Púrpura

Me despierto por la ausencia de su olor o el ruido. Pasos que descienden y, de a poco, se cuelan en mi sueño. Estoy sola y escucho como la planta de los pies de Andrés se pegotean en la madera de las escaleras. Camino despacio hasta el ventanal apoyándome en el mueble de fórmica que usamos como escritorio: debajo, en el jardín, Andrés está sentado en el borde de la pileta. Ahora, un poco más despabilada, es sencillo distinguir como introduce sus dedos en el agua sucia y los hace girar como un remolino humano.

***

Mamá y Paola están sentadas de frente al sol en unas reposeras multicolores. Cubren sus caras unos anteojos oscuros.

– ¿Qué vas a hacer?

– Nada, por ahora esperar. ¿Qué otra cosa puedo hacer?

Detrás de los lentes Paola cierra sus ojos verdes.

– Dicen que esta noche va a llover.

La Alemana se inclina y suavemente, para que no se le resequen, unta sus labios con crema de cacao.

– ¿Hasta cuando? – dice, y luego agrega – Ese miserable no se puede rajar así como así.

– En todo caso la que se rajó soy yo – dice mamá levantando una mano, dando a entender que ya está harta de hablar de lo mismo. Entonces se endereza y menciona que esa agua debe de estar criando mosquitos. Habría que limpiarla, menciona y luego gira la cabeza hacia el jardín de la quinta: el pasto crecido invade la loza y los canteros. Paola se pone de pie y busca los dos vasos largos con gancia y bitter que ha dejado en la cocina. Trae también una mesita de plástico blanca que se apoya, tambaleante, formando una X. Como todas estas tardes en el Tigre, después de una hora de jugar a las cartas, mamá dirá a bañarse y mi hermano Andrés golpea sus muñecos con una patada feroz.

Más tarde comemos milanesas de berenjena. Son las diez y cuarto y mamá discute por teléfono con Alfredo. La Alemana nos dice arriba, vayan arriba, a sus habitaciones. Con desgano subimos las escaleras. Primero yo, después Andrés con su cuerpo fofo, a punto de caerse, porque en realidad una casa de dos plantas no es un buen lugar para un chico como Andrés. La madera cruje con el peso de nuestros cuerpos jóvenes. Afuera se escuchan algo así como murciélagos aleteando sobre las tejas, abejorros que se pliegan y copulan en pleno vuelo, sin ningún punto de apoyo. Se escucha el rumor del viento sobre las tejas.

Por segunda noche consecutiva Andrés me dice que le duele y se señala la entrepierna. Le digo que no, que no quiero verle el pito, que todo va a estar bien si se detiene un poco. Contale a mamá, sugiero con vergüenza. ¿La Alemana? La Alemana es una turra de mierda, tartamudea Andrés, imitando mi tono de voz.

Cuando se hace de día ocurre el primer pájaro. Es un pájaro turquesa el que aparece flotando en el agua podrida de la pileta, con el pico mirando el fondo, pequeño y triste. La Alemana intenta sacarlo con una cacerola de teflón pero lo golpea con la punta y el cadáver se aleja hacia el centro de la pileta, inalcanzable para nosotras.

– Ay, si hubiera un hombre en esta casa – dice Paola sin mirar a nadie en particular, menos a Andrés, pensando con melancolía que la mañana está demasiado húmeda y pesada y con razón, claro, los pájaros van a caer en la frescura opaca del agua.

***

Esa noche por fin llegó la tormenta que pronosticaba desde hace varios días la televisión: hubo ráfagas de viento, sacudones sobre el techo, miedo, mucho miedo. Pero antes, a la tardecita, los cuatro vagamos por los brazos del Delta en un bote a motor que conduce Paola. Le preguntamos por qué le dicen la Alemana, ella responde que no sabe. Pero yo sé que si y lo observo a Andrés, semi-dormido con un hilo de baba chorreándole de la comisura de la boca. Está vestido con un carpintero y una remera amarilla muy holgada. Tiene los brazos desnudos, llenos de pelo. Usa una gorra con visera y tiene la cara cubierta por protector solar.

– Vení que te ayudo – digo y me inclino para esparcirle la crema por el cuello. Andrés ronronea como un perro contento.

Pareciera que no hay peces en esta agua oscurísima, un agua repleta de barro que va abriéndose entre islas y yuyos y luego más islas, yuyos y mosquitos. Una tierra que no se extiende, que parece deformarse como una mancha de tinta.

A medida que avanzamos los perros ladran desde los jardines o los techos de chapa de las cabañas. La Alemana tuerce el bote y ahora el viento nos pega directo en el rostro. Siempre me voy a acordar de este viento azul en la cara. Cuando me doy vuelta, Andrés está introduciendo un dedo en el agua y se lo chupa.

– ¡Sacá eso de ahí, nene roñoso! – grita mamá.

Andrés pone cara de miedo y asco, por el reto, pero también por el gusto a mugre del agua de río.

Más tarde comienza a hacer frío. Oscurece. Cuando encallamos, la madera gastadísima del bote se va arrastrando sobre la costa. Contentos corremos hacia la casa: tenemos hambre, pollo con ensalada, cuatro o cinco pájaros muertos flotando en la superficie de la pileta, arrancándole una mueca de asco a mi mamá y a la Alemana.

– Viene el martes a la mañana. Así me dijo. Quiere arreglar las cosas.

La Alemana sonríe.

Después de cenar y de cambiarlo a Andrés, mamá coloca las ciruelas que sobraron en una compota y prende un cigarrillo. El olor se siente desde el primer piso y Andrés se tapa la nariz. Corremos la cortina y por la ventana vemos, como si todo esto fuese un sueño, la docena de pájaros muertos, mientras el viento sopla y la llovizna comienza a golpear en los ventanales. Ninguno entiende, ni Paola ni mamá, Andrés mucho menos, porqué todos los pájaros del Delta se van a morir a esta casa con pileta donde pasamos nuestras vacaciones de verano. Se me ocurren un montón de lugares muchísimo más apropiados donde uno podría caerse muerto. Cualquiera menos este. Es como un paneo de plumas que cubre el agua, mientras la lluvia, como un bálsamo que nos distrae, repiquetea en nosotras.

***

A la mañana siguiente sacamos algunos con una pala y los tiramos en una bolsa de consorcio, pero después es como si nada: otros ocupan el lugar de los que ya no están, se acercan y caen silenciosos en picada. Qué pájaros estúpidos, dice mamá, y yo pienso igual que tu dolor mamita, igual que el dolor de Andrés, el mismo de todos nosotros, aunque todavía no lo sepamos y seamos demasiado jóvenes para entender el cruel e inestable dolor de la infancia.

– Viene el martes a la mañana. ¿Qué pensás? – pregunta mamá al tiempo que camina alrededor de la pileta.

– No importa mucho lo que yo piense.

– ¡Ay Paola!

– Lo que no quiero es un despelote acá. Por los nenes y por mí.

Mamá se acerca a la puerta de la cocina y se queda mirando el jardín como un guardavidas con prismáticos, pero lo único que alcanza a ver es una pileta sucia tamizada por pajaritos muertos. Y si pudo ver otra cosa no lo sé, lo que pasó fue así como te lo estoy contando. Alfredo vino ese mediodía, habló con mamá y después paseamos los cuatro por el río. Más tarde fuimos a la feria., todos con mucho cuidado para protegerlo a Andrés. A la noche, después de cenar, tomaron café. Más tarde Alfredo se fue porque no podía quedarse a dormir, así que manejó de regreso a Buenos Aires. Al día siguiente mamá pareció dar a entender que se habían arreglado pero que, de ningún modo, iba a volver a pasar por lo mismo, por más que lo quiera mucho o poco. No se tropieza dos veces con la misma piedra. Y Paola se reía, decía que no podía ser, que mamá era una pelotuda. Así que Alfredo no tuvo nada que ver. Yo creo que fue un accidente. Esa noche Andrés había bajado las escaleras del primer piso, llegó al jardín y se sentó en el borde de la pileta, rodeado de todos esos pájaros que iban a ahogarse ahí. Recuerdo que, cuando lo sacaron los de la intendencia, estaba negro, tenía costras en la piel y olía muy mal. Yo miraba las bambas de pasto ulular con el viento.


Aire fresco


Son las once de la mañana y debe ser mamá la que golpea así. Va a esperar que saque el cuerpo de la cama, me ponga las pantuflas, abra la puerta. Quizá proteste por la poca ventilación o esa mugre seca que imagina desde la puerta, amontonándose en todas partes. Por qué nunca entra, solo se limita a refunfuñar un buen día, a maltratarme con esa mirada ridícula, como si no acabara por reconocerme o me confundiera con otro. En realidad no la culpo. A veces yo también me quedo frente al espejo un rato antes de abrir la puerta y manotear el desayuno, me quedo frente al espejo, sin saber bien que cosa busco en la cara, que sombra o gesto queda de mí en esta cara gorda que me mira. Es que soy un gordo asqueroso, solito me doy cuenta. Ni falta hace que mamá me lo refriegue cada vez que golpea la puerta a las once en punto de la mañana. Pero siempre me termino por levantar, siempre, pensando que debe ser mamá, que la vida nunca trae sorpresas, que yo no quiero sorpresa alguna que trate de tirarme la puerta abajo a las once de la mañana. Me interesan las facturas y el diario, solo eso, a veces alcanzarle el lazo de Laucha, que lo haga hacer pis, que sienta el aire de la plaza en el hocico.

Es mamá, no hay vuelta que darle. El pobrecito de Laucha gime, tampoco le gusta salir, se me ha acostumbrado tanto al encierro, al aroma de los papeles de diario que cubren la cocina que el exterior, como a mí, le da pánico. Acaso le moleste la luz, esa cosa brillante que demuele los objetos. Pero mamá no comprende. Me mira con asco. Piensa que estoy demasiado gordo, que las estrías en los brazos son repulsivas, además las varices, que por lo menos tendría que sacar al Laucha, dar la vuelta manzana como un perro, como el mismísimo Laucha, perro viejo y tonto. Pero al rato mamá vuelve con la correa atada alrededor de su muñeca. El desayuno rico, comento por decir algo. Ella dice que sí, me alegra que te guste, pero después se queda callada, incómoda, como si no supiera que hacer conmigo.

No vuelvo a ver a mamá hasta que anochece, cuando me trae la cena. El resto del día se pasa lento: meriendo, leo el diario, chateamos, escucho un poco de música. Después dormito hasta la hora de mirar por la ventana. Todos los días a las seis el paseador de perros recorre la Plaza Irlanda. Es un muchacho alto, desgarbado, que usa una gorra oscura con visera. Habitualmente lleva seis o siete perros, siempre, desde un año atrás, un galgo ruso gigantesco, con un pelaje sedoso y platinado. Los otros perros cambian a lo largo de los meses: caniches, dálmatas, ovejeros, perros cruzados. El muchacho suele girar por la plaza para luego soltar a los animales en un corralito. El galgo ruso camina unos pasos, olfatea el aire y se apresura a tumbarse en la arena con el hocico erguido. A la media hora el paseador y el galgo desaparecen de mi vista hasta el día siguiente.

Tengo que limpiar la porquería del Laucha. Me da reverendo asco y la porquería se acumula en los rincones o en el baño. A veces la voy empujando con el pie hasta el balcón, y queda ahí, maloliente. El Laucha es tan mugriento como yo, cosa que siempre dijo mamá. Tal para cual, la pareja perfecta. El bicho no es tan gordo, pero francamente es un pobre espécimen de perro. Por algo le puse Laucha, está medio cojo, no ve bien y es terriblemente vago. Hay ocasiones en que come acostado, todo por no levantarse, o recorre el departamento arrastrando la panza, con las patas traseras casi muertas, inútiles. Cualquier otro no podría ni comer ante la presencia de semejante cuzco acostado a tan solo unos metros. La cosa es que tengo que limpiar la porquería de mi perro. Recién pensaba que bien podría tirar la caca por la ventana. A nadie le importaría. Acá me tienen como un enfermo pero, por sobre todo, le tienen un respeto enorme a mamá. Lo que sucede es que sería muy gracioso esto de un pedazo de mierda cayéndole en la cabeza a una señora. Me parece que lanzaría una puteada, un gesto obsceno hacia arriba. En fin. Imagino que limpiaré después de comer. En realidad es bastante difícil que tire la mierda hacia abajo.

Ahora que lo pienso, una cosa extraña son las manos. Siempre me llamaron la atención, quizá desde que mamá me contó que se enamoró perdidamente de las manos de mi padre. Me pregunto cómo serán mis manos, pero me cuesta trabajo identificarlas. A veces siento que mis manos no me pertenecen, como si mis manos no se correspondiesen del todo con mi cuerpo. Le tendría que preguntar a mamá, pero a ella no le interesan estas cosas. Hablando de ella, hoy no ha querido sacar al Laucha, dice que está meando sangre, que le da asco. Sencillamente no quiere. Yo no lo pienso sacar. No bajaría a la calle por nada del mundo. Ni siquiera por el Laucha.

A las once de la mañana mamá golpea. Me alcanza el desayuno y el diario. Luego da media vuelta, sin mirarme. Me deja con la correa en la mano y con la palabra Laucha a punto de salir de mi boca. El perro no se ha levantado, sigue meando sangre, cagando blando. Me tiene un poco triste. Creo que se muere. Yo no creo que un perro presienta la muerte, no creo, pero la verdad es que nunca se sabe. Eso debe ser terrible. El presentimiento digo, aunque tal vez, al envejecer, uno se va acostumbrando a la idea. O se cansa de las cosas, que es lo mismo. Pero el Laucha no puede saber nada del cansancio, de las ganas de morirse de una vez por todas. La muerte ajena es una cosa muy distinta a la muerte de uno. Y el Laucha se muere. Nada que hacerle. Y por si fuera poco está sufriendo. Me doy cuenta por los ojos, también por la lengua, tan reseca y ajada.

Ahora va llegando lo que te quiero contar, todo el resto, lo anterior, es preámbulo, excusa para qué te des una idea más clara de mi vida. Que mi único divertimiento es un pibe que cumple su trabajo siempre a la misma hora y mi único compañero, el único que tengo, es un perro demacrado y moribundo. Este perro del carajo que se muere sin remedio. Y aunque no lo creas, aunque sea inmensamente difícil imaginarme a mí, a esta bestia, tengo ganas de llorar. Si se muere el Laucha yo me pudro. No tengo más que el Laucha, no tengo otra cosa.

Si, tenés razón, prometí contarte. El Laucha comenzó a gritar bien entrada la madrugada. Supongo que hasta los vecinos lo oyeron. Hay veces en que sueña con dios sabe qué, es que no imagino que puede soñar un perro, la cosa es que sueña, se pasa un buen rato gimiendo, hasta que le grito Laucha y se revuelve en su colcha. Pero anoche comenzó a gritar distinto, a sufrir a gritos, no sé explicarme. Yo no supe que hacer. Lo levanté como pude y lo encerré en el baño. Después cerré la puerta con llave. Lo dejé así el resto de la noche, sufriendo, arañando con las patas de adelante la madera de la puerta.

Mamá llegó como siempre a las once de la mañana. Se espantó con esos gemidos cansados, que no eran aullidos ni nada, gritos te digo. Mamá entró con mucho miedo, como si algo le dijera que sí, que esta vez podía entrar al departamento. Y me miró con curiosidad, sin repulsión, como si en verdad quisiera al perro o me quisiera a mí. Luego, muy despacio, los dos entramos al baño. Ahí estaba con el estómago inflado y acurrucado en un charco de sangre seca. Entonces mamá se puso a llorar, así como así, de la nada se puso a llorar. Es que estaba vivo, aunque ninguno podía entender como seguía vivo el Laucha. Ella no quiso preguntar cómo fue que lo había encerrado en el baño, cómo era posible que un gordo hubiera hecho algo así, yo, este gordo, con el perro que tanto quería. No lo dijo pero sé que lo pensó. Por eso se fue corriendo cuando se le ocurrió que, por hacer una cosa como esta, yo estaba podrido, completamente podrido de pies a cabeza.

Es estúpido pero volví a quedarme tildado. La puerta del departamento abierta. El desayuno abandonado en el mueble de la cocina. Como el Laucha se había quedado tranquilo lo dejé en el baño. Después hice lo de siempre. Ese día fue en verdad terrible, el más terrible que me tocó vivir. Cuando comenzó de nuevo me decidí a llevarlo. La idea me llegó como una descarga eléctrica, no se bien cómo, de una forma repentina, con una potencia distinta, como si ahora pudiera, como si las cosas fueran de pronto demasiado obvias para ignorarlas. No sabía donde. Sacarlo nomás. Cuestión de preguntarle al encargado. Entonces lo levanté temblando como la gran puta y lo envolví en la frazada bordo de mi cama. Y después de no se cuántos años esperé el ascensor y salí del edificio.

Ni una sola vez quise mirarlo a los ojos, tenía el pelo pegoteado, los músculos rendidos, una baba verde que le goteaba de la lengua. Tenía trozos de lágrimas hundidos en el hocico, un caminito de hormigas, algo por el estilo. No quise saber más. Como te contaba, tampoco quise mirarlo a los ojos, algo me indicaba que, de mirarlo, el recuerdo de esos ojos me desbarataría. Cuando llegamos al primer piso el encargado nos miró con horror. Quiero decir que miró el bulto ensangrentado, o tal vez a mí, y en verdad se espantó. Dijo que pediría un remís, que a unas pocas cuadras había una veterinaria. Como el coche no llegaba decidí caminar. Si me preguntás que sentí en ese momento con el Laucha a cuestas, andando afuera, no sabría que decirte. Puede que no haya sentido nada. Crucé la calle para el lado de la plaza, pensando que es mas corto, que por el medio se llega más rápido a la avenida. Sentido común. Pero me olvidé de un detalle. Ese detalle. El que ahora pensás. Es que el muchacho estaba ahí, sosteniendo en su mano una correa elástica que culminaba su recorrido en el cuello sedoso del galgo ruso. Estaba ahí, como si quisiera humillarme con su larga trompa de lobo, esos ojos grises y el cuerpo esquelético y hermoso cubierto por su pelo brillante. Sentí que en ese momento posaba para mí y quise olvidarme de todo, olvidarme de mí, del perro, de toda esa gente echada al sol. Me lo quedé mirando un rato, sintiéndolo tan cerca, tan hermoso, hasta que el Laucha se quedó bien quieto, hasta el instante en que la pata izquierda dejó de temblar y quedó colgando sobre mi pecho.