Besugo

Cuando Carmen entró en la pescadería quedó hipnotizada por unos pescados color cobre apilados sobre dos barras de hielo. Eran gordos, muy anchos y las escamas parecían irradiar una luminosidad extraña que se reflejaba en los cristales del congelador. Durante el tiempo en que Carmen esperó su turno no dejó de observarlos un segundo y, cuando Arnaldo le preguntó que quería, ella le indicó con la punta del dedo en alto y después dijo:

– ¿Qué son?

Besugos, dijo Arnaldo y colando las manos por detrás del congelador, apretó el pescado con los dedos enguantados, lo dio vuelta y amagó con sacarlo.

¿Y cuanto pesa? – preguntó Carmen.

Novecientos gramos, un poco más – dijo y esta vez si retiró el besugo de la almohadilla de hielo y lo colocó sobre la balanza. Esta tintineó y pesó exactamente ochocientos cincuenta gramos.

¡Quiero dos! – dijo Carmen, decidida.

Arnaldo abrió el freezer, retiró un nuevo besugo que parecía más vivo y fresco que el anterior y los envolvió en papel de diario.

– Con limón y al horno quedan un espectáculo – dijo, mientras le alcanzaba el paquete y tomaba la plata que le ofrecía Carmen a través del mostrador.

Más tarde, cuando Carmen llegó con las compras, Mario terminaba de desayunar y amontonaba una taza y un plato en el lavavajillas. Ya estaba cambiado, vestía traje y solo le restaba anudarse la corbata. Mario, antes de irse, le explicó que ese día llegaría un poco más tarde que lo habitual y le pidió que por favor lo esperara hasta las siete, que tenían que arreglar el asunto del festejo.

– Muy bien – dijo Carmen y después de dejar la bolsa sobre la mesada caminó hasta la habitación de Inés y con suavidad la despertó.

Más tarde, mientras Inés, en su sillón, miraba hacia el jardín, Carmen prendió una hornalla y en un jarro que retiró del borde del desayunador, puso a calentar la leche.

– ¿Quiere escuchar música? – preguntó.

Al no obtener respuesta Carmen caminó hasta el equipo y sintonizó la radio FM que escuchaba todas las mañanas. Al volver Inés tenía el cuello doblado y comenzaba a babearse. Con el doblez del vestido le limpió la boca y le acomodó el pelo blanco que caía sobre su cara: lacio, débil, con la textura del hilo.

– Así estamos mejor, a ver, pongase derecha para tomar la leche. Así, muy bien. Ahora despacito que está caliente. Así, tranquila que yo la ayudo.

Sentada a su lado la mantuvo firme apoyando el brazo sobre su espalda. Luego comenzó a darle de tomar, de a pequeños sorbitos, la leche. Entre uno y otro introducía en su boca unos bizcochos húmedos que Inés devoraba con ganas.

– En estos días tenemos que depilarla porque el sábado es su cumpleaños. Y no se imagina lo que compré para la cena.

– ¡Si!

Carmen se sorprendió.

– Si – repitió Inés – Estoy tan fea, que pensará Chiche.

– Chiche se murió Inés. Hace cinco años que se murió Chiche. ¿No se acuerda?

Inés abrió grandísimos los ojos y comenzó a llorar. En ese momento Carmen comprendió que su trabajo tenía una carga de complejidad que muchas veces ignoraba, que sus palabras podían, si no las controlaba, devastar su memoria. Sin embargo: ¿Cuánto tiempo puede durar un nombre en la memoria de Inés? Carmen comenzó por explicarle que Chiche ya no estaba, que ella se llamaba Carmen y era la mujer que la cuidaba desde antes que muriera su marido, es decir, hace poco más de seis años. Que Mario, su hijo mayor, trabajaba hasta las seis.

– ¿Vos te llamas Carmen?

– Claro mamita, me llamo Carmen. ¿Por qué no se acuesta y duerme un poco?

Esa tarde, cuando Inés despertó de su siesta, las dos mujeres merendaron juntas en la mesa vidriada del living. Antes, mientras Inés dormía, Carmen se dedicó a hablar por teléfono con su hermana de Tandil, limpiar los besugos y completar con sus datos sobres que luego enviaría a distintos concursos. Según su lógica, si mandaba cierto número de cartas a todos los concursos televisivos que existían, finalmente terminaría por ganar algo importante. Hasta ahora solo había recibido pequeños premios consuelos que, más que entristecerla, parecían motivarla: cenas en restaurantes de la capital, bonificaciones en compras al por mayor y una vez, hace bastante, una estadía gratis en un apart hotel de Bariloche al cual nunca visitó, porque pagarse el viaje, había decidido, era un sin sentido que la obligaba a entrar en gastos innecesarios.

En ese momento Carmen sintió un dolor minúsculo, como si de pronto la estuvieran quemando con un cubito. Por un descuido imperdonable se había dejado morder un dedo, eso le pasaba por distraída, por agarrar la cuchara demasiado lejos del mango y tener la cabeza en cualquier parte, pensó. Lo peor de todo no era eso: Inés no se había dado cuenta que, en lugar de chupar la cuchara, había mordido el dedo de Carmen, quien le gritó soltá puta mientras, con la mano que tenía libre, le empujaba la cara hacia atrás. Inés mantenía apretada la mandíbula con fuerza, como un cocodrilo. En aquel instante Inés recordó un documental sobre un domador australiano que en un espectáculo no se había secado bien el sudor de la frente y entonces, con la cabeza dentro de la boca del animal, una pequeña gota de transpiración había resbalado por su frente hasta alcanzar la lengua fibrosa del reptil. Cuatro o cinco hombres rubios, jóvenes y musculosos, habían hecho palanca durante algunos minutos para liberar al domador y lo consiguieron solo para que este, unos años después, contara su historia frente a una cámara de televisión y mostrara las cicatrices que le recorrían el lado derecho de la cara. Pero Inés no era un cocodrilo, ni ella tenía la fuerza de un australiano grandote, mucho menos, pensó, de cinco australianos.

A las siete, mientras hacía bailar el dedo vendado a la vista de Mario, Carmen le contó cómo había transcurrido el día y lo que pensaba cocinar para la cena del sábado.

– Me parece perfecto, pero tenés que tener más cuidado – la interrumpió Mario, al tiempo que, sin mirarla, anotaba una serie de números en unas planillas largas, divididas en columnas verticales. Números, cuentas, egresos de dinero, balances.

– Si, ya sé, es que me dejé estar, agarré la cuchara y no me di cuenta y entonces.

– Ya que estamos, mañana necesitaríamos que vengas a la tardecita, para preparar todo. Yo después te llevo a tu casa – dijo Mario.

Esa noche Carmen soñó algo estúpido: un cocodrilo gigantesco la devoraba y ella, lo más tranquila, como aquella historia de Jonás y la ballena, vivía en el estómago del animal. Nadie la molestaba, no tenía que trabajar y, no sabía bien cómo, pasaba las horas completando sobres con sus datos. Lo único que lamentaba era no poder ver la televisión ni tener teléfono para que, en caso de ganar, pudieran comunicarse con ella.

El sábado, a las ocho en punto, después de untar en limón los cortes y salarlo, Carmen colocó los besugos en la fuente del horno y los rodeó, en la base, con muchísimas rodajas de papas. Más tarde puso pimienta, más sal y nuevos cortes de limón sobre los tres tajos horizontales que había trazado sobre el lomo húmedo del pescado. Luego esperó. A las nueve, cuando el hermano de Inés, Claudio, su esposa y los nietos llegaron al cumpleaños, los besugos ya estaban listos. De entrada comieron matambre y después, cuando Mario descorchó los vinos, Carmen anunció el plato principal. Al retirarlos del horno se fijó en esos ojazos hinchados, como botones, y tuvo la sensación de que, de alguna manera, algo en ellos la incitaban a devorarlos. Pero algo salió mal: los besugos estaban secos, les faltaba sabor. Apenas se comieron algunas rodajas del primer besugo y el resto quedó abandonado sobre la mesa. Los chicos se llenaron a matambre, pan y papas. Los adultos, a los que Carmen miraba comer despacio, sin ganas, evitaban hacer comentarios y ella sintió un profundo desprecio por esas personas que no sabían apreciar la naturaleza de aquel pescado pero también, su secreta fascinación por el besugo. La cena, a fin de cuentas, había sido un completo fracaso.

Después, mientras Carmen lavaba los platos y observaba los restos de los besugos, uno de los hijos de Claudio, un rubiecito de rulos llamado Lucas, se tropezó con una piedra del jardín y entró a la cocina a los gritos, con las rodillas raspadas.

– No es nada nene, no es nada – lo consoló Mario.

En ese momento comenzó a narrar la misma historia que contaba todos los años, mientras miraba a su madre de reojo, como esperando una señal de reconocimiento. Mario explicó como se habían conocido Inés y Chiche y trajo del modular de su habitación la foto de su padre en la estación Perkins. Chiche, un italiano que peleó para el ejército soviético en la segunda guerra mundial, un hombre que cada vez que hablaba de los pilones de cadáveres en la nieve (pilones que a la distancia parecían vehículos o edificios derrumbados) ponía los ojos en blanco. Chiche, quien viajó de Italia en la década del ´50 para asentarse en Neuquén, había tomado el mismo tren que, unos kilómetros delante, descarriló en la estación de Esquel. ¿Por qué se había bajado Chiche en la estación Perkins si debía seguir viaje hasta Neuquén? Mario miró fijamente a Inés.

– ¿Sabes por que se bajó, Lucas?

– No tío

– ¡Por que la vio a tu abuela! – dijo Mario y todos buscaron con la mirada a Inés. Carmen también, pero en lugar de observarla con dulzura, como todos, recordó la mordida en el dedo y sintió odio y repulsión ante esa mujer. ¿Qué hacía en esa casa? ¿Por qué cocinaba para ellos? Decidió no pensar y continúo lavando los platos.

A las doce las visitas comenzaron a irse, entonces Mario le dijo a Carmen que llevaría a su hermano Claudio hasta su casa y luego la alcanzaría. Lo primero que hizo Carmen fue acostar a Inés y luego, mientras ordenaba y decidía en arrojar o no los besugos a la basura, Carmen tuvo un impulso irrefrenable. Entonces colocó la bandeja sobre la mesa y, con las manos, comenzó a devorar el pescado. Casi sin masticar, con los dedos engrasados y sucios, uno a uno se llevaba pedazos de besugo a la boca, sin detenerse. Comió desconociendo el sabor, comió hasta sentir al besugo dentro, hasta que ya no supo el significado de esos ojos que, casi disueltos y sin forma, ya no miraban a nadie.

Cuando sintió el coche de Mario, Carmen se puso de pie y con la bandeja en la mano, lo esperó al lado de la puerta.

– ¡Mirame bien, pelotudo! – gritó al verlo y se metió en la boca la cabeza entera del besugo. Entonces masticó y masticó, hasta casi atragantarse.

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2 comentarios:

Shalena Mitcher dijo...

Jajajaja.
Tremendo el final.
Me hizo acordar al barrio chino un poco. Y a los Soprano.

Zed dijo...

Como siempre, buenísimo tu relato.

Todavía no me puedo decidir sobre si el final es una venganza de clase o una venganza de condición. Pero lo que es seguro es que comer un pescado nunca tuvo un sentido tan dramático como ahora.