Alaska


Esto que les voy a contar ocurrió mientras viajábamos hacia el oeste con mi compañero Ki-ping. Ocurrió durante los meses en que los osos polares emigraron más allá de los límites del Cabo York, cuando la superficie del lago estuvo demasiado congelada para nuestros tacos. Pero antes de esto los ancianos comenzaron a creer que la nieve era solo de ellos y de nadie más, entonces ya no prestaron la nieve y se volvieron locos. A veces pienso que al final de la vida todos se quieren llevar un pedazo de algo, aquí no hay nada, solo blancura y transparencias, rituales antiguos, lo único que un hombre se puede llevar es eso.

Así fue que pusimos a punto nuestros trineos, seleccionamos los mejores perros de travesía y salimos una mañana de mayo con Ki-ping, el esquimal más bajo de la aldea. Pronto descubrimos que irnos tan lejos era peligrosísimo, ya sea por el frío o porque los perros se nos podían quedar en cualquier momento, porque no veíamos el sol desde hacia mucho, porque armar cigarrillos con nuestros dedos desnudos o pensar una distracción era imposible.


Al segundo día ocurrieron dos cosas: perdimos el rastro de un oso y construimos nuestro primer iglú. Ki-ping sabe de esto más que nadie; cava en lo hondo del suelo hasta encontrar los bloques durísimos y compactos de hielo, a los cuales les da forma rectangular con su machete. En una hora tuvimos listo el armazón inferior, en el cual se apoyarían los bloques restantes; una vez terminado construimos un hueco semi circular en la entrada y armamos un fuego a la guarda del viento nocturno, una pequeña caja de resonancia en la oscuridad.

Esa noche nos juramos en secreto ir hasta el final del invierno.


La rutina tiene algo de melancólica: cagar en la nieve y limpiarse el culo con trapos helados, beber infusiones de té para no enfermarse, frotarse la cara con los mitones de cuero y recuperar energías en el iglú. Una de esas noches, por aburrimiento, le conté a Ki Ping la verdadera razón de mi viaje.

– Una tarde descubrí a Sua San con mi primo John

– ¿Qué hiciste?– me preguntó sorprendido, con una voz muy distinta a su voz habitual, abriendo del todo sus ojos pequeñísimos.

– Me entristecí y lloré durante días.

Ki Ping hizo una mueca de desconsuelo y me dijo cobarde. Después quiso saber porqué me habían abandonado. Ofendido me abrigué con la manta hasta el cuello y me dormí. A la madrugada nos despertó el alarido de un oso y salimos, entre la bruma blanca, armados con los machetes porque habíamos dejado las carabinas en nuestros trineos; no vimos nada; pensamos que había sido un sueño, que ambos soñamos con un oso polar que gritaba y por eso lo habíamos sentido; que el hambre, el cansancio y la locura de los viejos de la aldea comenzaban a impartirnos alucinaciones. Desconcertados notamos que los perros dormían, salvo el perro Navut, que se lamía una herida hecha costra. Vimos huellas alrededor del iglú, huellas de oso pero enormes y demasiado profundas, como si el oso pesara miles de kilos o fueran decenas de osos uno encima del otro, apilados, lo que a Ki- ping le produjo un acceso de tos y de risa. Comprendimos con miedo pero esperanzados que no había sido un sueño. O que aquel oso era posible por ser un sueño colectivo, lo que afianzaría el sistema en lugar de irrealizarlo.

Como sea, aquella mañana dejamos el iglú, el que se mantendría intacto durante catorce noches, catorce noches de ausencia y vaguedad entre el viento y la monotonía de Alaska.


Tres días después seguíamos en lo mismo, las distancias parecían inmodificables. Si los osos existían, pensé, estos se situaban siempre fuera de nuestro alcance. Un asunto curioso es pensar en la localización de las cosas en un espacio idéntico y tedioso por su monocromía, cosas que desaparecen un tiempo y nunca retornan, si lo hacen, es por efecto del tiempo, la primavera, que destiñe el hielo, que aguachienta los objetos y los torna posibles. Recuerdo que Wakanab, mi madre, al final de su vida decía que la primavera era un limón maduro en lo alto. Las madres poseen una hermosa brutalidad para decir ciertas cosas.

Con el correr de los días Ki- ping se volvía cada vez más irritante. Desde la noche en que le conté la historia de Sua San no paraba de repetirme que, si el amor de Kanatomi lo abandonase, optaría por el suicido o el asesinato.

– Me alejaría de la aldea, caminaría hasta el lago, cuchillo o escopeta en mano.

Cuando decía esto, me observaba aguardando mi aprobación; yo, en cambio, intentaba dejarlo atrás o escupía un salivazo, señal de desprecio, que en general estallaba a causa del frío antes de tocar la nieve.

Ciertas corrientes de aire afectan mi humor, me sucede desde pequeño, cuando me bastaba salir a la intemperie (todo en Alaska es la intemperie) para sentirme desdichado. Mi nombre significa el ajeno, el distante, en lenguaje esquimal. Mi nombre me traspasa, me hace lo que soy, me ubica en esta geografía. Las corrientes me dañan, por eso, a medida que avanzamos, no dejo de pensar en Sua San, nadie me importa más, ni siquiera nuestro hijo; escucho su voz, recuerdo los tiempos felices, el momento en que me enamoré de ella fabricando esteatitas junto al lago. Sin embargo la mayoría de las veces la imagino dentro de un iglú con mi primo John y entonces rebenqueo a los perros lobos para que aceleren su marcha, para que corran hasta agotarse, para que me odien. Hace mucho me contaron la historia de un viejo esquimal que había maltratado durante años a sus perros, una y otra vez, había llegado al punto de sacrificar a dos de sus animales en viajes extremos. Los perros lobos, en nuestra cultura, son animales sagrados. Esos perros aguardaron con paciencia durante años. Una noche en que el viejo esquimal se había quitado su vestido de piel de caribú, una noche en que descansaba a la intemperie, sus perros le destrozaron la cara.

A veces lo único que pido es que los perros me arranquen el cráneo mientras duermo.


Un atardecer, en el trasfondo de un médano iluminado por un crepúsculo violáceo, con eso de caprichoso que tiene lo sobrenatural, volvimos a ver al oso, un oso gigantesco que parecía aguardarnos. Era curioso, Ki-ping pensaba que no debíamos desesperarnos, pero el hambre lo tajeaba y ante estas visiones apretaba el ritmo poseído.

Nunca alcanzamos al oso pero lo perseguimos durante horas. Los perros, naturalmente, se quebraban.

– Es imposible – decía Ki- ping resignado.

Creo que fue entonces cuando una luna de buen tamaño, húmeda, blanqueó aun más la superficie de un lago helado y vimos las decenas de focas muertas. Entonces, con nuestros arpones, las apilamos sobre los trineos.

Esa misma noche derretimos nieve con las lámparas de aceite y cenamos puchero de carne de foca. Borracho de alegría pregunté:

– ¿Qué debo hacer con el primo John?

– Asesinarlo – respondió Ki-ping con calma – ¿Qué debemos hacer con el oso?

Permanecí callado. La noche se encapotaba, un velo acuoso nos cubría. En el poniente se gestaba la tormenta. Los perros, de pronto, se agitaron como si el llamado de Ki- ping hubiese despertado en ellos una corriente de electricidad interna. Quieto a unos cien metros el oso iluminaba la noche con su blancura. Ki- ping se agarró un testículo y, arrojando la lámpara de aceite, embistió al animal sacadísimo. Fue así que en esa otra palidez insólita, porque el blanco del animal era más claro que la nieve, Ki- ping disparó una y otra vez su carabina. A esa distancia era imposible errar el tiro. Cuando me preguntó donde había caído respondí que en ninguna parte. El oso, mágicamente, apareció por detrás, a un lado de los perros. Fue entonces cuando me desplomé por una ráfaga. Solté un grito, otra vez, y me desmayé cuando el peso del oso cayó sobre mi cuerpo.

Ya empezaba a clarear cuando el frío me pegó en la boca; miré como Ki-ping amontonaba los pedazos descuartizados del animal en mi trineo vacío y me arrastraba hacia el suyo. Cerré los ojos. Olor a pelo mojado, a carne.


Desperté días después en nuestro primer iglú. Juntos miramos la cabeza del bicho como una cosa rara, como la cáscara de una fruta pálida. Dije algo así: debemos volver pronto, hay que matar al oso. Y me reí de la ocurrencia.


3 comentarios:

Shalena Mitcher dijo...

Precioso!
Y todos esos nombrecitos! un montón de imágenes divinas; me copaaaaa :)

Unknown dijo...

Me hizo recordar a Hans Reusch y su "El país de las sombras largas"

jamastuve dijo...

Siempre me atrapó mucho las historias Nanookeras, o sea, de esquimales: desde kusturica hasta zappa.