El nadador olímpico

Porque llevaba esperando más de una hora y el libro que leía comenzaba a aburrirme, salí de mi rincón y me apoyé sobre la mesa donde repartían los números y chequeaban los datos en la computadora. Una chica con lentes y hebillas negras en el pelo preguntaba, una y otra vez, si pensaban hacer cambios de domicilio y luego leía en voz alta los datos que le daba el insert. A su lado, sentadas en las mismas sillas negras con respaldar, otras dos mujeres con cara de agotamiento realizaban el mismo procedimiento. Detrás, un gordo de chomba color agua tomaba mate y, cada tanto, se levantaba, volvía y fingía verificar que no hubiera ningún problema. En la otra sala esperaban treinta o cuarenta personas. En la calle, ordenadas por un vigilante, otras cincuenta personas hacían una larga cola que daba la vuelta a la esquina. Por suerte yo estaba dentro, pero miraba a la chica de la hebilla, estudiaba sus tics y la entonación de sus frases, miraba al gordo de chomba y relojeaba el vaivén de mis números en una pantalla digital, luego volvía a mirar a hebilla y, para divertirme, intentaba adivinar la edad de las personas cuando hebilla decía en voz alta su fecha de nacimiento. En general acertaba con un rango diferencial de tres años, salvo el caso de una chica que parecía de veinticinco cuando en realidad tenía treinta y cuatro. Se llamaba Gloria. A mi me sorprendió mucho que alguien pudiera llamarse Gloria. Así me entretuve hasta que llegó mi turno y me senté, por fin, en una sillita de plástico, dije hola, me pidieron mis datos, me sacaron una foto, firmé, pregunté algo que no recuerdo y después de pagar, me dieron un recibo y dijeron que en quince o veinte días llegaría el documento a mi casa. Saludé y me fui.

***

Una mañana tocaron timbre, preguntaron mi nombre y me alcanzaron un sobre donde estaba el nuevo dni y la cédula de identidad. Pero la cédula y el dni no eran míos, extrañamente pertenecían a Gloria. Eso lo descubrí después: se llamaba Gloria Mandille, había nacido, como ya sabía, el 15 de abril de 1975 en Capital Federal y su documento comenzaba en veinticinco millones. Entré a la web y en comollego.com.ar coloqué su dirección: era en Saavedra, a pocas cuadras de la General Paz y el 28 me dejaría muy cerca. ¿Cómo se había producido la confusión? No tenía idea, porque nuestros apellidos no se parecen en nada, ni la dirección, tampoco habíamos estado cerca en la sucesión de los números. Algún problema en la base de datos, quizás. ¿Mi documento lo tendría ella? La segunda posibilidad era dirigirme nuevamente al centro de cómputos y reclamar el error, pero la idea de presentarme en la casa de Gloria para hacer un intercambio me divertía bastante. Me vine para darte esto, tomá Gloria, diría. Hay una canción de Los Doors con tu nombre, Gloria. Y repetí su nombre muchas veces, Gloria, Gloria, Gloria, una y otra vez, hasta que al fin me decidí a viajar, al día siguiente, hacia Saavedra.

***

El miércoles amaneció muy feo, con mucho frío y el jueves también, pero como el miércoles había decidido quedarme en mi casa, al jueves le metí pilas y después de desayunar tomé el colectivo que me dejaba en el cruce de General Paz. Me llevé un paraguas negro que encontré en un baúl, aunque en realidad no suelo usar paraguas, pero tampoco me parecía llegar completamente empapado a la casa de Gloria. Me abrigué mucho, además, porque me atemoriza pasar frío. En el 28 me arrepentí de las dos cosas, del paraguas y del abrigo, porque el colectivo estaba muy lleno y todas las ventanas cerradas, con lo cual empecé a transpirar. En Liniers, un montón de gente se bajó y conseguí un asiento individual. Me puse a mirar por la ventanilla, con la guía T sobre mis piernas, abierta en el plano catorce. Para saber donde estaba y donde tenía que ir, daba vueltas las páginas porque el recorrido de la General Paz ondulaba continuamente y cruzaba barrios y parques y avenidas y yo que nunca supe bien como ubicarme en ninguna parte, temía perderme. Después me entretuve mirando por la ventanilla los coches que pasaban a toda velocidad al costado del 28. Parecían naves velocísimas y yo me dije que algún día tendría un coche como esos, un coche para arar el asfalto un día de lluvia. Así estuve hasta que llegó el momento de bajarme. Entonces caminé por una calle llamada Godoy Cruz hasta una plaza muy descuidada y luego, en una intersección que nacía, encontré la calle Costa Rica. Rápidamente llegué a una casa de dos plantas y apreté un timbre que retumbó dentro. Cuando escuché un eco, pensé que, para que el sonido rebotara así, la casa debía de estar muy vacía. Como tardaban en responder y yo me estaba mojando, volví a apretar y, en ese momento, se corrió una mirilla y una voz muy modulada, de mujer pero que no coincidía con la voz de Gloria, preguntó quién era. Yo pregunté si en esa casa vivía Gloria y dije que la conocía y que traía algo para ella. Mi nombre es Matías, dije. Adentro dudaron pero yo sé que mi manera de hablar irradia confianza, especialmente cuando hablo pausado y con delicadeza, así que la mujer, al fin, abrió la puerta. Vestía de entrecasa y usaba pantuflas rosas. Por un orificio pequeño, en la punta, sobresalía un pedazo de uña.

– Tengo algo para Gloria – dije y le mostré el documento. Después le expliqué lo que había pasado y le pregunté si ella no estaba al tanto de nada. Me dijo que no, pero que Gloria estaba por llegar. Yo le dije que podía esperar afuera y la mujer, sin más, comenzó a entrar en su casa, pero en algún momento pareció dudar y me pidió que pasara al living, porque, de otro modo, me iba a empapar, dijo. Tenía razón, así que entré y los dos esperamos la llegada de Gloria en una pequeña habitación repleta de fotos de nadadores, trofeos y medallas, mientras la mujer, que se llamaba Claudia, cebaba mates. Yo me puse a mirar las fotos y como fingía estar muy interesado, Claudia dijo:

– Mi marido, Diego Degano.

Yo no sabía quien era, asi que asentí con la cabeza y seguí mirando las fotos: el hombre era muy alto, morocho y tenía un cuerpo muy trabajado y su piel brillaba. La mujer se paró a mi lado y me contó que, una vez, una gitana de Mendoza le aseguró que, en otra vida, Diego había sido un pez. Yo pensé entonces en la lluvia y en aquellos autos que viajaban a toda velocidad por la autopista. Así nadaba Diego, imaginé. Más tarde Claudia me trajo algunos recortes de diarios: Degano recordman sudamericano, Degano campeón provincial, Degano tricampeón de la competencia de pileta corta de Lima, Degano capitán del equipo olímpico, Degano y más Degano. Claudia parecía muy emocionada y no paraba de hablarme de las proezas de ese hombre altísimo que usaba una sunga celeste y blanca. En algún momento, cuando sentí que ya conocía todo el pasado de aquel nadador y quería saber algo de su presente, pregunté dónde se encontraba Degano.

– ¿Y qué hace ahora? – dije.

– Murió hace unos años en Neuquén, un accidente horrible – dijo Claudia y después agregó – Tenía otra familia.

Que extraña la gente que tiene una doble vida, pensé y observé con atención la cara de Claudia. No hubo ningún gesto en particular, lo que me asombró un poco. Entonces ella dijo algo más que yo no escuché, porque de pronto comenzó a llover con mucha fuerza y, aunque el techo no era de chapa, yo sentía que las gotas estallaban en el zinc y retumbaban como petardos. Entonces, en ese momento, se abrió la puerta y entró corriendo Gloria, llorando y gritando cosas extrañas. Yo me quedé un rato quieto, esperando que se calmara, pero Gloria no paraba de gritar y de moverse, luego fue hasta la cocina y se perdió de vista. Un momento después volvió a aparecer en el living, dijo algo de una herencia y un montón de cosas que yo no entendía, cosas cargadas de acciones violentas y malentendidos, de personas que vivían en el Sur, de muertes y actas truchas. Gloria, esta vez, no parecía de veinticinco ni de treinta y cuatro, en cambio, si me hubiesen pedido que adivinara su edad, hubiera dicho: cuarenta y uno. Cuando hizo silencio sentí que Claudia me miraba como si me otorgara un permiso especial para decir algo, un permiso que terminaría dentro de muy poco, entonces dije que le había traído su documento.

– Ah – dijo ella.

Sentí que el permiso había desaparecido de pronto y, como no tenía mi licencia para hablar, busqué mi paraguas, me abrigué y salí a la calle. A mis espaldas, supuse que ninguna de las dos mujeres se había movido de su lugar y Gloria continuaba pensando en sus hermanastros y en la muerte de Degano en una ruta neuquina. Era verdad, llovía muchísimo, pero tanto que el paraguas no servía de nada, el viento lo levantaba hacia arriba y como el agua caía oblicua, era imposible protegerse. Salté las raíces de un árbol que deformaban la vereda y comencé a trotar con el perfil de mi cuerpo pegado a la pared. Casi llegando a la ruta vi un bodegón y entré. En el lugar, apoyado contra una tabla, un viejo tomaba vino en un vasito de plástico y un hombre de delantal avivaba el fuego con un caño oxidado. Asándose a las brasas había asado, algunos chorizos y morcilla. Pregunté al dueño si se podía comer algo y pedí una tira, ensalada de lechuga y tomate y una botella de vino con soda y hielo. Luego me senté contra un ventanal que daba a la ruta y, mientras esperaba, encendí un cigarrillo y me puse a mirar la cortina de lluvia, cómo zarandeaban algunos pinos y los autos, difusos y rapidísimos. Comí como si hubiera ayunado durante días, masticando poco y con una sed que me abrasaba por dentro. Más tarde, cuando el agua empezó a colarse por debajo de la puerta, el dueño agarró unos secadores viejos y gastados. Yo lo miraba: sin importar el esfuerzo y toda la voluntad que insumía en retirar el agua, esta seguía entrando y al cabo de unos minutos, el piso del bodegón se había inundado. Me levanté, caminé hasta el baño y con un trapo de piso y una escoba me puse a secar. Después fui a hasta la puerta y ayudé a empujar el agua.

– Dale, así, así, que la sacamos toda – lo arengaba al dueño.

– Si, un poco más, gracias – decía él mientras empuñaba el secador.

Yo sentía una emoción enorme y el calor que me generaba el vino, como una nafta que energizaba mi cuerpo.

– Ya casi estamos, dale dale dale – dije una vez más. Así estuvimos durante algunos minutos, hasta que sentimos que todo era inútil, que no podíamos hacer nada contra todo ese líquido, entonces nos sentamos en unas banquetas de plástico y fumamos y conversamos mientras el agua crecía a nuestros pies.

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2 comentarios:

Noe dijo...

este es un capítulo de una novela que me gustaría mucho leer.
estás escribiendo cada día con más precisión, con una impecabilidad preciosa. qué bien, amigo.

(mi palabra de verificación es: exchori. me muero de risa!)

Martín dijo...

Ja, me mata mucho que desde que laburas de esa cosa misteriosa con docs y cirujanos, adoptaste palabras como: "precisión" y "impecabilidad". Te tengo caladísima negra!!

Sobre la historia, que bueno! Recién releía algunos párrafos y sentí que le podía dar más polenta, je.