras. Sus piernas agrietadas treparon los peldaños con rapidez y antes de que Facundo pudiera reaccionar, el jíbaro apoyó la mano en su panza. La transferencia fue instantánea y no llegó a descargar el arma. Todo hubiera sido mucho peor. Las cosas sucedieron así. Primero sus ojos se volvieron oscuros: le cambió el gesto, la postura, la dureza del cuerpo. Después, comenzó a temblar. Esto no fue más que un segundo, porque entonces giró, le dio una patada al jíbaro y este cayó por las escaleras hasta aterrizar a mis pies. El otro cerró la puerta y escuchamos unos pasos que se alejaban. Nunca más supimos de él.
***
Desde hace seis meses que vivo en Lobos; ahora estoy a cargo del hotel Montevideo y cuido de Facundo. Por las noches tomamos helado, escuchamos música y charlamos de política. Quizá por el aire que se respira acá, hablamos de cosas como justicia social, igualdad y profundización del modelo. Mi amigo no la pasa tan mal, se va acostumbrando: está cada día más viejo, casi postrado, no ve absolutamente nada. Con el correr del tiempo va accediendo a la memoria del jíbaro y recupera imágenes, caras, pero por sobre todo paisajes. Eso le divierte. Como pedazos de sueños, no siempre es sencillo descifrarlos, me dice. Después me cuenta sobre estos recuerdos, qué cree que significan. A mí me gusta escucharlo: su voz es finita, habla desde la oscuridad, tose.
Publicado en Revista Ese
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