Volver a Blanchott, siempre

¿Y si escribir es, en el libro, hacerse legible para todos e indescifrable para sí mismo?

Maurice Blanchott

Chicos en Kosovo (Segunda entrega)



     En alguna parte de Chile hay un lago de sal tan poderoso que los viejos se sumergen y salen convertidos en momias radiactivas. ¿Qué efecto produce el exceso de sal en el organismo? ¿Y en la mente?

      Me acuesto con medias y me tapo con una frazada de lana hasta la nariz; me hago bolita, me enrosco y me duermo enseguida. Tengo unos sueños raros y profundos, llenos de imágenes luminosas, que por la mañana no recuerdo. Tengo memoria, sí, de que con Sofía y Julián arreglamos para salir el sábado por la noche a un bar de Almagro, un bar donde pasan buena música y la birra es un golazo, dicen. Podemos invitar a Verónica, aclaran, para convencerme. Verónica es amiga de Sofía, licenciada en antropología, profesora en un colegio secundario de La Boca, alta, bonita.

     En la calle me mareo por la helada o el cansancio; cruzo Rivadavia y en un kiosco compro un alfajor triple de chocolate y una gaseosa de medio litro. Pongo todo dentro del morral y prendo un cigarrillo mientras espero el 136. En el colectivo, a pesar de que hay asientos individuales libres, me siento en uno doble, al lado de la ventanilla, y escucho en el Ipod los doce tracks de un grandes éxitos de Joy Division, mientras miro a la gente, los coches, un local de ropa deportiva que comienza a levantar la persiana.

     Me bajo cerca de la estación de Bella Vista y camino hasta la Plaza San Martín por un calle arbolada. La primer encuesta de la mañana se la hago al dueño de una fiambrería, un muchacho rubio de treinta y dos años llamado Aníbal, que se queja del tiempo, del poco trabajo y la inmigración china en el barrio.

    Julián dice que tenemos aguante de sobra. A mi el concepto del aguante me da un poco de risa. ¿Qué significa tener aguante? ¿A quién le importa? Es sábado al mediodía y nos invitaron a  comer un asado en Hurlingam; bajamos del Sarmiento y caminamos, mirando un plano fotocopiado, tres cuadras hasta una farmacia y luego por una calle angosta, repleta de claridad y de casas americanas con jardines. Tocamos el timbre y después de abrazarlo al Rey, cruzamos un pasillo húmedo lleno de vigas y tambores oscuros de metal, hasta una escalera caracol que tambalea y cruje, no se queda quieta. En los descansos hay malvones y macetas con cactus diminutos con flores extrañas como órganos extraterrestres.

     – Arranquen por acá muchachos – dice el Rey y nos señala otro pasillo con sillones de mimbre, acrílicos plateados y telares de gamuza colgando de ganchos enormes y oxidados que descienden del techo.

    Ya en la terraza nos sentamos en unas banquetas ubicadas en ronda, de cara al sol y a una parrilla de ladrillo a la vista donde, a fuego lento, se tuestan las tiras de asado y las achuras. Respiro hondo y siento el olor de cada uno de los amigos, la carne, un aroma a menta mezclado con pis de gato. Así, de a poco, comienzo a encontrar mi lugar de pertenencia, el espacio que ocupo en el grupo y lo que se espera de mí. Una vez hecho esto construyo mis frases, cada comentario, mis reflexiones y risas, siempre efectuadas en el momento oportuno. Más tarde el Rey trae una mesa plegable con una sombrilla que no termina de abrirse, de colores gastados, amarillo, rojo y verde. Tomamos vino tinto y comemos una picada de queso y salame. Después del almuerzo me toca lavar los platos mientras un pibe de pelo largo y pecas que no conozco se ríe de los chistes de los otros. Yo lavo, raspo, unto la rejilla con detergente.  

     En la sobremesa uno de los pibes cuenta que, para hacerle la cola a su mujer, primero se humedece el dedo gordo en saliva y tantea la zona.

    – ¡No falla nunca, prueben! – dice.

    Antes de irnos, mientras los amigos terminan de jugar al wining en la habitación del Rey, me siento en el suelo caliente de la terraza a fumar con las piernas estiradas. Por un cielo despejado y excesivamente azul pasan unas nubes finitas y alargadas.

     Durante el viaje de regreso, desde Hurlingham a Caballito, me entretengo con el degradé urbano que crece a medida que el tren avanza. Escucho Velvet Revolver, Juana Molina, The Police, Mano Negra y así voy mirando las cosas como en un videoclip, bajo el tumulto de la música. Sé que, en el futuro, seguramente tendremos un Ipod intraorgánico que elija la música por nosotros. Julián, en ese momento, me saca de mi mundo interior para preguntarme si escuché la historia del Rey, su viaje a Sudáfrica, el safari, el asunto con los pigmeos. Le digo que si pero igualmente me cuenta todo desde el principio, sin olvidar detalle, y se ríe con fuerza al recordar cada anécdota.

Chicos en Kosovo (Primera entrega)


– A mi lo que me gusta de la música es que potencia los sentimientos. Si te pones triste, intensifica las ganas de estar solo, te hace rumiar a vos mismo, encapsular al dolor. En un buen día la energía se multiplica, algo brota desde adentro y comienzo a crecer: cantás, saltás, bailás. Al menos por un rato, lo que dura la droga o la emoción, ¿entendés? – le dice un pibe completamente rapado a otro, en el asiento de adelante del Roca. Miro su nuca: tiene un tatuaje en el centro, un espiral oscuro y una daga que lo traspasa. En el vagón el frío se cuela por las ventanas entreabiertas y para distraerme comienzo a desflecar los bordes del boleto en tiritas muy finas. Mientras tanto, escucho con atención: los chicos del frente hablan de música pop, de una minita linda que los histeriquea, algo de un partido de fútbol americano en el club Comunicaciones.

    Antes del mediodía estoy preguntando en la oficina de admisión del hospital por los papeles de Rubén Masvernat, atendido en la guardia el día sábado después de sufrir un choque frontal a la salida de la disco El Bosque. Me atiende una mujer de pelo enrulado, con ojeras, que habla mecánicamente, sin pausas, y después de quince minutos de espera en unas sillas de plástico color beige, me alcanza los papeles sin demasiadas preguntas.

     Vuelvo a las seis de la tarde, con una llovizna muy fina que cae arremolinada de un cielo casi complemente oscuro. Cuando el tren pasa frente a la cancha de Racing comienzo a enumerar los futbolistas del club que jugaron en la selección en los últimos años. Alcanzo a contar apenas tres y curiosamente me siento un poco decepcionado, triste, preguntándome si es culpa mía por desentenderme de las cosas que antes me importaban o si mi olvido, en realidad, es parte de una debacle futbolística bastante notoria.



     Al abrir la puerta del departamento me encuentro con Sofía sentada en uno de los puff del living, en calzas y con las piernas cruzadas.

    – ¡Hola! – me dice, con el entusiasmo de un colibrí.

Cuando me acerco para saludarla con un beso, Julián sale del baño tarareando una canción de los Ramones. Mientras conversamos camino hasta la cocina, prendo una hornalla y me refriego las manos, las froto y entrecruzo los dedos encima de la llama. Después me quito la campera, el buzo y el resto de la ropa y la pongo a secar en una percha de plástico. Las zapatillas las apoyo en el marco de la ventana, enfrentadas unas con otras.  

     – Fresquito ¿no? – dice Sofía cuando vuelvo en jogging, al tiempo que pica marihuana sobre la tapa púrpura de un libro.

    Después de fumar comemos una pizza recalentada en el horno y jugamos a enumerar las cosas que no nos gustan. Sofía menciona la vejez, extrañar, las canas, que le crezca el vello púbico, hacer dieta, que le ladren y la persigan los perros, levantarse temprano, el invierno. Julián el acné, mientras se rasponea la cara con los nudillos, que se terminen las vacaciones, el dolor de muelas, la resaca, correr el colectivo y no llegar. Cuando me toca el turno comento que ya no queda birra y propongo bajar a buscar. En una bolsa de almacén que encuentro al lado de la heladera pongo los envases y recién en el ascensor noto que el culito tibio de una de las botellas traspasó la tela de nylon y me mojó el pantalón a la altura de la rodilla. Saludo a Maxi, que está mirando un programa de preguntas y respuestas en un televisor de 14 pulgadas. Compro tres Heineken y un paquete grande de chizitos. De vuelta en el departamento, después de llenar los vasos hasta el tope, con mucha espuma, vacío el cenicero y digo dos cosas: primero que me molesta la hiperactividad de los chicos y luego que odio mi trabajo.

     – Tu trabajo no está tan mal, mirá el mío, el problema es trabajar a secas – agrega Julián.

     – Yo quisiera ser maquinista

     – ¿En serio?

     – Posta

     – O sereno

     – Ese es un trabajo de jubilados al borde de la muerte.

   – Yo tengo un tío que era domador de leones – y les cuento la historia del hermano de Pablo, Enrique Meiller, quién en los ochenta dirigió un circo bastante famoso en la ciudad de Cali, Colombia. Les explico que Enrique viajó por el mundo y que un día un borracho se acercó demasiado a la jaula y los leones le arrancaron un brazo a la altura del codo. Que el borracho levantó su miembro y corrió hasta caer desmayado al frente de la boletería. Les hago creer que los tres dedos de una mano que le faltan a mi tío están asociados a su antigua profesión cuando en realidad se los cortó a finales de los años 80 con la sierra de una carnicería, en José C Paz.


Una probadita tester de lo que estoy escribiendo


16.

    Me cambio rápido y, antes de salir, reviso si tengo señal en el celular. Nada, como ayer. Disfruto del viento, recorro el verde, doy vueltas. Por la mañana el aire es helado y posee partículas de limo o de polen que trae el viento. Más tarde, el aire adquiere aromas irresistibles y, con el transcurso de las horas, cuando llega el mediodía, alcanza su clímax. Las fragancias se evaporan al caer la noche: el viento ya no trae más nada o me resulta imposible distinguir los olores. La naturaleza me emociona, veo las hojas gigantes de un árbol muy violeta que rodea la base de unos arbustos. Desconfío de todo el mundo, menos de la naturaleza. Desde ahora, mi gran poder será desconfiar. Sigo caminando y de pronto tengo ganas de entrar en contacto con el agua. Quiero mojarme las manos, beberla: sufro la necesidad física de verla fluir. ¡Basta de vegetales!
    Rumbeo hacia la zona del río, escuchando mis propios pasos. Quiebro unas maderas finas que se amontonan en el camino ¿Dónde dejé el Ipod? ¿Y los cigarrillos? Busco en los bolsillos traseros del jean, en la campera. Los encuentro. Lo que me hace falta, ahora, es fuego. ¿Podré armar una chispa con un par de piedras y un poco de paja seca? Imposible. Me da fiaca de solo pensarlo. Soy una chica inútil de la ciudad. Cuando llego al río descubro un montón de conejos muertos, con el pelaje retirado hacia atrás. Un olor horrible. Tienen la panza abierta, con las tripas afuera, despellejados. Giro hacia atrás y corro de vuelta a la cabaña.          
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Me engalano




Dentro de un rato me voy a la Usina del Arte. Habrá un cocktail para escritores, un mural para sacarse fotos (¿?) escenas donde actores interpretarán algunos relatos, finalmente, una premiación. Según la grilla de actividades, los ganadores tendrán entre 30 segundos y 1 minuto para agradecer. Habrá combis para el regreso. Creo que va a ser divertido.

Desde Río de Janeiro

Viajen a pie, el mundo se deja comprender para los que caminan. Esto tiene mucho más valor que pasar cuatro años en una escuela de cine. Manténganse alejados de los Estudios. La Academia es el enemigo. Va a matar sus instintos. En lugar de ir a la escuela trabajen como chofer de taxi o como guardaespaldas en un club porno, hagan lo que sea para ganar el dinero para hacer películas. Pero sobre todo lean. Tienen que leer. Lean y lean y lean. Pero no teoría del cine: lean poesía, libros que enseñen sobre la profundidad del mundo. Si no leen, nunca serán cineastas.

Werner Herzog

Morphine: Viaje al fin de la noche

En la palabra morfina, entendida más allá de la idea de narcótico o analgésico opiáceo, aparece cifrado el concepto de un paisaje extasiado y onírico, casi sonámbulo. Mark Sandman –hombre de arena, literalmente– confesó en una entrevista: “Mi apellido es como los castillos que hacen los niños en las playas. Siento que vivo de imágenes que se construyen y destruyen en un solo día. Como Morphine, tengo algo de ensueño”.

Sandman fue el ideólogo, líder espiritual y vocalista de Morphine, agrupación de culto oriunda de Boston, Massachussets, que configuró uno de los sonidos más particulares de la década de los 90. Es más: distanciándose del movimiento grunge, donde las guitarras tomaban el protagonismo sonoro, Morphine se convirtió en un trío experimental, influenciado por el free jazz, el blues y la introspección rítmica –la música entendida como generadora de estados anímicos– para conformar uno de los sonidos más interesante del underground de la escena norteamericana de fin de siglo y, más tarde, puentear la música del nuevo milenio: sin dudas el indie y el post-rock le deben muchísimo a Morphine.

A principios de la década de los 80, el tour de force de Sandman alrededor del mundo fue bastante curioso y ayuda a comprender algunas cosas: hay fotos suyas a bordo de un barco pesquero, recorriendo la costa Atlántica de los Estados Unidos, manejando un taxi, leyendo a Allen Ginsberg, visitando amigos, posando en la banqueta de un bar en Madrid, acodado a la barra en un pueblo desconocido, deambulando por una jungla en alguna parte de África. Al regresar a Boston, encaró un proyecto de rock y blues alternativo llamado Treat Her Right y más tarde, en 1989, dio forma a Morphine, quienes editan su primer disco, Good, en 1992. A este le seguirán otros tres: el extraordinario Cure For Pain (1993), Yes (1995) y Like Swimming (1997).

Las influencias que Sandman supo metabolizar son múltiples: el bebop y el blues más un descreimiento de los sonidos de su época, sumado a una línea interpretativa basada en la improvisación musical y líricas con un fuerte apoyo en la literatura, desde la Generación Beat hasta Paul Auster o Charles Bukowski. En este sentido, no es nada raro que Morphine haya participado, por ejemplo, en el soundtrack de Kicks Joy Darkness, disco tributo a Jack Kerouac. En relación a la música de la banda (en una entrevista que puede encontrarse en YouTube), Sandman explica: “No importa si no sale perfecto. Es más válido el sentido que la perfección. Eso es lo que me gusta del jazz de los años 50 o 60. Thelonious Monk, Miles Davis tienen muchos errores y no importa: se pasa y la música continúa. Me gusta eso. Es más vivo, más espontáneo. En las grabaciones somos más perfeccionistas y creo que no es bueno. Espero que en nuestros próximos discos tengamos más errores".

Morphine, entonces, es un combo que va desde John Coltrane y Miles Davis, pasando por los Pixies, para recabar en el salón de los crooners legendarios de la música contemporánea: Tom Waits, Nick Cave o Leonard Cohen. El resultado es un power trío seco, intimista, profundamente visceral y vampírico, donde a la batería de Billy Conway se le suma el bajo de dos cuerdas de Sandman –dos cuerdas que, tensionadas, producen casi la misma nota– y el saxo barítono de Dana Colley, quien en ocasiones lo intercambiaba por un saxo soprano, tenor o bajo. Las guitarras se vuelven completamente prescindibles y el saxo puede tomar la posta. Esta es una de las maravillas del sonido de Morphine. Otra son sus letras: paisajes nocturnos, shots trágicos, una poesía especialmente visual, creativa y tenebrosa. Por último, la voz arenosa, subterránea y profundísima de Sandman. El combo de Morphine es letal y funda una variable musical dentro de los estereotipos del rock americano: el low rock o rock intimista, como lo llamaba Sandman.
 
En 1999, en un concierto en Palestina, Italia, Sandman muere de un ataque al corazón mientras cantaba “Supersex”. Una muerte trágica, inesperada, que desmembró a la banda. Después de Morphine, Dana Colley y Billy Conway fundaron Twinemen junto a la cantante Laurie Sargent. De Morphine quedan discos de estudio, una serie de recopilaciones, grandes éxitos y un B sides que editó la banda en 1997. Se está preparando, además, un documental que repasa la historia de su líder: Cure for pain: The Mark Sandman story
 

El cocinero

Acaba de salir del horno el número 23 de Esto no es una revista: El cocinero. Si miran bien, van a encontrar una nota sobre Morphine y su lider, Mark Sandman (que la gloria abanique tu garganta, Mark) que escribí hace un par de meses. Bon apetit.


¡Escapate a Plutón!



Realización y montaje: Paloma Schnitzer / Fotografía y cámara: Javier González Tuñón / Asistencia de dirección: Iara Rodriguez Vilardebó / Agradecimientos: Malena Schnitzer, Lautaro Mirco, Sergio Calvo, Ezequiel Azambuya.

Este video es parte del proyecto que estamos lanzando en Idea.me, para que Escape a Plutón llegue a toda la Argentina y más gente conozca nuestro club de libros salvajes. Entrá, compartí, apoyá:  http://ide.la/TaICBy

El zapatero

En Escape a Plutón estamos presentando un libro de Fabián Casas, por eso me la paso dando vueltas, buscando info, objetos maravillosos, ideas, poemas, etc. Así encontré este video que había visto hace un montón y me encanta.

Hay algo que me está faltando y no se bien que es

En el último año y pico trabajé como redactor para webs de salud, viajes, cruceros, ciclismo y cine; escribí sobre camionetas 4x4, di consejos sobre cómo alquilar autos en aeropuertos de todo el mundo y enumeré las mejores pistas de ski de Europa del Este. Escribí propuestas publicitarias para una empresa que dejó de existir, sobre indumentaria, restaurantes gourmet, hoteles de lujo y delivery de sushi, entre un montón de otras cosas; después trabajé para una revista lumpen y para una editorial gallega, haciéndome pasar por un especialista en salud alternativa: ahi fueron notas sobre terapias con vino, chocolate e idioteces parecidas. Después le tocó el turno a una tarotista madrileña y a una empresa en Extremadura que necesitaba textos sobre el devaluado mercado inmobiliario español. En el medio, escribí parciales y monografías universitarias, entre alguna que otra ponencia que no presenté en ningún Congreso. Un docente de Literatura Latinoamericana II me señaló que, x expresión de cierto párrafo, era demasiado casual para el registro acádemico. Respondí que era probable. Escribí ficción, notas sobre rock, críticas de teatro y de cine, reseñas de libros, para una o dos revistas que no me gustaban demasiado y otra que me encanta, para la que hoy todavía colaboro. Ordené un libro de relatos, escribí una o dos piezas por encargo y, hace un par de meses, me cebé con una nouvelle que, ahora, se encuentra en un lindo punto de cocción. Después empecé a ser comunity manager de mi propio emprendimiento, a escribir presentaciones, mails divertidos, a crear conceptos cuasi publicitarios mientras escribo - ¿cuándo no? - para una revista progre que paga a destiempo, otra de psicoanálisis y una revi cool y geek que lleva el nombre de un actor increíble: tendencias, bares con restó, periodismo cultural y gastronómico, lo retro y lo snob entremezclándose continuamente.        

Pasajes y reversiones del hombre murcielago


En la novela gráfica Knight fall -traducida aquí como La caída del murciélago- Bane no solo derrota a Batman, sino que lo deja moribundo, sangrando y con la espalda rota en el medio de una avenida de Ciudad Gótica. Lo que sigue después es la lenta recuperación de Bruce Wayne, recluido en su mansión durante meses bajo un estricto tratamiento médico, hasta su renacer, tanto físico como espiritual. Recuerdo especialmente una viñeta donde Alfred y Robin destrozan a mazazos un Porsche para luego arrojarlo por un acantilado: la truculenta excusa para explicar las lesiones que había sufrido Wayne. Bane, como se aclara en el cómic, es el primer villano que vence a Batman en un combate cuerpo a cuerpo. No es, sin embargo, la primer derrota de Batman, pero sí la más terrible por sus secuelas anímicas.

En Batman, el caballero de la noche, Christopher Nolan y su hermano adaptaron La broma asesina, entre otras historias y subtramas del universo Batman, y recuperaron parte del gran plus de aquella miniserie: el Guasón y Batman aparecían hermanados en un continuum de locura y perversión, en el límite mismo de la enfermedad psiquiátrica. Batman era representado como un esquizofrénico sumamente violento; del Guasón poco hay para agregar.

En El caballero de la noche asciende, Nolan vuelve a retomar no una sino dos novelas gráficas: la antemencionada Knight fall y No man´s land, que narra el hipotético fin de Ciudad Gótica. Ahora bien, entre la segunda parte de la trilogía y esta última entrega puede leerse un pasaje notable con respecto al eje temático y el núcleo conceptual de cada film: del terrorismo psicológico que ejercía el Guasón -tal vez el mejor villano de todo DC Comics-, al poderío físico y el débil imaginario proletario de Bane. Sin dudas se trata de un villano algo anacrónico y superficial, lleno de músculos, un verdadero prodigio del fisicoculturismo.
Históricamente todos los villanos clásicos ideados por Bob Kane se manifestaban como tales en el plano de la locura: el Guasón, el Pingüino, el Acertijo, Harvey Dos Caras, el Espantapájaros: personajes deteriorados por una crisis personal, alterados psicológicamente, pero con mentes criminales maestras. Cada uno funcionaba como símbolo de la otredad. El villano, aquí, es el otro absoluto, es decir, el monstruo. Bruce Wayne, atravesado por la rasgadura de la muerte de sus padres, es el otro, pero el otro que conserva su lugar dentro de la sociedad -aquí la máscara, el necesario alter ego- o bien que protege los lineamientos del statuo quo social. Este es un punto que Batman jamás podrá poner en crisis: su superpoder, como todo el mundo conoce, no es otro que su dinero.

Ahora bien: ¿por qué Nolan decide, después de transitar la locura y un enfrentamiento en el plano psicológico o mental, con todo lo que ello implica, después de dar forma a una película extraordinaria -El caballero de la noche-, por qué, entonces, decide trabajar con una historia cuyo eje conceptual descansa en la confrontación física? En esta transición aparece el primer signo de fracaso de la película. Los efectos de esta decisión argumental son múltiples.
En primer lugar, como nunca antes en una película de Nolan, el guión está lleno de incongruencias, problemas argumentales y personajes mal delineados. Al mismo tiempo, el corte que puede leerse entre una película y otra con respecto a su eje conceptual también revela, en su desfasaje, otros transformaciones curiosas: el caso más notable es el de Marion Cotillard, que pasa de ser una mujer hermosa, engalanada con vestidos de seda a convertirse, sobre el final de la cinta, en una verdadera guerrillera de vestuario y pose militares.

Otro punto interesante es el declive dramático de El caballero de la noche asciende. Hay varias escenas de un potencial enorme sumamente desaprovechadas: el abandono de Alfred -esto se ve reflejado, increíblemente, en dos escenas que involucran, ambas, el portal de la mansión: Wayne no puede entrar, no se ha llevado su llave; Wayne, por la mañana, debe recibir personalmente a Blake, como si el único atributo de Alfred fuese ser su mayordomo o amo de llaves- la crisis moral del Comisionado Gordon, el renacimiento espiritual de Batman, la pérdida total del patrimonio de Empresas Wayne.

El éxito de una saga o trilogía descansa, en parte, en el arco narrativo de cada una de sus historias y la manera en que estas se entrelazan con las obras precedentes. Parte de este engranaje descansa en los vínculos: ninguno de los vínculos que Batman estrechaba en El caballero de la noche crecen en esta última entrega: ni con el Comisionado Gordon, ni Alfred ni con el personaje de Morgan Freeman. Han pasado ocho años pero, en realidad, no ha pasado nada. Lo mejor de la película son los nuevos personajes: una gran Anne Hataway interpretando a Gatúbela y un encantador Tom Hardy (Blake) que es el corazón mismo de la cinta. Nuevamente, la interioridad, el trabajo fino y preciso con los rasgos sentimentales, son un obstáculo indisoluble para una cinta que no abandona jamás su preocupación por la exterioridad y la musculatura.

Un ítem final merece el villano: de Bane nada se conoce verdaderamente hasta el final. Aquí el personaje crece, cobra matices, vericuetos, hondura. Pero es demasiado tarde. Ya pronto todo va a terminar. La máscara le impide a Joseph Gordon-Levitt humanizar a Bane, enriquecerlo más allá de su mirada, sus músculos, una voz penetrante y cavernosa. No es casual que sus dos enfrentamientos con Batman sean peleas cuerpo a cuerpo, sin artefactos, vehículos o estrategias. Batman, de manera insólita, por primera vez, necesita de un ejército (de policías) para derrotar a su némesis. Batman, antes de su choque con Bane, ya no se prepara moral, espiritual y reflexivamente -como ocurría en Batman Inicia, bajo la tutela de Ra's al Ghul- sino que realiza sentadillas y flexiones de brazos en una prisión absurda para recuperar la tonicidad muscular de antaño.

Nuevamente: ¿por qué Nolan decidió cerrar su trilogía con una película cuyo arco narrativo se alimenta del deterioro, la puesta a punto y la confrontación física? Un misterio que va muchísimo más allá del alter ego de Bruce Wayne. 

Publicada en el último número de Esto no es una revista.

El conquistador de lo inútil

Iquitos, 17/1/81

"Rodaje. De nuevo huelga en la ciudad, pero todo esto no parece tan serio como lo habían agrandado los rumores hasta enormidades febriles. El agua subió tan alto que penetró a través de la plataforma de mi choza. Un almohadón flotaba. Por la mañana, cuando me metí dentro de los pantalones, los sentí fríos y extraños. Los di vuelta y salió un sapo."

De Conquista de lo inutil, diario de filmación de Fitzcarraldo, por Werner Herzog. 
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In love

Aquí me tienes, le dijo el hombre a la chica en el bar del hotel, con casi cuarenta años, una módica reputación, algo de dinero en el banco, una dirección accesible, un número de teléfono fácil de conseguir, esta expresión que te parece distintiva, la mano apoyada en esta mesa que sin duda es real, alguien bastante real si uno no se fija demasiado.
¿Acaso parezco, le dijo el hombre en el bar del hotel, a las tres de la tarde, a la chica que no tenía ningún lugar en especial adonde ir, un hombre que no sabe qué le pasa, o que en el fondo cree que su vida llegó a una especie de final?
Imagino que no.
Imagino que, en cualquier espejo, o para los ojos con los que me cruce, digamos una tarde como la de hoy, en un hotel así, sentado a una mesa así, parezco alguien confiado, seguro de sí mismo, que sabe adónde va y, dentro de lo razonable, es consciente de qué cabe esperar cuando llega, aunque si insistieras en preguntarme, apenas podría describirte ese destino secreto.
Pero existe. Tiene que existir. Tenemos que comportarnos como si existiera, no?, adoptar el aire de quien se dirige decidido hacia alguna parte, cargando la leve preocupación del que debe llegar a una cita, la ilusión de que hay una estación terminal, un lugar en donde nos esperan, de que mientras estamos aquí tomando daiquiris y las alfombras amortiguan los pasos y la tarde se extinge, a ti y a mí nos aguardan en alguna parte, y que hay alguien muy importante que nos espera con impaciencia. Pero la verdad es que toda esta determinación es un poco falsa, ¿no?, y no tenemos ningún compromiso, no nos aguardan ni tienen la esperanza de vernos en ninguna parte, y no hay nadie, pero nadie, esperándonos, quizá nunca lo hubo, ni siquiera al principio, hace tiempo, cuando nos apurábamos más que ahora, cuando éramos jóvenes - o al menos yo lo era; tú, por supuesto, aún eres relativamente joven; ¿qué edad tienes, veinticuatro, veinticinco? - y algo dentro de nosotros nos permitía creer, aunque fuera por un instante, que la intensidad de nuestra partida hacía necesaria la existencia de nuestro destino.
Así que ahora, cerca de los cuarenta, me digo que quizá no hay, nunca hubo, tal lugar y estoy, no desilusionado, sino solo lo contrario de ilusionado, lo cual ya es algo, o quizá no; y convivo con la sensación, muy difícil de describir, de pérdida permanente, de en algún momento haber cometido un error de esos que no pueden rectificarse, de haber hecho un gesto de esos que no pueden retractarse.
Pero eres bonita. Y son cerca de las cuatro. Y aquí están los cócteles sobre la mesa. Y en aquel espejo estamos reflejados los dos. El camarero vendrá cuando lo llamemos, el reloj hará tictac, la cuenta será pagada, la factura liquidada y la ciudad seguirá existiendo.
Al fin y al cabo, ¿no es eso lo que queremos?

In love, Alfred Hayes

Las criadas

En la casa que la escenógrafa Oria Puppo montó en el Teatro Alvear, las hermanas Clara y Solange Lemercier (Victoria Almeida y Paola Barrientos, respectivamente) cumplen con el placer ritual de intercambiar roles y falsear sus propios valores sociales. Clara se disfraza, mientras que Solange mantiene su registro y, por lo tanto, su identidad: la de criada cama adentro, desesperada y sumisa. Luego, en el momento en que se presiente la aparición de La señora, interpretada por una excepcional Marilú Marini, Las criadas revelerá su condición de meta-ficción. Marini, por su parte, torna con su trabajo, si esto era posible, aun más grotesca y excesiva la famosa pieza que Jean Genet escribió en 1947, inspirado en un hecho real que conmocionó a la opinión pública francesa: el asesinato de la señora Lancelin y su hija por parte de sus dos empleadas domésticas.
Las criadas es una obra donde la mayor parte del conflicto transcurre a nivel textual. Genet, vinculado con el Teatro de la Crueldad de Artaud, toma personajes marginales y reconstruye, con su intensa poética, la historia de Clara y Solange y su relación con una aristócrata francesa que espera el excarcelamiento de su marido, quien fue enviado a prisión por una carta anónima. Las hermanas Lemercier, en un juego que las sitúa al borde de la desesperación y la locura, planean el asesinato de La señora. Aquí hay varios puntos para tener en cuenta, tanto en la estructura dramática como en el arco narrativo de la obra. Un primer estamento define la propuesta estética y la riqueza y tersura de la dramaturgia; se teje en el sadismo, la repulsión y la sumisión que recubre la relación entre las empleadas domésticas y su señora. El texto y las interpretaciones se apoyan en el grotesco y el principio de maldad y odio que supo crear Genet. «Estoy harta de ser un objeto de asco. La odio», grita Solange en un ataque de furia. Antes, había proclamado con convicción marxista-leninista una rebelión de las criadas. Siempre está, entonces, el imaginario de la liberación de la estructura de clases. Debajo de esto, es decir, debajo de este germen nacido del diagrama social, aparece un elemento propio del género policial: el señor de la casa será liberado y, por lo tanto, crece —en la mente de Clara y Solange— el peligro. Que el señor sea liberado poco importa a los fines narrativos; lo importante, lo terrible, es la presencia de la policía: ellos pueden descubrir quienes han escrito las cartas que han llevado al señor a prisión. Al menos, introducen la premura y el suspenso, al tiempo que revelan los verdaderos planes de las empleadas domésticas. Esta problemática está poco explorada en el texto y no presenta mayor rigurosidad. Como se ha dicho, el plano que hace de Las criadas una obra excepcional es el que se ocupa del sadismo y las relaciones entre clases sociales distintas. Sin embargo, lo policial sitúa un punto límite y, por lo tanto, una escenificación de la sospecha: La señora siempre parece a punto de descubrir algo, de comprender, lo que enriquece aún más la original puesta de Ciro Zorzoli.
Marilú Marini compone a una aristócrata excesiva y grotesca, llena de matices y de un poder expresivo alucinante. Su presencia en escena es tan poderosa que, al abandonarla, se siente el vacío que ha dejado. Almeida y Barrientos se pliegan al registro de Marini y, una vez que esta ya no ocupa el centro del drama, deben encarar el desafío de sostener la pieza con las mismas herramientas que ya han demostrado en escenas anteriores. Aquí la interpretación de Barrientos se siente algo monocorde, sin variantes de tono, indispensable para que su personaje y la problemática de las hermanas alcance su clímax, especialmente en la resolución del conflicto.
La puesta en escena de Zorzoli retoma el juego de las cajas chinas —la ficción dentro de la ficción o, en este caso, el relato que, además de extenderse en su propio fluir narrativo, reflexiona sobre si mismo al instalar su propia construcción ficcional— y, de esta manera, hay un mozo, Omar, que se encarga de abrir ventanas, acomodar muebles, sostener a Clara o Solange o agarrar el teléfono que cae antes de que este golpee el suelo. A Omar lo acompañan en escena los utileros y maquinistas. Por último, es importante mencionar la música original de Marcelo Katz y el excelente trabajo de traducción de Laurent Berger, quien, con notable precisión traslada a nuestra lengua toda la intensidad poética de Las criadas.


Las criadas, de Jean Genet
Teatro Presidente Alvear, Corrientes 1659
Funciones: miércoles a sábados a las 21:00 y domingos a las 20:00

Un invierno sin mujeres



    Simón nos cuenta una historia que transcurre en una playa. La primera imagen es contundente: Simón emergiendo desde el fondo del mar y, con las antiparras todavía puestas, sacude la cabeza y permanece un momento mirando el paisaje. Un barco de pesca avanza mar adentro, intercalado por botes más pequeños y un yate donde unos turistas europeos toman tragos coloridos y sonríen de cara al sol. En la playa, delante de la línea de palmeras, hay unos puestitos de frutas, casetas que venden pescado fresco y algunas chozas de madera despintada. A cada lado, la península rocosa que forma la bahía rodea al caserío, las palmeras y las chozas, encauzando también a los barcos pesqueros que se alejan, las bebidas frescas de aquellos alemanes o franceses y al propio Simón y a sus clientes que acaban de pasar una tarde de buceo en el agua transparente del Pacífico. Desde el fondo brotan, una a uno, los turistas. Simón pone un particular esfuerzo en describirlos, como si estuviera viendo la escena en este mismo instante: la melena rubia y lacia pertenece a un norteamericano llamado Mike, que se gana la vida en Oklahoma como director adjunto del departamento de idiomas de alguna universidad de segundo o tercer orden. A su lado asoma su esposa, Ronda, una latina que emigró a Estados Unidos hace cinco o seis años. Se conocieron fumando en el estacionamiento de un hipermercado, explica Simón. Mike había comprado, como todos los lunes, sus víveres semanales. Ronda cumplía su turno de nueve horas diarias como cajera. 
    Todo esto se lo habían contado aquella mañana, cuando Simón se acercó para proponerles una travesía por el fondo del mar, con avistaje de peces y otras rarezas. Después estaban los hermanos chilenos, quienes compartían el mismo apellido pero, en realidad, parecían pareja. Del pecoso no se sabía nada: ni quién era, qué hacía allí, de dónde venía. Un verdadero misterio.
    –Cuento todo esto – dice Simón, como si presintiera que se está excediendo, que bordea un límite peligroso con su historia – cuento esto porque más tarde me encontré con Adela, fuimos al hotel y decidimos el asunto de la prisión.
    Simón narra como, aquella tarde, subieron al bote a motor, se quitaron los equipos y rumbearon hacia la costa. La embarcación daba saltitos a medida que avanzaba: los chilenos se palmeaban los hombros, Ronda, acomodándose la parte superior de su bikini, sacaba fotos a la zona del cayo. El pecoso, exhausto, estiraba las piernas a lo ancho.
    Una rato más tarde, cuando el día acababa, Simón pidió una cerveza en el bar de Vargas. 
    – Sos un tilingo brutal – dijo Adela, apareciendo por detrás, como un fantasma.
    – Hoy fiesta en lo de Florence – propuso él.
    – Wow… ¿Florence?
    – Florence… en la pileta del hotel. ¿Nos vemos ahí?
    – Allí – corrigió Adela.
    – Allí – repitió Simón y fijó la mirada en los barquitos que, con las últimas luces del atardecer, volvían para atracar en la costa.

    La fiesta transcurría en la terraza del hotel Tuma Conquistador, donde Florence trabajaba durante las noches de temporada sirviendo cocktails. Florence compartía con Simón una casita a cien metros de la costa, encaramada cerca del camino principal y la jungla. Florence era colombiano. Su madre lo parió a los quince años, a los veintitrés había enviudado, a los veintinueve abandonó todo y partió al interior para ejercer de guía turística en una reserva natural del neotrópico colombiano, cerca de Manizales. Cuando cumplió diecinueve, Florence emigró a Venezuela, donde lo esperaba una chica llamada Juana que había conocido a través de un foro musical. La relación duró muy poco, se pelearon y Florence recabó en Urama. Durante algún tiempo durmió en la calle, luego consiguió trabajo como ayudante de un pescador y aprendió el oficio. En aquel momento, mientras Florence agitaba la coctelera y, detrás de la barra, danzaba al run run de la cumbia, Simón, con un short colorado y una camisa turquesa, mojaba los pies en el agua de una pileta circular que parecía sostenerse, como al borde de un precipicio, sobre los cayos. Delante, se veían las islas. En una de ellas, la más extraña, asomaban las colinas y una construcción de yeso y cemento gris.
    – Te flashea la prisión – dijo Adela, acariciándole la espalda – ¡Mirá lo que me obsequió Florence!   
    Y le tendió dos Margaritas. Cuando Adela, unas horas más tarde, se alejó y permaneció un rato inmóvil en el borde de la piscina, Simón se dijo que esa chica era muy extraña, que tenía algo triste apretado en el cuerpo. Pensó, también, que podía medir el paso del tiempo por la presencia o la ausencia de Adela.
    Como si ella hubiera descendido de la plataforma luminosa de una nave espacial, Simón no podía dejar de mirarla.

    A la mañana siguiente, bien temprano, Simón tomó un bus destartalado hacia el pueblo de Cayo Sombrero. Necesitaba comprar unas patas de rana, algunos pliegos para rotular un tubo de oxígeno en mal estado, antiparras nuevas y, si le alcanzaba el dinero, un equipo completo de buceo profundo. En algún momento desde su llegada a Urama, había tomado la decisión de descender lo más hondo posible, porque en lo profundo, creía, estaban ocultos los secretos. Para esto, necesitaba de un equipo de buceo profesional de largo tiraje. Nadie lo entendía, ni siquiera Adela.
    – ¿Para qué vas a gastar plata en eso? – le decía y Simón pensaba que hay cosas que las mujeres no pueden entender.
    Viajó recostado en un asiento doble, dormitando con un sombrero de paja que le tapaba los ojos, pispeando cada tanto la línea de la costa. Lo despertaron una serie de frenadas bruscas poco antes de llegar a la estación de ómnibus. Bajó, fumó un cigarrillo y compró unas empanadas de algas y queso. Las comió recostado contra un paredón donde alguien había grafiteado a un niño negro con un rifle de guerra.
    En el negocio de pesca compró todo menos el equipo, que estaba mucho más caro de lo que suponía. Al volver en el bus de las tres, se bajó en Tuma y, sentado sobre una piedra, lió otro cigarrillo y se quedó mirando como los surfers remontaban olas en el mar, mientras, desde un parlante enchufado a una camioneta roja, brotaba una especie de rockabily californiano. Ya era de noche cuando llegó al bar de Vargas y le dijo a Adela que mañana no pensaba trabajar, que podían tomarse el día y visitar, con Florence o sin él, la isla con los restos de la cárcel de Tortugas. Adela, muy contenta, dijo que sí.  

    El bote avanzaba muy rápido y, por un momento, Simón tuvo la tentación de levantarse y pedirle a Florence que aflojara el ritmo, que se estaba mareando. Pero no dijo nada y, en lugar de eso, acercó una mano sobre el filo del agua y sintió que se quemaba. Florence, con su gorra negra, dirigía la expedición.  Cruzaron bandadas de pelícanos y otras aves tropicales que reposaban sobre el mar. Era un día claro, excesivamente luminoso, con nubes finísimas muy cerca de la costa.
    Después de unos minutos, el bote disminuyó la velocidad, hicieron un fleco sobre la isla hasta encaramarse a una bahía y encallar suavemente en la arena blanca. Ataron el bote con listones de cuerda a una roca y comenzaron el ascenso a la cima. A media mañana descansaron bajo la sombra de un cocotero.  Después de comer unas frutas, continuaron. Cruzaron un camino empinado y un pequeño arroyo que descendía sobre las piedras. En la cima, descubrieron la Tortuga: unos bloques de cemento carcomidos por la humedad y el tiempo, algunas celdas, una torre de vigilancia tambaleante, un pasillo larguísimo que llevaba a otras celdas, más espaciosas que las anteriores. Por un hoyo en una pared, se veía la playa y el agua verdosa.   
    – Miren – dijo Adela y señaló una pequeña cocina. En lo que debía ser un baño con duchas y bidet, encontraron botellas de vino y pensaron que tal vez alguien había pasado por allí no hace mucho. En una de las celdas, Florence fingió que encerraba a Simón y comenzó a hacerle morisquetas del otro lado de los barrotes. Sentado en un camastro, Simón recordó las prisiones móviles de los años veinte, donde trasladaban a los presos del Sur estadounidense para que estos trabajaran en la construcción de caminos asfaltados. Había leído las notas de los fabricantes de aquellas prisiones portátiles: estos afirmaban que podían limpiarse con tan solo un baldazo de agua una vez por año, que cabía más luz que en las celdas normales, cosas así. Mientras lo escuchaba, Simón pensó que Florence conocía cosas muy extrañas y se preguntó que clase de vida llevaba antes de llegar a Urama. En una ráfaga de imágenes, vio muchos Florences, uno al lado del otro, con distintas edades y algunos cambios superficiales, todo lo que la imaginación de Simón era capaz de crear en unos pocos segundos.
    Finalmente, Florence abrió la puerta y sus pensamientos se desvanecieron. Más tarde, cuando se sentaron en la hierba, notaron que Adela nunca había salido del primer bloque. Volvieron. La encontraron mirando fijamente una pared descascarada, donde leyeron, escrito con carbón o alguna piedra oscura: aquí estuvo Johan Kart Vernon. ¿Pero quién era Johan Kart Vernon? Adela no respondió. Cuando más tarde les contó que Johan Kart Vernon había sido su padre, Simón pensó: aquí, en este instante, la historia de Adela comienza a revelarse.

    – ¿Johan Kart Vernon? – preguntó, para dejar atrás aquel silencio incómodo.
    – Algo así. Pero lo raro es todo lo que no sabíamos de Adela. Después de ese momento, la descubrimos. Y obvio, nos empezó a gustar.
Importa, también, que a los dos, en aquel momento o más tarde, al descender o cruzar el mar hacia la costa, nos empezó a gustar Adela.
    – ¿Recién entonces?
    – Y si…
    Hubo una pausa.
     – Seguí, seguí – arengó Paloma
    – ¿Dónde me había quedado? Claro, Adela dijo miren y señaló la luna llena sobre el mar y nos despedimos con un beso. Antes, ella había hablado durante todo el viaje de regreso. Su historia era más o menos así: en plena adolescencia sus padres le contaron que era adoptada y Adela, en un rapto de desesperación, comenzó a rastrear a su madre. La encontró al poco tiempo, no se sabía bien como, en un pueblo del interior. Se llamaba Luz Marina, tenía labios gruesos, el mismo color de piel, los mismos ojos que Adela. El parecido era asombroso. Su madre provenía de una familia muy pobre y, de joven, había conocido a un comerciante, que terminó siendo un estafador o traficante de drogas o sicario canadiense llamado Johan. Ella se había enamorado. Cuando nació Adela, Johann desapareció, Luz Marina vendió a su hija por un precio altísimo a una pareja de la capital que no podía tener hijos. Se arrepentía. Después de algunas semanas, Adela se escapó, quizá buscándose a si misma o buscando a su padre, es decir, su identidad estaba en juego. 
    – De pronto sentí las ansias de moverme y desde entonces no puedo parar – había dicho Adela, sentada en cuclillas en la arena. Florence y Simón la entendieron de lleno. 
    Trabajó de camarera, limpió cuartos en hostels de Venezuela y Perú, durmió durante semanas en las escalinatas de la iglesia de Villa Leyva, administró un camping en Guatavida porque un maula cuarentón se encariñó con ella, hizo un curso de peluquería, fue peluquera, fumo muchísimo hachish en compañía de un panameño que ofrecía tours a pie en no se qué ciudad famosa del tropicalísimo norte de la república bolivariana. Finalmente, llegó a Urama. Ahora, sucedía esto: una idiotez, un nombre extrañísimo garabateado en la pared de una cárcel abandonada hace una década. Ella decía que su padre había muerto, que en realidad no quería saber nada de él, que lo odiaba como si tuviera el corazón en carne viva.
    – Nos quedamos tomando latas de cerveza Babaria hasta la madrugada, hablando de todo. Al final, nos despedimos con un beso, los tres – contó Simón.
    Con Florence caminaron por la playa hasta su choza. En secreto, cada uno por su lado, los dos estaban locos por Adela. El resto es confuso, tal vez porque Simón todavía no comprende bien lo que sucedió o no sabe como narrarlo. Hubo averiguaciones de Adela en la comisaría de Urama (dos ratis y un administrativo, todos viejos, borrachos y aburridos) y en una oficina de prensa de Cayo Sombrero, clases de buceo, días hermosos intercalados por otros realmente tristes. Florence y Simón, cada uno a su manera, compitieron por Adela. Todo bastante patético.
    Simón cuenta que una tarde esperó a Adela durante horas, sentado al sol, y le armó un escándalo por algún motivo poco coherente. Cuenta también que nunca tuvo una estrategia y solo actúo por celos. Adela, finalmente, eligió a Florence.
    Una noche ventosa, casi en la época tropical, cuando la temporada termina y los turistas desaparecen por cuatro o cinco meses, Simón tomó su bote y se metió mar adentro. Se detuvo en un punto cualquiera del océano, se desvistió y, desnudo, se lanzó al agua. Tomó la bocanada de aire más grande que jamás había tomado (y entonces sintió como sus pulmones se inflaban hasta estallar y todas las partículas de oxígeno, de vida en realidad, que lentamente, en unos instantes, comenzarían a disiparse, abombaron sus venas) y se sumergió. Según él, quería llegar al fondo de todo, hundirse lo más profundo que fuera posible. Atravesó la oscuridad, sintió las aletas de los peces rozarle la piel, tuvo miedo de que un tiburón o calamar lo atacara. El tiempo se volvía elástico y los oídos amenazaron con estallarle. Los pulmones se le encogían como una esponja. Sintió agujas en la traquea. ¿Cuántos metros había bajado? De pronto giró sobre sí y comenzó el ascenso. Simón pensó que podría morirse ahí mismo pero, a punto de desmayarse, sintió que algo lo impulsaba hacia arriba y al fin llegó a la superficie. Al abrir los ojos, parecía otro planeta: vio ruinas, fuego y en la bahía, las chozas, puestos y casetas, destruidas por completo, como si hubiera caído un meteorito o hecho erupción un volcán. Pensó que había estado años debajo del agua y había emergido en algún punto impreciso del futuro. Qué había muerto o viajado en el tiempo o tenía una embolia cerebral. Simón dice que tuvo delante el fin del mundo. Se arrastró al bote y se desplomó sobre las tablas de madera. Durmió ahí mismo y, cuando despertó a la mañana siguiente, encendió el motorcito y lo encaramó hacia la costa. Luego fue hasta su caseta, recogió sus pertenencias en silencio y las amontonó en una valija. Se pegó una ducha caliente y lió un cigarrillo. Lo fumó con tranquilidad, sentado en el alfeizar, mirando la jungla espesa. Comió ciruelas que arrancó de los árboles frutales. Más tarde caminó hasta la estación y le vendió su bote a un tal Ernesto, una especie de agente de viajes, guía turístico y gerente hotelero, que le dio a cambio un manojo de billetes sudados y un pasaje en bus al Distrito Capital. Desde allí, tomó un avión de regreso a Buenos Aires.  

Una escritura sonámbula

Después de la recuperación democrática, entre mediados y finales de los 80, todo era posible. Especialmente la creación de Babel, emblemática revista literaria dirigida por Martín Caparrós y Alejandro Dorio que, en tan solo tres años y una veintena de números, agitó el mapamundi literario argentino y le dio visibilidad a una serie de escritores prácticamente desconocidos, en su mayoría, aun inéditos: Matilde Sánchez, Sergio Bizzio, Alan Pauls, Martín Caparrós y, entre muchos otros, el autor que hoy nos ocupa: Sergio Chejfec. Babel no solo puso en circulación otras voces —centrales, más tarde, en lo que sería la corriente estética de los 90— sino que reestructuró espacios críticos que, bajo el prisma del intenso realismo y el compromiso literario-político de los 60 y 70 habían quedado en los márgenes: Aira, Copi, Fogwill. Después de la fragmentación de los babélicos en 1991, aquella generación de jóvenes escritores se dispersó. Entre ellos, el itinerario de Sergio Chejfec fue uno de los más particulares. En 1990 publicó Lenta biografía y Moral por Editorial Puntosur. Su tercera novela, El aire, publicada en 1992 por Alfaguara, marcó un punto de inflexión en su producción. Es más, El aire fue la primera novela que Chejfec escribió en el extranjero, ya que en 1990 el autor argentino abandonó Buenos Aires y partió rumbo a Caracas, donde vivió durante 15 años, hasta 2005, cuando se mudó a Nueva York. El aire, entonces, marca un quiebre: se amplifica el registro oral y puntilloso de Chejfec y sus narradores —figuras centrales de su trabajo literario— se vuelven cada vez más dubitativos y reflexivos. Él mismo lo dice con claridad en una charla con Guillaume Contré: «… no me gustan los narradores que cuentan, sino los que interpretan. Pedirle a un narrador que solamente cuente es condenarlo a la inocencia, o peor, a la ingenuidad».

En El aire, Barroso es abandonado por su mujer, Benavente, quien le deja una pequeña carta donde le explica que ha huido a Carmelo. No se conocerán los motivos de la partida, ni las claves de la relación entre Barroso y Benavente. Al mismo tiempo, la desazón del protagonista y narrador de la novela se entremezclan con una Buenos Aires que se desmorona, donde el dinero ha sido reemplazado por el vidrio; en otras palabras: una ciudad vertical marcada por la desocupación y el deterioro. Se trata de una Buenos Aires posindustrial donde el vidrio se convierte en fetiche y en mercancía. El aire fue leída por la crítica y por el aparato mercantil como una novela anticipatoria de la debacle socioeconómica del 2001. El aire, como alguna vez mencionó el propio Chejfec, se presenta marcada por la influencia de Cesar Aira. Con relación a la tradición literaria, Chejfec, en una entrevista pública llevada adelante en el marco del seminario Dinero y trabajo en la narrativa argentina: entre los románticos y los contemporáneos, dictado enla Facultad Filosofía y Letras por Alejandra Laera, mencionó:

Uno tiene una relación muy fuerte con lo que se ha escrito antes, en términos de tradición, de modelos, de tópicos, de recursos, etcétera. En estos términos, uno puede hacer legible lo que escribe, porque si fueras completamente original, serías completamente ilegible. Entonces, hay una especie de conflicto, más o menos armónico, entre lo que uno escribe, en el sentido de que tiene que ser legible, pero no tanto que sea tan legible que termine siendo transparente, que no te diga nada, pero no tan ilegible como para que sea hermético.

Sergio Chejfec es uno de esos escritores particularmente lúcidos al pensar su obra, su estética y los procedimientos puestos en juego en su narrativa. En la antedicha entrevista pública, Chejfec reflexionó sobre el trabajo del escritor, el dinero, las nuevas tecnologías y, naturalmente, sobre sus propios textos. Recuperamos aquí algunos de los puntos sobresalientes de aquella charla.

Nuevas tecnologías

Consultado en relación a www.parabolaanterior.wordpress.com, el blog que administra desde 2006 y las relaciones existentes entre una plataforma digital gratuita y una plataforma editorial como Alfaguara, Chejfec comentó:

Yo lo pienso como una plataforma digital, ya que no lo concibo como un blog tradicional, en el sentido de poner comentarios y opiniones cotidianas; más bien utilizo la plantilla del blog, algo que ya está predeterminado, ahí puedo poner las cosas que me interesan. Lo que yo quiero poner no son opiniones cotidianas; tampoco tengo el interés de una incidencia constante directa sobre lo que se escribe. A mí me interesa la presencia digital de mi escritura como si fuera una presencia mortecina, en el sentido de que me gusta poner ensayos, los finales de las novelas, algunas cosas sueltas y que estén ahí como si fuera un cementerio, porque en un punto uno puede pensar que todo lo que está en Internet es un cementerio, pero que tiene la virtud, al contrario de la biblioteca, de que los textos, como son intangibles, como son digitales, no sufren el deterioro del objeto físico. Pueden sufrir otro tipo de deterioro, por ejemplo la tipografía que se usaba en los blogs en 2006 es diferente de lo que se usa ahora. También son modas: de la misma manera que cambian las portadas de los libros, también cambian los diseños de las plantillas. A mí me interesa ese tipo de presencia, como si fuera una escritura sonámbula, como una cosa que siempre está disponible para quien quiera leerla y que parece inmutable, tan inmutable que es completamente ajena a los avatares de la realidad, que no se deshoja. Es una escritura a la que no le importa si es leída o no, por lo menos como yo concibo la literatura, porque también hay toda una serie de escrituras en la red que tienen otra función, que se podría decir es semejante a la prensa, el manual, el folleto, etcétera. En fin, el blog me da la posibilidad de colgar lo que yo quiero, no molestar a nadie y tener esa fantasía de la autonomía. Eso es lo que me gusta: una especie de presencia subalterna.


Dinero y literatura

No sé si hablar de profesión, ya que para la mayoría de los escritores, en la escritura no está en juego la supervivencia, el mantenerse, porque tenés que ser muy exitoso para vivir de lo que escribís. Puede ser entendido como una profesión, en el sentido de que uno deposita mucho tiempo, mucha vocación, o deseo, en fin, que le da mucho valor a eso. Igualmente, yo creo que es una actividad. A mí me cuesta pensarlo en términos de profesionalidad, incluso dando por sentado que me resulta muy difícil vivir de los libros que escribo. No solo es difícil, sino que es imposible. No habría manera. Además, uno tiende a pensar, como atributos del escritor profesional, en cierto tipo de presencia, de participación en debates, de presencia física y simbólica muy fuerte. Yo no me puedo concebir de esa forma, porque hay muchas cosas de las que no tengo opinión. Muchas veces, al escritor profesional se le pide opinión sobre muchas cosas, no siempre vinculadas con el ejercicio de la escritura. Sí pienso en lo que hago en términos de compromiso profesional, de la manera en que uno pensaría su propio compromiso cuando está comprometido con su profesión: le gusta, tiene una vocación. Siento que no me costaría dejar de escribir, sería más o menos como dejar de fumar, pero al mismo tiempo, no siento deseos de hacerlo. Por otro lado, en el mundo literario, una de las formas de tener éxito es el dinero. Un escritor puede ser exitoso cuando vende muchos libros. Eso te da cierta presencia importante dentro del mundo dela cultura. Hay mucha gente que está un poco alejada del universo de la literatura y de la cultura letrada, para quienes la figura del escritor es una figura muy vinculada con el dinero: presupone que hay tantos libros circulando, aunque ellos lean poco, que hay una industria muy poderosa detrás.

Ensayo y novela

En novelas posteriores como El llamado de la especie, Los planetas y Boca de Lobo, Chejfec pasará de la alegoría a novelas que pueden ser abordadas a partir de un eje que contempla tanto la ficción como el trabajo ensayístico. La novela, para Chejfec, se convierte así en un género apropiado para abordar problemas teóricos. En el caso particular de Boca de lobo, se conceptualizan temas como el trabajo, la mercancía, el deseo, la identidad y el amor. Sobre este punto, Chejfec comentó:

Yo siento la relación entre estos dos géneros (novela y ensayo) como una relación, a veces bastante armónica, más o menos pacífica. Cuando digo pacífica me refiero a que no está desprovista de tensiones. Es pacífica en el sentido de que puede declinar hacia un sistema de convivencia provisoria, temporal, acotado al libro del que se trate. Yo creo que en la narrativa hay muchas novelas que tienen un componente ensayístico bastante evidente. Sería un error contraponer ensayo contra novela. Desde los comienzos del género, sin ese componente ensayístico, la novela no hubiera podido desarrollarse y someterse ante nuevas crisis y resoluciones y tomar nuevas formas de renovación. En mi caso, esa tendencia ensayística no obedece solamente a un principio poético o estético o literario, sino que también tiene que ver con las posibilidades materiales propias de la escritura, en el sentido de que yo escribo, como todo el mundo, como me sale. Uno es consecuencia de lo que no puede escribir o lo que no le sale escribir. Tengo un estilo muy digresivo muchas veces, un poco espiralado, mis libros no avanzan por intriga o resolución de contradicciones, sino más bien por una especie de desarrollo reflexivo de las circunstancias y de las cosas que van ocurriendo. Eso hace que yo tienda un poco inconscientemente a escribir de una manera un poco más ensayística; quizá también se asocie a otro tipo de ideas que tengo vinculadas con la literatura en términos generales. Para mí la literatura se trata, a veces, de contar una experiencia, una historia, ya sea real o ficcional, pero también se trata de contar el proceso de pensamiento, como uno percibe las cosas y es capaz de describirlas. Creo que es una especie de navegación narrativa. En realidad, en el realismo en general y esa idea de la literatura como transmisora de las acciones efectivamente reales, muchas veces ese aspecto de interrogación reflexiva sobre las historias que contamos se deja un poco de lado. Me entusiasma escribir de esa manera, como intentando dar cuenta de una faceta que me parece muy productiva, porque la literatura, cuando nos lleva a preguntarnos sobre el significado de las cosas que nos rodean, cuando renuncia a describirla, eventualmente, alcanza una mayor autonomía.

Publicado en El gran otro.