El japonés con sangre de pato

El japonés, como todos los japoneses, tenía sangre de pato. Por eso no chorreaba y era mas o menos sencillo desmembrarlo sin mancharse en exceso. Además, yo fumaba. Hacía lo mío mientras, con el cigarrillo en la boca, expiraba por la nariz y dejaba caer las cenizas sobre su cuerpo oriental. Después, con una tenaza, empecé a cortarle la punta de los dedos. Aunque era japonés, parecían de manteca. Raúl haría un chiste con estos dedos pálidos que parecían derretirse al menor contacto. Yo seguí presionando: ni siquiera en presencia del hueso había que empujar demasiado. Antes de caer, quedaban en suspenso retenidos por la piel inferior. Sangre de pato, pensé, en el momento en que un hilo carmesí goteó sobre el plástico translúcido que cubría el piso del garaje. Cuando Julieta entró, me ocupaba de la dentadura.

– ¡Qué asco! ¿Te parece a esta hora? – gritó, tapándose la cara con la mano entreabierta. Por los rendicios, noté que espiaba. Pensé que, sin importar el momento, Julieta hubiera dicho lo mismo. Yo no dije nada y seguí tironeando. Los dientes los arrojaba en una palangana. Uno pasó de largo y atravesó el garaje hasta plantarse encima de un disco de siete kilos. Lo fui a buscar y encontré, tapado por tubos, baldes, marcos de ventanas y herramientas, el banco plano donde, hace algunos años, ejercitaba los músculos. Todas las mañanas le dedicaba una hora: series de doce repeticiones, bíceps con unas mancuernas de madera, pectorales, triceps, dorsales, hombros, vuelo lateral y frontal. Cuando volví con la muela en mi mano, lo hice inflando el pecho. Ella miraba la cara del japonés desde muy cerca, como si quisiera sentir su aliento.

– ¿Y a este dónde lo vas a poner? – preguntó. Recordé que al último, Raúl lo había disfrazado de karateca antes de dejarlo apelotonado entre las colchonetas de un tatami. Lo encontró un chico de doce años una semana después. Al remover algo, el brazo había asomado. En los diarios salió: Un japonés muerto en el tatami. Me parecía bien. Con este no sabía qué hacer, lo mejor era volver a la rutina de siempre y tirarlo al río o cremarlo. Enterrar a alguien siempre es peligroso. Prenderlo fuego era una opción. El japonés, sin dientes, sin dedos, hinchado, parecía japonés. Eso no siempre sucede. Julieta amagó con irse y, antes de traspasar la puerta, dijo:

– En media hora está lista la comida. Apurate.

Entonces me apuré y corté a una velocidad fenomenal. Al terminar, tapé al japonés con una frazada, me saqué los guantes y arrojé aromatizador de ambiente. Con Julieta comimos albóndigas con arroz. Cuando estábamos por terminar, llegó Raúl.

– Vení, sentate – le dije y saqué una fresca de la heladera. Estaba casi congelada. Raúl es alto y tiene gran parte de su cuerpo cubierto por un pelo negrísimo, quizá por eso, en el ambiente, lo llaman El húngaro.

– ¿Terminaste? – preguntó, soplando la espuma de la cerveza.

– Casi. ¿Qué hacemos con este?

Lo miré fijo. Raúl, con su cara de asesino serial, hundió la boca en el vaso.

– ¿Otro japonés?

– Si

– Bueno, dejame ver. ¿Si le sacamos los ojos y lo metemos en un cine?

Julieta había dejado de fregar los platos y escuchaba con atención.

– Demasiado. Además dejaría de ser japonés y lo importante acá es que sea japonés.

– Tenés razón. ¿El jardín japonés?

– Un poco obvio.

– ¿Es gordo? Si fuera gordo, le ponemos un pañal y lo tiramos por ahí.

– No es gordo Raúl. Pensá otra cosa.

Le convidé un cigarrillo. Raúl se paró y lo encendió con la llama de la hornalla. Yo llené su vaso.

– Prendé la tele. A veces ayuda.

En una repetición pasaban un programa de bailanta: mujeres en tangas doradas culebreaban alrededor de un caño, después daban una vuelta y sonreían. La gente de la tribuna estallaba cada vez que la cámara los enfocaba. Luego volvieron las mujeres entangadas, la banda, de nuevo las mujeres.

– Las pondría en fila y me las cogería una por una – dijo Raúl.

– Oíme… el japonés.

Raúl liquidó su vaso de un sorbo.

– Mostrame.

Fuimos al garaje y destapé el cuerpo. Como dije, parecía manteca.

– Ya sé... ¿y si lo disfrazamos de oso panda?

Julieta, desde la cocina, comenzó a reírse.

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3 comentarios:

Shalena Mitcher dijo...

Jajaja
Creo que el personaje de Raúl es un hallazgo genial.

Martín dijo...

¿le tendría que haber dado más espacio? Este cuento necesito una pulidora. Como sea, el rol de Raúl exige un grado de psicosis y creatividad muy alta: decidir que mierda hacer con los japones que asesina el otro.

jamastuve dijo...

jajaja, muy buen cuento, a lo Tarantino por momentos.
A mí el papel que más me gusta es el de la naturalidad de Julieta, Raul y el mata japoneses de entrada son dos psicóticos que les gusta meter japoneses muertos en el cine. En cambio Julieta se tapa la cara y después se acerca con ternura a mirar el cadáver de cerca.
La idea de ponerle un pañal a un japones gordo asesinado por dos asesinos seriales, por una familia de asesinos seriales, por un grupo (el ambiente) de asesinos seriales, es buenisima.