Los amigos de Lucas

Los amigos se despidieron en la puerta del complejo y una vez que se quedó solo, Lucas cruzó de vereda hasta la parada del colectivo. Como era bastante tarde e imaginaba que el 55 no iba a venir lo suficientemente rápido, comenzó a caminar siguiendo el trayecto del colectivo, por las dudas de que en el interin, casi por milagro, el bondi apareciera. Calculó que si caminaba a paso rápido llegaría mucho antes que si esperaba en aquella esquina. En realidad, se debían dar una serie de circunstancias, la más importante, que el colectivo tardara en venir más de 30 o 40 minutos. Pero a Lucas no le importaba, le gustaba caminar de noche y además sentía la necesidad de despejarse. Prendió un cigarrillo mientras pasaba enfrente de un taller mecánico y aspiró con fuerza, imaginando, como solía hacer, que sus pulmones se llenaban de toda clase de porquerías tóxicas. Pensó en un hilo de petróleo que avanzaba por su laringe y se depositaba, cada vez con más fuerza a medida que continuaba fumando, en la napa gelatinosa que cubría sus órganos. Al cabo de un rato, mientras caminaba sin detenerse, comenzó a molestarle un jirón de tela de una de sus zapatillas; le raspaba el dedo chiquito con cada movimiento, como un taladro. Lucas se apoyó en la verja de un chalet y empezó a descalzarse cuando escuchó el sonido estridente de un motor. Corrió una cuadra y llegó justo a la esquina para colocar su brazo en alto. Una vez que sacó su boleto se sentó en la hilera de asientos del fondo. En la parada siguiente, un grupo de pibes vestidos con pantalones cortos y zapatillas con cámaras de aire se sentaron a su alrededor. Se trataban de puto y se iban pasando una botella de coca cola cortada, con los bordes metidos hacia dentro, repleta de vino tinto. La botella echaba espuma con cada sorbo. Lucas miraba por la ventanilla y fingía dormir. En un momento, después de cerrar los ojos y abrirlos con gestos de cansancio, escuchó que uno de los pibes le preguntaba si era del barrio San Nicolás y, alargando el brazo, le ofreció la botella. Lucas le respondió que vivía cerca y, con el dedo en alto, le indicó que no quería vino, gracias. ¿Por qué era tan educado? ¿A quién había salido así? Recordó de inmediato una oportunidad en que, en la puerta de un banco, le habían preguntado la hora y el había respondido no, no tengo, disculpame; el hombre, después de sonreír burlonamente, le había dicho que no tenía porque pedir disculpas. Avergonzado, Lucas había bajado la cabeza y, saliendo de la cola, había vuelto a su casa. Ahora, sentado al costado de los tres pibes, sentía como un calor de mil hornallas comenzaba a subirle por el pecho y le tomaba la cara.

– ¿Lo conocés a este gato? – preguntó el pibe que estaba sentado en el asiento individual, mientras se estiraba el cuello de la remera hacia afuera.

– No, ni ahí, es un gil, no toma vino – respondió el que le había hablado hace un rato.

Lucas miró hacia delante, como pidiéndole ayuda al chofer, que escuchaba a todo volumen una canción de Cristian Castro, luego observó la calle, intentando descubrir en que parte del recorrido se encontraba. Como si alguien hubiera presionado un botón invisible en su frente, se puso de pie de golpe y apretó el timbre. Una luz roja se encendió delante. Mientras bajaba apurado, Lucas escuchó las risas.

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2 comentarios:

Shalena Mitcher dijo...

sustentabilidad literaria!

Para mí re daba cambiarle el nombre al man.

Martín dijo...

jaja, te re hago caso a veces.