Chicos en Kosovo (Primera entrega)


– A mi lo que me gusta de la música es que potencia los sentimientos. Si te pones triste, intensifica las ganas de estar solo, te hace rumiar a vos mismo, encapsular al dolor. En un buen día la energía se multiplica, algo brota desde adentro y comienzo a crecer: cantás, saltás, bailás. Al menos por un rato, lo que dura la droga o la emoción, ¿entendés? – le dice un pibe completamente rapado a otro, en el asiento de adelante del Roca. Miro su nuca: tiene un tatuaje en el centro, un espiral oscuro y una daga que lo traspasa. En el vagón el frío se cuela por las ventanas entreabiertas y para distraerme comienzo a desflecar los bordes del boleto en tiritas muy finas. Mientras tanto, escucho con atención: los chicos del frente hablan de música pop, de una minita linda que los histeriquea, algo de un partido de fútbol americano en el club Comunicaciones.

    Antes del mediodía estoy preguntando en la oficina de admisión del hospital por los papeles de Rubén Masvernat, atendido en la guardia el día sábado después de sufrir un choque frontal a la salida de la disco El Bosque. Me atiende una mujer de pelo enrulado, con ojeras, que habla mecánicamente, sin pausas, y después de quince minutos de espera en unas sillas de plástico color beige, me alcanza los papeles sin demasiadas preguntas.

     Vuelvo a las seis de la tarde, con una llovizna muy fina que cae arremolinada de un cielo casi complemente oscuro. Cuando el tren pasa frente a la cancha de Racing comienzo a enumerar los futbolistas del club que jugaron en la selección en los últimos años. Alcanzo a contar apenas tres y curiosamente me siento un poco decepcionado, triste, preguntándome si es culpa mía por desentenderme de las cosas que antes me importaban o si mi olvido, en realidad, es parte de una debacle futbolística bastante notoria.



     Al abrir la puerta del departamento me encuentro con Sofía sentada en uno de los puff del living, en calzas y con las piernas cruzadas.

    – ¡Hola! – me dice, con el entusiasmo de un colibrí.

Cuando me acerco para saludarla con un beso, Julián sale del baño tarareando una canción de los Ramones. Mientras conversamos camino hasta la cocina, prendo una hornalla y me refriego las manos, las froto y entrecruzo los dedos encima de la llama. Después me quito la campera, el buzo y el resto de la ropa y la pongo a secar en una percha de plástico. Las zapatillas las apoyo en el marco de la ventana, enfrentadas unas con otras.  

     – Fresquito ¿no? – dice Sofía cuando vuelvo en jogging, al tiempo que pica marihuana sobre la tapa púrpura de un libro.

    Después de fumar comemos una pizza recalentada en el horno y jugamos a enumerar las cosas que no nos gustan. Sofía menciona la vejez, extrañar, las canas, que le crezca el vello púbico, hacer dieta, que le ladren y la persigan los perros, levantarse temprano, el invierno. Julián el acné, mientras se rasponea la cara con los nudillos, que se terminen las vacaciones, el dolor de muelas, la resaca, correr el colectivo y no llegar. Cuando me toca el turno comento que ya no queda birra y propongo bajar a buscar. En una bolsa de almacén que encuentro al lado de la heladera pongo los envases y recién en el ascensor noto que el culito tibio de una de las botellas traspasó la tela de nylon y me mojó el pantalón a la altura de la rodilla. Saludo a Maxi, que está mirando un programa de preguntas y respuestas en un televisor de 14 pulgadas. Compro tres Heineken y un paquete grande de chizitos. De vuelta en el departamento, después de llenar los vasos hasta el tope, con mucha espuma, vacío el cenicero y digo dos cosas: primero que me molesta la hiperactividad de los chicos y luego que odio mi trabajo.

     – Tu trabajo no está tan mal, mirá el mío, el problema es trabajar a secas – agrega Julián.

     – Yo quisiera ser maquinista

     – ¿En serio?

     – Posta

     – O sereno

     – Ese es un trabajo de jubilados al borde de la muerte.

   – Yo tengo un tío que era domador de leones – y les cuento la historia del hermano de Pablo, Enrique Meiller, quién en los ochenta dirigió un circo bastante famoso en la ciudad de Cali, Colombia. Les explico que Enrique viajó por el mundo y que un día un borracho se acercó demasiado a la jaula y los leones le arrancaron un brazo a la altura del codo. Que el borracho levantó su miembro y corrió hasta caer desmayado al frente de la boletería. Les hago creer que los tres dedos de una mano que le faltan a mi tío están asociados a su antigua profesión cuando en realidad se los cortó a finales de los años 80 con la sierra de una carnicería, en José C Paz.


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